E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan Mallery

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E-Pack HQN Susan Mallery 2 - Susan Mallery Pack

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de los pantalones mostraba que era una mujer de piernas largas y sinuosas curvas, una combinación que normalmente le resultaba atractiva. Pero no aquel día, cuando todavía tenía que enfrentarse a su madre y a un pueblo que despreciaba.

      –Rafe Stryker –se presentó él.

      La mujer, Heidi, se le quedó mirando fijamente y abrió los ojos como platos mientras retrocedía un paso. La boca le tembló ligeramente y su sonrisa desapareció.

      –Stryker –susurró, y trago saliva–. May es tu...

      –Mi madre, ¿la conoces?

      Heidi retrocedió un paso más.

      –Sí, eh... ahora mismo está en el rancho. Hablando con mi abuelo. Al parecer ha habido una confusión.

      –¿Una confusión? –utilizó la que la señora Jennings denominaba su voz de asesino en serie–. ¿Es así como describes lo que ha pasado? Porque yo me siento más inclinado a pensar que ha sido una estafa, un robo. Un auténtico delito.

      No era una situación cómoda, pensó Heidi, deseando salir corriendo de allí. Ella no era una persona que huyera de los problemas, pero en aquel caso se habría sentido mucho mejor enfrentándose a ellos rodeada de gente, y no en una carretera desierta. Miró a Atenea preguntándose si una cabra bastaría para protegerla y decidió que, probablemente, no. Atenea estaría más interesada en saborear el obviamente carísimo traje de Rafe Stryker.

      El hombre permanecía frente a ella con aspecto de estar seriamente disgustado. Lo suficiente al menos como para atropellarla con aquel coche enorme y seguir su camino. Era un hombre alto, de pelo y ojos oscuros, y en aquel momento estaba tan enfadado que parecía capaz de destrozarla con sus propias manos. Y Heidi tenía la sensación de que era suficientemente fuerte como para conseguirlo.

      Tomó aire. Muy bien, a lo mejor no la destrozaría, pero seguro que quería hacerle algo. Lo leía en sus ojos castaños, casi negros.

      –Ya sé lo que estás pensando –comenzó a decir.

      –Lo dudo.

      Tenía una voz grave, aterciopelada, que la hizo sentirse incómoda. Como si no pudiera predecir lo que iba a pasar a continuación y, sin embargo, supiera que fuera lo que fuera, iba a ser malo.

      –Mi abuelo ha traspasado los límites –comenzó a decir, pensando que no era la primera vez que Glen se había rendido a su premisa de «mejor pedir perdón que pedir permiso»–. No pretendía hacer ningún daño a nadie.

      –Le ha robado a mi madre.

      Heidi esbozó una mueca.

      –¿Estás muy unido a ella? –sacudió inmediatamente la cabeza–. No importa, es una pregunta estúpida.

      Si a Rafe no le importara su madre, no estaría allí en aquel momento. Y tampoco podía decir que la sorprendiera. Por lo que ella sabía, May era una mujer encantadora que se había mostrado muy comprensiva con aquel error. Aunque no lo bastante como para mantener a su hijo al margen.

      –Glen, mi abuelo, tiene un amigo al que le diagnosticaron un cáncer. Harvey necesitaba tratamiento, no tenía seguro y Glen quería ayudarle –Heidi intentó sonreír, pero sus labios no parecían muy dispuestos a cooperar–. Así que... se le ocurrió la idea de vender el rancho. A tu madre.

      –Pero el rancho es tuyo.

      –Legalmente, sí.

      Era su nombre el que aparecía en el crédito del banco. Heidi no había hecho cuentas, pero imaginaba que tendría alrededor de setenta mil dólares en patrimonio, el resto del rancho todavía estaba sujeto a la hipoteca.

      –Le pidió doscientos cincuenta mil dólares a mi madre y ella no ha recibido nada a cambio.

      –Algo así.

      –Y ahora tu abuelo no tiene manera de devolverle el dinero.

      –Tiene seguridad social y tenemos algunos ahorros.

      Rafe desvió la mirada hacia Atenea y volvió después a mirarla.

      –¿De cuánto estamos hablando?

      Heidi dejó caer los hombros con un gesto de derrota.

      –De unos dos mil quinientos dólares.

      –Por favor, aparta la cabra. Voy hacia el rancho.

      Heidi tensó la espalda.

      –¿Qué piensas hacer?

      –Quiero que detengan a tu abuelo.

      –¡Pero no puedes hacer una cosa así! –Glen era el único familiar que tenía–. Es un anciano...

      –Estoy seguro de que el juez lo tendrá en cuenta cuando determine la fianza.

      –No pretendía hacer ningún daño a nadie.

      Rafe no se dejó conmover por su súplica.

      –Mi familia siempre vivió en este lugar. Mi madre era el ama de llaves. El propietario de este rancho no le pagaba prácticamente nada. Mi madre a veces ni siquiera tenía dinero suficiente para dar de comer a sus cuatro hijos. Pero continuó trabajando para él porque le había prometido que heredaría el rancho cuando muriera.

      A Heidi no le estaba gustando aquella historia. Sabía que acababa mal.

      –Al igual que tu abuelo, le mintió. Cuando al final murió, dejó el rancho en herencia a unos parientes lejanos que vivían en el Este –sus ojos se transformaron en unos rayos láser que la taladraron prometiendo un castigo innombrable.

      –No voy a permitir que mi madre vuelva a sufrir por culpa de este rancho.

      ¡Oh, no!, se lamentó Heidi. Aquello era peor de lo que imaginaba. Mucho peor.

      –Tienes que comprenderlo. Mi abuelo jamás haría ningún daño a nadie. Es un buen hombre.

      –Tu abuelo es el hombre que le ha robado doscientos cincuenta mil dólares a mi madre. El resto es simple artificio. Ahora, aparta de ahí esa cabra.

      Incapaz de pensar una respuesta, Heidi se apartó de la carretera. Atenea trotó a su lado. Rafe se metió en el coche y se alejó de allí. Lo único que quedó tras él tras su furiosa partida fue una nube de polvo. Sin embargo, la carretera estaba pavimentada y bien cuidada por el Ayuntamiento. Aquella era una de las ventajas de vivir en Fool’s Gold.

      Heidi esperó hasta perderlo completamente de vista, se volvió hacia el rancho y comenzó a correr. Atenea la seguía sin insistir, casi por primera vez en su vida, en alargar su período de libertad.

      –¿Has oído eso? –le preguntó Heidi. Sus zapatos deportivos resonaban en el asfalto–. Ese hombre está muy enfadado.

      Atenea trotaba a su lado, aparentemente ajena al triste destino de Glen.

      –Como tengamos que venderte para devolverle el dinero a May Stryker te arrepentirás –musitó Heidi, e inmediatamente deseó no haberlo hecho.

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