E-Pack HQN Susan Mallery 2. Susan Mallery

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E-Pack HQN Susan Mallery 2 - Susan Mallery Pack

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Pero ella había crecido yendo de ciudad en ciudad. El ritmo de sus días lo marcaba las ferias en las que trabajaba su abuelo.

      Cuando había encontrado Castle Ranch, se había enamorado localmente de aquel rancho. Del terreno, de la vieja casa y, sobre todo, de Fool’s Gold, la ciudad más cercana. Tenía un rebaño de ocho cabras, incontables vacas salvajes y cerca de cuatrocientas hectáreas de tierra. Había comenzado a montar un negocio de queso y jabón, elaborados ambos con leche de cabra. Vendía la leche de las cabras y sus excrementos como fertilizante. En el rancho había cuevas naturales en las que podía curar el queso. Aquel era su hogar y no estaba dispuesta a renunciar a él por nada del mundo.

      Pero tendría que hacerlo por alguien, por Glen. Su abuelo había vendido un rancho que no le pertenecía a una mujer con un hijo muy enfadado.

      Rafe aparcó el coche al lado del de su madre. El rancho tenía peor aspecto de lo que él recordaba. Las cercas marcaban los límites de forma casi imaginaria, la casa estaba ligeramente combada y necesitada de pintura. Se le ocurrían miles de lugares mejores en los que estar. Pero marcharse no era una opción, al menos hasta que aclarara todo aquel lío.

      Salió del coche y miró a su alrededor. El cielo estaba azul, típico de California. De aquel azul que los directores de cine adoraban y al que los compositores cantaban en sus canciones. En la distancia, las montañas de Sierra Nevada acariciaban el cielo. Cuando era niño se quedaba mirándolas fijamente, deseando estar al otro lado. En cualquier parte que no fuera aquel rancho. A los quince años se sentía atrapado en aquel lugar. Era curioso que al cabo de tanto tiempo continuara experimentando aquella sensación.

      La puerta de la casa se abrió y salió su madre. May Stryker podía ser una mujer de mediana edad, pero continuaba siendo muy atractiva, gracias a su altura y su figura estilizada y a un pelo oscuro que caía libremente por sus hombros. Rafe había heredado su altura y el color de pelo y de ojos aunque, por lo que decía su madre, tenía la personalidad de su padre. May era una mujer de gran corazón que quería cuidar y sanar al mundo. Rafe descansaría mucho mejor cuando lo hubiera conseguido.

      –¡Has venido! –exclamó May mientras se acercaba sonriendo hasta él–. Sabía que vendrías. ¡Oh, Rafe! ¿No te parece maravilloso haber vuelto?

      Sí, claro, pensó Rafe con amargura. Y a lo mejor podía pasarse después por el infierno.

      –Mamá, ¿qué está pasando aquí? Tu mensaje no estaba muy claro.

      Lo que quería decirle era que no había conseguido explicarle cómo se había visto envuelta en aquel lío. Lo único que su madre le había dicho era que había comprado el rancho y que el hombre que se lo había vendido le decía que no podía entregárselo. Principalmente porque no era suyo.

      Una auténtica estafa. O un robo. Fuera como fuera, aquel prometía ser un día muy largo.

      –Ya está todo arreglado –le explicó su madre–. Glen y yo hemos estado hablando y...

      –¿Glen?

      Su madre sonrió de oreja a oreja.

      –El hombre que me vendió el rancho –rio suavemente–. Por lo visto, tiene un amigo con cáncer y...

      –Sí, esa parte ya la he oído –la interrumpió.

      –¿Quién te lo ha contado?

      –Heidi.

      –¡Ah, así que la has conocido! ¿No te parece maravillosa? Se dedica a la cría de cabras. Llevan aquí cerca de un año y son una gente encantadora. Glen es el abuelo de Heidi. La pobre perdió a sus padres cuando era niña y ha sido él el que la ha criado –May suspiró–. Forman una familia maravillosa.

      A Rafe no le gustaba cómo estaba sonando aquello.

      –Mamá...

      Su madre sacudió la cabeza.

      –Yo no soy uno de tus clientes rebeldes, Rafe. A mí no puedes intimidarme. Siento haberte llamado para pedirte que vinieras, pero ahora lo tengo todo bajo control.

      –Lo dudo.

      Su madre arqueó las cejas.

      –¿Perdón?

      –Tú no eres la única que está involucrada en este caso. Yo firmé todos los documentos de la compra ¿recuerdas?

      –Puedes retirar la firma. Yo me encargaré de todo. Ahora lo que tienes que hacer es volver a San Francisco.

      Antes de que pudiera explicarle que no había manera de retirar la firma de un documento legal, la puerta de la casa volvió a abrirse y salió un anciano del interior. Era más alto que May, tenía el pelo blanco y los ojos de un azul chispeante. Le guiñó el ojo a May, le dirigió a Rafe una sonrisa encantadora y avanzó hacia ellos.

      –Así que ya estás aquí –dijo el hombre, tendiéndole la mano mientras se acercaba–. Soy Glen Simpson. Encantado de conocerte. Tengo entendido que ha habido una ligera confusión con tu encantadora madre, pero te aseguro que todo se va a solucionar.

      Rafe lo dudaba.

      –¿Tiene los doscientos cincuenta mil dólares que le ha robado?

      –¡Rafe!

      Rafe ignoró a su madre y continuó mirando fijamente a Glen.

      –No exactamente –admitió el anciano–. Pero los conseguiré. O encontraré la forma de llegar a un acuerdo con May. No hay ningún motivo para poner las cosas más difíciles, ¿no crees?

      –No.

      Rafe sacó el teléfono móvil del bolsillo y se apartó de su madre y de Glen. Antes de marcar, se aflojó el nudo de la corbata. Después, llamó a Dante Jefferson.

      –Ya te dije que no fueras –le saludó una voz familiar.

      –Te pago para que me aconsejes –musitó Rafe–, no para que me digas «ya te lo dije».

      Dante Jefferson, su abogado y socio en el negocio, se echó a reír.

      –El «ya te lo dije» es gratis.

      –¡Qué suerte la mía!

      –¿Tan mal está la situación?

      Rafe miró a su alrededor, contemplando aquellas hectáreas tan familiares para él. Había crecido allí, por lo menos hasta los quince años. Había trabajado como un animal en aquel lugar en el que incluso había pasado hambre.

      –Sí, necesito que vengas –contestó Rafe. Esa misma mañana, antes de salir hacia allí, le había informado a Dante de la situación–. Por lo que sé hasta ahora, no pueden devolverle el dinero y el hombre que se lo vendió no es el propietario del rancho.

      Dante soltó un bufido burlón.

      –¿Y creía que no se daría cuenta de que no le daban el rancho después de haber pagado doscientos cincuenta mil dólares?

      –Por lo visto, sí.

      –Nunca he estado en Fool’s Gold

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