Tres años después - Por un escándalo. Andrea Laurence

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Tres años después - Por un escándalo - Andrea Laurence Ómnibus Deseo

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hijo va a durar mucho.

      Sabine se sonrojó. Era obvio que no le gustaba su amenaza. Peor para ella, pensó Gavin.

      Ella tragó saliva, pero no retrocedió.

      –Son más de las siete y media de un miércoles, así que te aseguro que así es como van a quedar las cosas en el futuro inmediato.

      Gavin rio ante su ingenuidad.

      –¿Acaso crees que mis abogados no responden mis llamadas a las dos de la madrugada? Por lo que les pago, hacen lo que yo quiera y cuando yo quiera –señaló él, al mismo tiempo que se sacaba el móvil del bolsillo–. ¿Llamamos a Edmund para ver si está disponible?

      –Adelante, Gavin –le retó ella, aunque sus ojos delataban un poco de miedo–. Lo primero que harán tus abogados es solicitar una prueba de ADN. Y los resultados de una prueba de paternidad tardan, al menos, tres días. Si me presionas, te aseguro que no verás al niño hasta ese momento. Si hacemos la prueba mañana por la mañana, calculo que eso no será hasta el lunes.

      Gavin apretó los puños. Sabía que ella tenía razón. Lo más probable era que los laboratorios no trabajaran durante el fin de semana, así que el lunes sería lo más pronto que podría comenzar a interponer una demanda para exigir sus derechos como padre. Sin embargo, una vez que lo hiciera, era mejor que Sabine se anduviera con mucho cuidado.

      –Quiero ver a mi hijo –dijo él. En esa ocasión, su tono de voz fue menos exigente y acalorado.

      –Entonces, cálmate y suelta el móvil.

      Gavin se guardó el teléfono en el bolsillo de nuevo.

      –¿Contenta?

      Aunque Sabine no parecía contenta, asintió.

      –Ahora, antes de que entres, tenemos que aclarar algunas reglas básicas.

      Él tuvo que hacer un esfuerzo para no responder una grosería. Pocas personas se atrevían a imponerle normas. Pero Sabine era distinta. Por el momento, acataría sus reglas. Aunque no por mucho tiempo.

      –Tú dirás.

      –Primero, no puedes gritar cuando estás en mi casa o cerca de Jared. No quiero que lo disgustes.

      Jared. Su hijo se llamaba Jared.

      –¿Cuál es su nombre completo? –preguntó él, sin poder contener la curiosidad. De pronto, ansiaba saberlo todo sobre su hijo.

      –Jared Thomas Hayes.

      –¿Por qué Thomas? –quiso saber él, preguntándose si sería una coincidencia.

      –Por mi profesor de arte del instituto, el señor Thomas. Ha sido la única persona que me ha animado a pintar. También tú te llamas así, Gavin Thomas, así que me pareció adecuado –contestó ella, antes de proseguir con sus normas–. En segundo lugar, no le digas que eres su padre. Hasta que no esté legalmente confirmado y los dos estemos preparados. No quiero que se preocupe ni se sienta confundido.

      –¿Quién cree que es su padre?

      –Todavía no ha cumplido dos años. No ha empezado a hacerme preguntas sobre eso.

      –Bien –repuso él, aliviado porque su hijo no hubiera notado su ausencia–. Ya está bien de reglas. Quiero ver a Jared.

      –De acuerdo –aceptó ella, y abrió la puerta despacio.

      Gavin la siguió dentro. Había estado en su apartamento en otras ocasiones, hacía mucho tiempo. Pero, en vez de toparse con una bolsa de pinturas como en otros tiempos, estuvo a punto de pisar una cera azul. Un rápido vistazo le bastó para confirmar que las cosas habían cambiado. En una esquina, había un triciclo con dibujos de superhéroes y, a un lado, una pelota de colores. La televisión estaba encendida, con una serie infantil a todo volumen.

      Cuando Sabine se hizo a un lado, Gavin pudo ver al pequeño que había sentado delante del aparato. Ajeno a su presencia, el niño movía la cabeza y canturreaba siguiendo una canción que sonaba en la televisión.

      Gavin tragó saliva, clavado al sitio.

      Sabine se acercó a su hijo y se acuclilló a su lado.

      –Jared, tenemos visita. Ven a saludar.

      El niño se puso de pie y, cuando se volvió, Gavin se quedó sin respiración. Jared era exactamente igual que él de niño. Era como una fotografía suya. Tenía las mejillas sonrosadas manchadas de tomate y unos ojos enormes que lo observaban con curiosidad.

      –Hola –saludó Jared con una sonrisa.

      Tenso de tanta emoción, Gavin tardó más de lo que hubiera deseado en responder. Estaba delante de su hijo por primera ver.

      –Hola, Jared –saludo él y, sin mucha convicción, dio un paso hacia el pequeño y se agachó para ponerse a su altura–. ¿Cómo estás, campeón?

      Jared respondió en su idioma, que Gavin no supo descifrar. Solo pudo entender algunas palabras sueltas, como «macarrones», «cole» y «tren». Sin esperar respuesta, el niño tomó su camión favorito del suelo y se lo tendió.

      –¡Mi camión!

      –Es muy bonito. Gracias –repuso su padre, tomándolo en la mano.

      Entonces, alguien llamó a la puerta. Sabine se incorporó.

      –Es la niñera. Tengo que irme.

      Gavin tragó saliva, irritado. Solo había pasado dos minutos con su hijo y Sabine ya quería echarlo. Ni siquiera habían hablado sobre cómo iban a manejar la situación.

      –Hola, Tina, entra. Ya ha cenado y está viendo la tele –saludó Sabine a la mujer de edad mediana que acababa de entrar.

      –Lo bañaré y lo meteré en la cama a las ocho y media.

      –Gracias, Tina. Volveré a la hora de siempre.

      Con reticencia, Gavin le devolvió el camión a Jared y se levantó. Cuando se giró, vio a Sabine poniéndose una sudadera con capucha y echándose al hombro una manta enrollada para hacer ejercicio.

      –Gavin, tengo que irme. Esta noche doy clase.

      Él asintió y volvió a mirar a su hijo. El pequeño se había vuelto a sumergir en su programa favorito. Tuvo deseos de abrazarlo y despedirse, pero se contuvo. Habría tiempo para eso en otra ocasión.

      Por primera vez en su vida, había alguien que iba a estar vinculado a él durante, al menos, los siguientes dieciséis años. Y no lo dejaría marchar con tanta facilidad. Habría muchas más oportunidades de estar juntos.

      En ese momento, sin embargo, la prioridad era hablar con la madre de su hijo.

      –No necesito que me lleves.

      Gavin sujetó la puerta abierta de su Aston Martin con el ceño fruncido. Sabine no quería sentarse

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