Un final para Benjamin Walter. Álex Chico

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Un final para Benjamin Walter - Álex Chico Candaya Narrativa

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sobre la colina. Con frecuencia tenía la sensación de que yo era el último habitante vivo que aún rondaba por el pueblo. Aunque, si lo pienso bien, no creo que existan los paseos completamente solitarios, porque siempre aparece una muchedumbre de ausentes que se proponen acompañarnos en el camino, como cuando uno escribe en una casa vacía y, a medida que se añaden frases a la página en blanco, se van iluminando poco a poco el resto de habitaciones.

      Esa muchedumbre de ausentes existió y no quedaba lejos del todo. Sólo era necesario mirar a la frontera para que el paisaje que tenía alrededor adoptara una forma distinta. Parecía un territorio plagado de fantasmas, de sombras que nos persiguen y que, al mirarlas de nuevo, desaparecen de la pared. Sólo era necesario volver a la estación internacional de tren y una vez allí preguntarse por qué existe un lugar como ese, perdido en un rincón del mapa. Ahí está la clave, en cuestionar el pasado para tratar de entender un poco mejor nuestro presente. Y lo que sucedió en Portbou resulta casi tan inexplicable como lo que sucede ahora.

      Teresa, de información y turismo, fue la primera que me explicó la historia. Trabajaba en un centro de atención al visitante, uno de los puntos neurálgicos del pueblo, si es que podemos hablar de punto neurálgico en un lugar tan pequeño. Era una mujer amable, entregada a su trabajo, una apasionada de la historia de su pueblo, aunque lo escondiera con frecuentes reproches. Me ofreció toda la atención posible. A veces interrumpía su charla para atender a otros viajeros. Conmigo estableció una especie de camaradería, de confianza, la suficiente como para que la esperara si tenía que atender alguna llamada o debía indicar algún que otro dato a los pocos turistas que entraban en la oficina.

      Charlamos un buen rato, una conversación que repetimos varias veces durante las semanas siguientes. En todas esas charlas, aceleradas y a trompicones (no paraba de hacer varias cosas al mismo tiempo), planeaba siempre la misma pregunta: por qué nace un pueblo y por qué muere. O dicho de otra forma: por qué todo azar lleva implícito su propia condena. Ese es, en resumen, su versión de los hechos. Un pueblo que nace de la nada, al que la casualidad o el capricho le lleva a sufrir un importante crecimiento, y al que pasados los años se abandona, regresando al lugar de donde había salido. Peor aún, porque ese final ha tenido un origen, un comienzo, pero un origen y un comienzo que pocos o muy pocos recuerdan.

      V

      La historia de Portbou es breve. En realidad, no hace falta remontarse muchos siglos atrás, aunque tal vez exista un sinfín de sucesos previos que se me escapen. Desconozco quiénes fueron los primeros pobladores del territorio, o cuáles sus primeros asentamientos. Ignoro todos esos datos, porque la historia, o lo que entiendo como historia, comienza tiempo después, con la construcción de una estación internacional de ferrocarril.

      Unos meses antes de venir había empleado casi todo mi tiempo en leer libros de un mismo escritor. Portbou era tan solo un escenario colateral de esa extraña trama que se escondía detrás de una muerte. No digo que no tuviera algunas anotaciones sobre el lugar, pero eran tan vagas, tan imprecisas, que apenas pensaba tomarlas demasiado en cuenta. Me servían simplemente como punto de partida. Algunos datos indispensables para moverme los primeros días, sólo eso. Lo interesante del asunto es que, a medida que pasaban los días, fui descubriendo que el motivo principal de mi viaje iba variando, que había ido a Portbou siguiendo la pista de un autor muerto y que, en su lugar, me había encontrado con un pueblo. Eso es lo que escribí en las páginas de mi diario y eso es lo que recuerdo ahora. En el fondo, en esto consiste rastrear en las cosas, en seguirle la pista a algo y, tiempo después, dejarlo a un lado, porque siempre existen tantos matices que envuelven a lo que andábamos buscando que, llegados a un punto, todo lo que hay alrededor tiene una mayor relevancia, un significado más amplio incluso que el enigma que nos habíamos propuesto resolver. Me refiero a esas capas que hay que traspasar antes de llegar a la resolución del caso, todo lo que orbita en torno a él y que, de alguna forma, nos aclara mejor lo que ha sucedido. Tengo anotado un fragmento en mi cuaderno que resume perfectamente esta idea. Lo escribí algunos días antes de mi llegada a Portbou, mientras leía uno de los libros del autor que me había conducido a este punto del mapa: «Quien sólo haga el inventario de sus hallazgos sin poder señalar en qué lugar del suelo actual conserva sus recuerdos se perderá lo mejor. Por eso los auténticos recuerdos no deberán exponerse en forma de relato, sino señalando con exactitud el lugar en que el investigador logró atraparlos». Retengo ahora la última frase: señalar con exactitud el lugar donde atrapamos nuestros hallazgos. Identificar todas las huellas, todas las trazas, porque en una de esas líneas se encuentra una verdad diferente, una verdad complementaria que abandona su condición marginal y se convierte en una premisa indispensable. Algo que no habíamos previsto en el inicio de nuestro viaje y que al tenerlo frente a nosotros sabemos que por fin hemos encontrado algo.

      Por eso no esperé mucho tiempo en volver a la estación internacional de ferrocarril. Lo hice poco después de que Teresa me hablara de ella. Subí a la estación directamente, sin detenerme en otros lugares más próximos a la oficina de turismo y sin hacer una parada en algún café a mitad de camino. Teresa me había prestado un libro sobre la historia de Portbou y me había marcado el capítulo en el que se explicaba el origen de la estación. Quise leerlo antes de subir. El capítulo era muy breve, como todo el libro. Apenas llegaba a las cien páginas. Además, casi un tercio lo ocupaban fotografías antiguas, al lado de algunas tomadas en fechas más recientes que servían de contraste para que el lector fuera capaz de advertir la prosperidad del pueblo. Como si unas cuantas fotos lograran sustituir la imagen real que teníamos delante, sin la impostura de la cámara.

      La estación me parecía la misma que el día de mi llegada. Aunque la visitara en horas distintas, diría que siempre me resultó idéntica. La misma luz, la escasa claridad que se filtraba desde el exterior, el mismo ajetreo. Una atmósfera semejante la cruzaba de uno a otro extremo, más allá del momento exacto en que me encontrara. El techo acristalado, lleno de arcos, con una compleja red de hierros entrecruzados, me recordaba a un laberinto del que parece imposible escapar. Su estructura abovedada, sus innumerables puertas que se alargaban hasta perderlas de vista, su forma de desplegarse como un túnel perforado en mitad de una montaña, todo eso me generaba una sensación de atemporalidad, como si nada de lo que allí sucediera fuera completamente real.

      El reloj que sobresalía de la pared se había detenido a las cuatro. Tengo anotada la hora en la libreta, las doce en punto, pero el reloj no se movía de las cuatro, ni el primer día que subí, ni los días sucesivos en los que me acercaba tan solo para comprobar si lo habían ajustado a su hora exacta. Verlo así, detenido, me hizo recordar un viaje a Kalavrita, un pueblo situado en el norte del Peloponeso. También allí había un reloj que se había detenido, a las dos y treinta y cuatro exactamente. Una hora que se quedó marcada para siempre en la torre y que, al mirarlo, nos hace retroceder al momento en que el edificio fue incendiado. El reloj funciona como el recordatorio de uno de los sucesos más terribles de la Segunda Guerra Mundial: el 13 de diciembre de 1943, una parte de la población de Kalavrita fue masacrada por el ejército nazi.

      Es el mismo reloj, pienso ahora, aunque en uno exista una voluntad por detener el tiempo y en el otro no sea más que un simple fallo mecánico. Es el mismo porque ambos relojes, fijados en horas distintas, nos hablan del pasado. Por mucho que pretendan abolirlo, su presente estará siempre marcado por un intervalo concreto. Un tiempo que al detenerse también nos detiene, mientras hace perdurar en nosotros una hora lejana en la que anida alguna respuesta. Son esas huellas que adoptan una apariencia de proximidad, esos rastros casi imperceptibles, los que nos ayudan a destilar lo que tenemos delante y nos explican a su manera lo que ha sucedido. El que cruza la estación de Portbou sabe que en ella hay algo que no calla, un silencio que reclama el nombre de lo que vivió allí, lo que perdura en ese lugar a pesar de los años, como un río subterráneo que necesita otro badén antes de que se desborde todo el caudal de agua. Una corriente oculta que agrieta el suelo lentamente, mientras lucha por emerger de nuevo. Su amenaza es la misma que la memoria. En ella también hay recuerdos que nos asaltan sin previo aviso, aunque los creyéramos olvidados en el fondo de un lago.

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