Un final para Benjamin Walter. Álex Chico

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Un final para Benjamin Walter - Álex Chico Candaya Narrativa

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que su lectura hubiera encontrado allí un lugar idóneo, porque Portbou era uno de esos edificios que al llegar a cierto tamaño estaba condenado a su propia destrucción.

      IX

      Hay estaciones que se parecen a catedrales, aunque sean catedrales ya abandonadas. Su única función es la de albergar por unos cuantos minutos los vagones de un tren fantasma. El viaje, entonces, deja de ser un simple tránsito y se convierte en una lectura de símbolos, en una reconstrucción de vestigios y de huellas. En esas estaciones no sólo esperamos la llegada de un tren, sino la vuelta de un pasado remoto, lejano. Es en ese instante, durante el tiempo de espera, cuando sentimos un frío casi glaciar. Surge el miedo ante la perspectiva de perder una combinación de trenes, el miedo a vernos allí para siempre, hasta el final de los días, desplazados en una estación que se mantiene a duras penas, casi a punto de venirse abajo. Pienso en la estación de Portbou, en la de Cerbère, y en otras muchas estaciones perdidas en algún punto del mapa. En la de Monfragüe, por ejemplo. Una estación que está en el origen de mis primeros viajes, cuando volvía a Plasencia desde Barcelona, después de atravesar toda la península. Aún guarda esa imagen espectral, como sacada de otra época. Su origen no lo sitúo en las últimas décadas del siglo XIX, sino más lejos aún. En un tiempo ya clausurado, aunque todavía se detengan algunos trenes procedentes de Madrid. Los edificios que rodean la estación están deshabitados. Poco queda de los trabajadores que debieron ocuparlas, o del trajín que imagino en tiempos anteriores. Ahora no es más que un apeadero aislado entre montañas.

      Hay estaciones que son bellas como puntos de partida y otras que lo son como metas. Existen algunas que son bellas de las dos formas, como origen o destino de un viaje. Me viene a la memoria la Estación Central de Praga. O la de París-Saint-Lazare. Lugares de tránsito que van de uno a otro lado, en los que no importa en qué tramo del trayecto hayamos caído en ellas. Siempre imprimen algo especial, algo único, extraordinario. Sin embargo, hay otras estaciones que no sabemos dónde situar exactamente, si como punto de partida o como un lugar de llegada. Estaciones que conservan una belleza distinta, fuera de toda codificación. No nos sirven como destino, tampoco como inicio de algún viaje. De esa forma construyen su propia epopeya: haciendo de su estatismo una extraña forma de huida. Como si, al detenerse, también avanzaran.

      X

      No subí a las antiguas aduanas durante los primeros días. No me sentía con demasiadas fuerzas como para encontrarme, por segunda vez en poco tiempo, frente a otra muestra de desidia y abandono. Por eso preferí dejarlo para más adelante. Intentaba encontrar una luz distinta, una perspectiva más luminosa de todo lo que tenía delante. Algo que aportara una claridad distinta, que no pareciera a punto de precipitarse por alguna pendiente y cayera después sin que nadie lo notara. Buscaba esa porción de presente invariable, uno de esos instantes que consiguen mantenerse en pie a pesar de todo. Aunque pasen muchos años y el tiempo parezca debilitarlos, hay ciertos momentos y ciertos lugares que han sido capaces de continuar a salvo, incólumes ante cualquier amenaza.

      En Portbou, sin embargo, era difícil no sucumbir ante esos mismos estragos producidos por el paso del tiempo. Todo seguía en pie, pero por alguna parte cojeaban. Grandes edificios que permanecían abandonados, solares y casas vacías, antiguas construcciones ya en desuso. De nuevo, el pueblo parecía estar fuera del mapa, un no lugar que se evadía por la frontera, en la línea divisoria que separa una mitad de otra, como si alguien partiera en dos trozos un papel y arrojara a la basura uno de los bordes que se descuelga de la página.

      No recuerdo el día exacto que vi por primera vez el antiguo ayuntamiento. Debo tener anotada la fecha, pero carece de importancia. Mis días en Portbou se confunden, forman parte de un todo que se va encadenando, como una enredadera que cubre nuestra memoria y la convierte en un algo único, continuado, sin fechas ni días exactos.

      El antiguo ayuntamiento es hoy un edificio semiabandonado, ni siquiera en ruinas. Conserva su estructura como por inercia. A pocos pasos, hay un panel medio oxidado en el que se explica que será rehabilitado, pero la placa donde se inscribe el proyecto se ha ido borrando y apenas pude distinguir en qué consistía exactamente esa rehabilitación. El presupuesto sí que aparece con letras visibles: 20000 euros. En algún lado podemos leer que en un futuro ese edificio se trasformará en un centro de investigación sobre Walter Benjamin. Hay una imagen de cómo quedará tras las reformas. La fachada principal se conservará en su mayor parte y se tratará de ampliar los laterales y la zona trasera, con nuevas ventanas abiertas a la montaña. Sin embargo, las subvenciones, aunque prometidas, nunca llegan. Siempre se posponen.

      En lugar de rehabilitarlo se optó por construir un edificio muy distinto, en otro lugar. El nuevo ayuntamiento es diametralmente opuesto al antiguo: una mole de cemento y hormigón levantada en uno de los extremos del paseo marítimo, llena de ventanas perfectamente alineadas, con esa geometría insulsa de los edificios racionalistas, como les ocurre a casi todos los edificios que idearon los arquitectos rusos durante la dictadura. No se trata de una construcción de grandes dimensiones, pero verlo ahí, enclavado entre el mar y la montaña, es un himno al mal gusto, un ejemplo de ese vicio por edificar lo que sea y como sea que tanto ha perjudicado a buena parte de la costa española, sobre todo en su vertiente mediterránea. En el fondo, ese edificio no es más que la constatación de un hecho: aunque resulte paradójico, sale más barato construir algo nuevo que rehabilitar lo antiguo.

      Mientras escribo esto, me ha venido a la mente una película de Éric Rohmer. No lo pensé cuando estaba frente al nuevo ayuntamiento, pero me parece un paralelismo bastante oportuno. La película de Rohmer se llama El árbol, el alcalde y la mediateca. Pienso en ella ahora porque ahí se narra un caso semejante: la posibilidad de construir un gran centro cultural en lugar de aprovechar para ese fin algunos de los edificios abandonados que aún se mantenían en pie, en un pueblo del norte de Francia. Una mediateca con todas las comodidades para el visitante: teatro, salas de proyecciones, aparcamientos, biblioteca. Daba igual que el uso no amortizara del todo la inversión. Lo importante era situar al pueblo en el mapa, y un edificio viejo no llamaría la atención a sus vecinos de la capital. Las ayudas se destinaban a construir algo nuevo, no para rehabilitar lo que ya estaba edificado.

      Esa es la trampa. Poco importa que no se cumplan las expectativas iniciales. Lo que urge es dejar una impronta en el paisaje, una huella que permita pasar a la posteridad, aunque no beneficie en nada al pueblo ni mejore la vida de sus habitantes. En el fondo, no es más que la mísera megalomanía que invade a muchos políticos cuando descubren que pueden manejar las arcas públicas sin que ocurra nada. Absolutamente nada. Además, siempre cuentan con la socorrida muletilla de mal llamado progreso, y quienes se oponen a sus planes, por muy delirantes que sean, se les incluye inmediatamente en el grupo de los reaccionarios, de los miopes, de los nostálgicos, ese grupo de gente que antepone su visión anticuada de las cosas y se niega a vislumbrar un futuro innovador mucho más atractivo. Con ese planteamiento, los visionarios del progreso tienen carta blanca para hacer y deshacer lo que les venga en gana. Malversaciones, contratos ilegales, favores devueltos, cláusulas, presupuestos inflados, tejemanejes, chanchullos, desmanes. Una potente maquinaria a la que es muy difícil poner freno. Por eso, pasado el tiempo nos encontramos con edificios que ya no sirven para nada. Construcciones faraónicas que nadie emplea, que son el triste recuerdo de una forma de operar demasiado habitual entre quienes confunden lo público y el beneficio privado. Simplemente basta con un breve paseo por nuestras propias ciudades. No creo que debamos invertir demasiado tiempo en encontrar ese tipo de lugares inútiles, vacíos, inservibles, mastodónticos. Edificios que componen el tejido de una ciudad y la convierten en un espacio mucho más vulnerable.

      Todos los lugares arrastran su propia culpa. O dicho de otra forma: todos los lugares cuentan con sus propios culpables. Ciudades, pueblos, distritos, barrios, todos ellos emprenden su particular travesía por el desierto, a la búsqueda de un poco de agua. Un oasis en medio de la nada que les enseñe cómo revivir lentamente, cómo

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