Un final para Benjamin Walter. Álex Chico

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Un final para Benjamin Walter - Álex Chico Candaya Narrativa

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nuevamente en dirección a la montaña.

      XV

      Aunque toda la atención se centre en el túnel y en las escaleras que bajan al remolino de agua, la construcción de Karavan está compuesta por otros dos elementos: un viejo olivo y una plataforma de meditación abierta al horizonte. Los tres se agrupan bajo el nombre de Pasajes, una denominación que guarda una doble referencia: por un lado, el aciago paso de Walter Benjamin por Portbou; por otro, el nombre nos recuerda a su Libro de los Pasajes, una obra que Benjamin no llegó a finalizar y en la que reunía, desde 1927, diversos textos e imágenes que ilustraban los pasajes y los tránsitos de la vida urbana. En algún lugar leí que ese era uno de los manuscritos que llevaba en la famosa maleta perdida. Puede que por ese motivo la guardara con tanto celo, como explican los que estuvieron a su lado durante sus últimas horas. O tal vez no, y en la maleta no conservara ninguna de las páginas de ese libro. Puede incluso que no existiera tal maleta, aunque prefiramos pensar que sí, que aún hay una parte de Benjamin, otra más, que permanece inconclusa, no resuelta del todo, como el libro que supuestamente llevaba consigo.

      Los pasajes son una cosa intermedia entre la calle y el interior, escribió Benjamin. Me parece que no existe una forma mejor de definir el trabajo de Karavan, porque cuando me encontraba en el interior del pasillo, con toda la pendiente que se desplegaba ante mí, con la vista puesta en el mar, en ese trozo de mar y de acantilados que podía observar mientras bajaba, lo que percibía era un estado intermedio entre lo que está fuera y lo que sucede dentro, como si se estableciera un intenso diálogo que convocara a partes iguales al territorio y a la mirada. No existe una comunicación tan viva como esa, una conversación tan llena de matices. No sólo observamos lo que tenemos delante, sino nuestra propia memoria. Durante un tiempo muy breve, el lugar es el único que consigue activar esas zonas ocultas que hemos desplazado a un rincón, esos pliegos velados que necesitan de ciertos paisajes para resurgir nuevamente.

      La mayor parte de las veces, cuando me encontraba dentro del túnel, no sabía con exactitud si estaba inmerso en un camino de ida o de vuelta, si las escaleras eran un sendero que conducía a la huida o al regreso. Me ocurría al detenerme en mitad del pasillo y miraba a uno y otro lado, en ese punto en donde queda a la misma distancia el remolino de agua y el cielo, encuadrado por la puerta metálica de uno de los accesos. La acústica también formaba parte del recorrido, los sonidos que parecían rebotar por todos lados, las voces que llegaban desde alguno de los extremos, aunque no hubiera nadie alrededor y estuviera completamente solo, en medio de un pasillo lleno de escaleras y paredes de metal. Me parece que eso es lo que siempre han generado en mí los pasajes de Karavan, una mezcla de confusión y desconcierto. Era capaz de percibir el sonido de otras voces, como una especie de aleph en el que se convocaran todos los ruidos del mundo, todas las conversaciones del presente y todas las que sucedieron tiempo atrás, ruidos que venían desde muy lejos y me recordaban otras vidas, otros exilios y otras persecuciones. En el fondo, era el mismo túnel por el que intentaba escapar Agustí Centelles, desde la estación internacional de trenes. Sin embargo, en la obra de Karavan es muy difícil escapar. Es casi imposible encontrarnos completamente a salvo, porque siempre hay algo que nos recuerda la amenaza, el asedio. Las verjas que tenemos frente al mirador nos empujan a subir un peldaño más. Igual que el búnker construido por los alemanes en la colina. Al bajar por el pasillo de metal su presencia a lo lejos nos sigue manteniendo en alerta.

      El memorial de Karavan es sólo un tránsito, una promesa. Es la huida hacia delante de quien trata de escapar a toda costa, porque en ciertos momentos la supervivencia nos libera de la condena que supone elegir entre dos posibilidades. Hay una única salida y no hay marcha atrás. Sólo un punto de luz que significa mantenernos con un poco más de vida. Una suma de voces que es una sola voz, una señal que al repetirse se dirige hacia adentro y nos trasmite lo que conoce del exilio y la barbarie. Una voz que, a pesar del dolor y la soledad que acumula en cada palabra, en cada frase, también nos habla de esperanza, de algo parecido a la esperanza.

      XVI

      El Comodoro cerró, así que tuve que trasladarme al único hotel que permanecía abierto en esas fechas, el Juventus. Me instalé en una habitación de la tercera planta. El alojamiento era algo más modesto que el Comodoro. Perdí un baño individual, pero gané un balcón con mejores vistas. Si me inclinaba sobre la barandilla, podía ver parte de la playa.

      Ahí solía coincidir con Xavier, en la terraza del Juventus, frente al solar que servía de aparcamiento improvisado para coches. A veces sólo nos saludábamos y otras podíamos estarnos la tarde entera charlando. Por aquel entonces, mi estancia en Portbou sólo perseguía un único objetivo: escribir un artículo sobre las últimas horas de Walter Benjamin. Un texto que salió publicado poco después en Quimera, la revista para la que trabajo desde hace algunos años. Lo escribí allí mismo en su mayor parte. Tenía notas suficientes como para comenzar a redactarlo, así que decidí no posponerlo demasiado. Pensaba que esa localización podría ayudarme, como si trabajar sobre el terreno me permitiera una cierta fluidez que debía aprovechar antes de volver a casa. Cuando regresé a Barcelona nuevamente, llevaba conmigo ese texto prácticamente acabado. Quizás añadí alguna cosa una vez que estuve de vuelta. Detalles sin importancia, cuestiones formales, correcciones de estilo, estructura del texto… Poco más. El artículo se tituló Un tal Benjamin Walter y salió publicado durante los primeros meses de 2015.

      La historia podía haber acabado ahí. Mi idea de viajar a Portbou y escribir sobre todo eso se había resuelto moderadamente bien. De alguna forma, podía pensar que esa deuda había quedado saldada. Sin embargo, hubo algo que descubrí mientras terminaba de dar forma a ese artículo. Descubrí que mi primer propósito había cambiado, se había trasformado en otra cosa ligeramente distinta. En el texto que se publicó, esa especie de viraje sólo aparece insinuado entre la acumulación de datos y descripciones diversas. Está oculto en la crónica de aquellos paseos por el pueblo en busca de algún rastro que pudiera aclararme lo que sucedió realmente. Cuando volví a casa y comencé a releer lo que había escrito, recuerdo que aquel texto me pareció un palimpsesto que escondía, a su vez, un texto bajo la superficie del papel. Por eso añadí unas pocas líneas antes de concluirlo. Estas: «Fui en busca de un escritor y me acabé encontrando un pueblo. Más aún: acudí al pasado sin saber que sólo me estaba desplazando hacia el presente. Ese tipo de presente que nos asalta de improviso, en un instante y en un lugar concretos, y sobre el que planeamos su propia memoria, como un aura». Eso es lo que añadí. De alguna forma, lo que trataba de explicar, o de explicarme a mí mismo al menos, era que aquel viaje a Portbou no sólo había consistido en contrastar unos pocos datos, sino que la historia se había desplazado de tal manera que había conseguido implicar al propio territorio. Es más, llegado a un punto esa geografía que creía secundaria comenzaba a ocupar un papel esencial en todo lo que yo pudiera escribir sobre el tema, como si lo que rodeaba al suceso tuviera más importancia que el objeto de investigación que me había impulsado a viajar hasta allí. En realidad, acudir al pasado me estaba desplazando hasta el presente, porque la comprensión de un tiempo pretérito, alejado, casi impenetrable, me permitía entender un poco mejor lo que estaba sucediendo en la actualidad.

      Por eso la historia no acabó ahí. Tenía demasiadas notas, demasiados apuntes y quizás también demasiada curiosidad como para no archivar esas páginas y depositarlas entre otro montón de papeles, condenados a una especie de antesala del olvido. Si un artículo como aquel no me bastaba, era porque aún quedaban algunos flecos sin resolver, algunas anotaciones que podía alargar con el fin de acercarme un poco más lo que había visto. Tenía razón Walter Benjamin: se perderá lo mejor quien sólo hace el inventario de sus hallazgos sin señalar en qué lugar conserva sus recuerdos. Por eso los auténticos recuerdos no deben exponerse en forma de relato, sino señalando con exactitud el lugar en que el investigador logra atraparlos.

      Tal vez no hubo investigación, ni hallazgos, ni inventarios, pero sí hubo lugar, sí hubo un suelo

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