Un final para Benjamin Walter. Álex Chico

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Un final para Benjamin Walter - Álex Chico Candaya Narrativa

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naturaleza y que, precisamente por eso, su ubicación no puede desligarse de los elementos naturales que la envuelven. Es al separarlos cuando lo ineludible se vuelve, también, inexplicable. Inútil y aterradoramente inexplicable, cuando deja de ser ley para convertirse en accidente, como escribió Jorge Guillén en uno de sus poemas más célebres. Lejos quedan otros cementerios que no reducen su riqueza al tamaño de sus monumentos funerarios, o a la geometría funcional con la que disponen sus nichos. Me vienen a la memoria muchos cementerios del norte de Europa, de Berlín, Copenhague o París, por ejemplo. De entre todos ellos recuerdo uno especialmente, el cementerio judío de Varsovia, ya en las afueras de la ciudad. Si resulta inabarcable no es sólo por la acumulación dispersa y desordenada de sus lápidas, sino por la forma que tiene para introducirse en un bosque y perder de vista los límites que abarca.

      XIII

      Después de aquella visita durante el primero de noviembre, subí varias veces al cementerio, a los dos cementerios. Solía quedarme un buen rato sentado en las escaleras, mirando el mar sobre el tejado y los cipreses, que parecían dividir el agua en dos mitades. Estar allí no era muy distinto a encontrarse en un barco que realza su perfil en el horizonte, como si hubiera estado navegando durante siglos. A la izquierda, los acantilados trazaban ese espacio difuso que separa un país de otro, una tierra de nadie entre dos aguas. Siempre que recuerdo mi paso por el cementerio de Portbou, me viene a la memoria un poema de Charles Simic. Se titula “Cementerio sobre una colina” y parece escrito allí mismo. Cada vez que lo releo surge en mí esa necesidad por ubicar el territorio del poema en alguno de los pasillos del cementerio o sobre alguna plataforma en la que pudiera divisar el mar debajo. Es el mismo viento de enero que aparece en el poema, las mismas lápidas y la misma mala hierba, son los mismos árboles que se inclinan hasta casi romperse, las mismas hojas muertas que voy pisando mientras trato de recomponer las mismas ramas que caen al suelo.

      Sin duda, uno de los paisajes más bellos en los que he estado nunca, como dicen que le ocurrió a Hannah Arendt cuando visitó el cementerio. Buscaba los restos de su amigo Walter Benjamin. Se lo explica a Gershom Scholem en una carta: «Es un cementerio en terrazas, excavado en la roca; a los ataúdes los depositan en nichos abiertos, en los muros de piedra. Es uno de los lugares más fantásticos y más bellos que he visto nunca».

      Por ese motivo estaba yo también en Portbou. Esa era razón por la que me había pasado unos cuantos meses leyendo sus libros, mientras planificaba una visita al lugar donde, según la versión que conocemos, acabó con su vida. Por eso solía subir al cementerio, para encontrarme más cerca de alguien que ya no estaba. Me cuesta creer que bajo las piedras haya algo, ni sedimentos ni vestigios, ni siquiera huesos. La tumba debió cambiar tantas veces de sitio que es casi imposible imaginar que los restos sigan ahí, tanto tiempo después. En realidad, poco importa. Tal vez lo verdaderamente importante esté en el lugar que se erige ahora, el pequeño dolmen que sobresale de la tierra, las piedras que se acumulan y que dejan constancia de otras visitas, o la placa de mármol en la que aparece un fragmento de su libro Tesis de filosofía de la historia: «No hay ningún documento de la cultura que no lo sea también de la barbarie».

      Pienso en esa frase y me digo que sí, que es cierto, que no existe ningún documento, ningún archivo o registro, incluso ningún cementerio que no nos hable del despotismo y la barbarie. Por eso importa poco que bajo esas mismas piedras aún perduren los restos de Walter Benjamin. En el fondo, lo relevante es que exista un lugar que active nuestra memoria y nos haga recordar por qué alguien como él acabó allí su vida. Algo que me recuerda también a la tumba de Antonio Machado en Collioure. Ignoro si el estado alemán ha pedido alguna vez la repatriación de los restos de Benjamin, siguiendo los pasos de algunos políticos españoles que aún se empeñan en recuperar los restos de Machado, como si esa recuperación solo consistiera en trasladar unos huesos de un sitio a otro y olvidaran por el camino los motivos que les condujeron a morir en un lugar que no era el suyo.

      Encontrarme frente a la tumba de Benjamin era encontrarme también frente a otras tumbas. La de Machado en Collioure o la de Bertolt Brecht en el cementerio de Dorotheenstädlicher Friedhof de Berlín, en donde me entretuve hace unos años buscando las tumbas de Hegel y Heinrich Mann. Pienso en Lourmarin y en su pequeño cementerio situado a las afueras del pueblo, al que se accede siguiendo un camino de tierra que pasa casi inadvertido desde la carretera. Ahí sigue Albert Camus, aunque no sé por cuánto tiempo, porque en repetidas ocasiones han intentado trasladarlo al Panthéon, junto a otros escritores insignes de la república francesa. Posiblemente un pequeño pueblo de la comarca del Luberon, en la Provenza, hable más de él o lo explique mejor que una especie de circuito turístico que parece sepultar por segunda vez a un ser humano.

      Por eso importa poco que la tumba de Walter Benjamin siga guardando sus restos. Lo que realmente debe llamar nuestra atención es esto: que ahí no solo reposa lo que queda de un hombre, sino la suma de restos y de personas que alguna vez huyeron de la barbarie.

      XIV

      El memorial de Dani Karavan, situado a la entrada del cementerio, me hizo creer durante bastante tiempo que Walter Benjamin se había suicidado arrojándose al mar. Me parece que no fui el único en pensarlo. Lo comentó el mismo Karavan en una ocasión, durante una entrevista con David Mauas, el director argentino que rodó un documental sobre las últimas horas de Benjamin en Portbou. Creía que aquel pasillo de metal que desciende por el acantilado estaba dibujando la forma que había elegido Benjamin para acabar con su vida. Eso pensé durante unos años, cuando apenas conocía lo que había sucedido realmente, si es que alguna vez sabremos a ciencia cierta lo que ocurrió durante esas últimas horas.

      En ocasiones, no entraba al cementerio. Sólo subía a la colina para acercarme al memorial. De hecho, creo que no hubo un solo día en el que no visitara la obra de Karavan. A veces iba a primera hora de la mañana, cuando el pueblo comenzaba a salir de su letargo nocturno. Otras, me acercaba poco antes de que anocheciera. Lo que realmente me atraía era encontrarme allí durante esas horas intermedias que sirven de tránsito entre un estado y otro, a medio camino entre la luz y la oscuridad, como esos días en los que parece no haber amanecido completamente y todo está inmerso en una atmósfera difusa, real e irreal al mismo tiempo. Algo así como los breves instantes que separan la vigilia del sueño. El cielo plomizo, amenazando con descargar toda la lluvia del mundo, se interponía en mi forma de observar el pueblo desde arriba. La bahía era una ficción, igual que los bloques de pisos que se esparcían por la ladera, o la torre de la iglesia. La estación internacional de ferrocarril parecía formar parte de una fantasmagoría. Su tono grisáceo se mimetizaba con el paisaje, lo convertía en algo único, excepcional, como el interior del túnel de Dani Karavan.

      Había visualizado ese mismo túnel en varias ocasiones antes de ir a Portbou, pero nunca imaginé lo que supondría bajar por las escaleras hasta encontrarme con el panel de cristal, poco antes de pisar las rocas en las que, con una pesadez mecánica y rutinaria, rompen las olas. A veces sólo llegamos a conocer completamente algo si nos encontramos dentro de él, aunque tanta lectura previa nos haya hecho creer que ya lo habíamos interiorizado del todo. Por mucho que hubiera visto imágenes o por muchos comentarios y explicaciones que hubiera leído, la experiencia que supuso adentrarme en aquel túnel fue mucho más intensa, más vigorosa de lo que imaginaba en un comienzo.

      Antes de visitarlo, sólo contaba con unos pocos datos que había escrito en mi libreta. Cuándo se comenzó a construir, por ejemplo, o cuándo se inauguró. También una idea que leí en varios manuales, como si se hubieran copiado unos a otros: Karavan no sólo incorpora el paisaje, sino que es el paisaje el que activa la obra, porque visto desde el aire parece un pliegue que divide la montaña y la convierte en un paisaje granítico y oxidado. Esa era la descripción técnica que había leído, aunque no supiera exactamente a qué se refería. No digo que no sea una buena descripción, pero dudo mucho de que eso me bastara para entender lo que hizo Karavan. Para entenderlo, o para

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