Un final para Benjamin Walter. Álex Chico

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Un final para Benjamin Walter - Álex Chico Candaya Narrativa

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no concluirá nunca, a menos que sea capaz de atravesar algún túnel y consiga abandonar el pueblo. Una sensación de clandestinidad que se filtra en cada uno de los rincones, en cada una de las calles y vías, como si todo formara parte de una terrible amenaza. Como si, en lugar de simples viajeros, fuéramos prófugos que intentan huir de un gran ejército que lleva tiempo siguiéndonos los pasos.

      Tal vez haya un exceso de imaginación en todo esto, una acumulación de libros leídos y de películas, imágenes previas de las que resulta imposible sustraerse. Una asociación de ideas que solo adquiere una dimensión lógica dentro de nosotros. Quizás no haya nadie tan preocupado por estas cuestiones mientras baja del tren y cambia de vías. O vuelve al pueblo desde Barcelona. Posiblemente yo fuera el único al que le asaltaran ese tipo de dudas, de sospechas. Imagino que los habitantes de Portbou tienen tan interiorizado ese trayecto que apenas signifique nada estar dentro de una estación como esa. Un lugar de tránsito, poco más. Tal vez no deba sorprenderme esa situación. Al fin y al cabo, fui a Portbou buscando a alguien que estaba siendo perseguido por un ejército. Por eso no es tan extraño que yo, en ese lugar y a esa hora, también me sintiera amenazado. A veces resulta extremadamente complicado liberarse de todas las fases previas, de todo lo que nos han narrado y de las imágenes que habíamos visualizado antes de encontrarnos frente a ellas.

      En ese lugar yo también era Hannah Arendt, Agustí Centelles o Alma Mahler. Y era, también, Walter Benjamin.

      VI

      Recordé una frase de W. G. Sebald mientras leía el capítulo que me había señalado Teresa. Estaba sentado en el Zambile, un bar que encontré a pocos pasos de la estación. En frente de la terraza, un estanco frecuentado por bastantes clientes, sobre todo franceses que bajaban a Portbou a comprar cajetillas de tabaco.

      Me había pedido un café y tenía abierto uno de los cuadernos, por si tenía que apuntar alguna cosa. La frase de Sebald que anoté era esta: a partir de cierto tamaño, todos los edificios llevan el germen de su propia destrucción. Eso es lo que pensé cuando levantaba la vista y veía la estación internacional de ferrocarril. Una construcción desproporcionada, demasiado grande para un lugar tan pequeño, al menos si tenemos en cuenta el número de viajeros que la usan. Los habitantes de Portbou emplean una frase que describe perfectamente las enormes dimensiones de una instalación como esa. Portbou, dicen, no es un pueblo que tenga una estación, sino al revés: es la estación la que tiene un pueblo construido a su alrededor.

      Puede que durante los primeros años de funcionamiento su actividad fuera mucho más frenética de lo que es hoy. No lo sé. Su condición fronteriza o su proximidad con la costa pudieron ser dos de los estímulos que llevaron a construir algo de esas proporciones, porque si observamos la estación desde alguna colina próxima, descubrimos una mole enorme, pesada, un extenso mar de vías y de edificios más impactantes incluso que la orografía del territorio en el que se encuentra.

      A partir de cierto tamaño todos los edificios guardan el germen de su destrucción. De esta manera podemos resumir el inicio de esta historia. Portbou podía haber sido una pequeña ensenada con barracas de pescadores, pero algo sucedió para que se trasformara en un lugar distinto. Así se iniciaba también una extraña paradoja: el comienzo de su construcción estaba anticipando su propio final.

      VII

      Según el libro que me prestó Teresa, la estación fue construida originalmente en 1878, gracias a la Compañía de los Ferrocarriles de Tarragona a Barcelona y Francia, fusionada más tarde con la red Madrid-Zaragoza-Alicante. En alguna otra parte tenía anotada otra fecha para el inicio de la construcción: 1872. No recuerdo si es algo que leí o que me explicaron. Tampoco he podido confirmarlo. En todo caso, hablamos del último tercio de un siglo tan apasionante y tan convulso como debió de ser el XIX. La estación fue inaugurada en 1878, aunque posiblemente fuera distinta a la que conocemos en la actualidad, más parecida a otras construcciones del estilo, como la Estació de França en Barcelona o la de São Bento en Oporto.

      Después de la fusión entre las dos compañías ferroviarias, la estación se amplió todavía más. Se añadió una gran marquesina de metal y vidrio, obra de los talleres de Joan Torras i Guardiola, el que fuera maestro de otros arquitectos: Font Carreras, Elies Rogent o el mismo Antoni Gaudí. Hay otros datos que apunté en mi libreta. Hacen referencia a la distribución del edificio: doce vías de ancho ibérico, una oficina de policía, otra para venta de billetes, un punto de información, una cafetería, un aseo. En un lateral, bajo la marquesina, se instalaron dos vías de ancho internacional y dos andenes que usan los ferrocarriles franceses. Ahí terminan su trayecto. Después regresan vacíos a Francia, como les ocurre a los trenes españoles que se detienen en Cerbère.

      El libro conserva algunas frases subrayadas por un lector anterior. Muy pocas, pero unas cuantas en todo caso. También en el capítulo que leí mientras apuraba el café en la terraza del Zambile. Una de ellas es esta: «Dado su carácter internacional, la estación dispone de un edificio para viajeros. La estructura posee unas grandes dimensiones y se compone de una planta rectangular y tres pisos de altura». Lo que aparece subrayado es la primera parte de la frase, eso del carácter internacional, como si aquel lector desconocido quisiera dejar bien claro por qué se había construido un edificio así. Tal vez fuera la misma Teresa, aunque lo dudo. Las veces que hablé con ella me daba la impresión de que tampoco entendía cuál fue el motivo que hizo pasar las vías por un territorio tan abrupto. Una obra de ingeniera inexplicable, porque existen lugares, algunos relativamente cercanos, mucho más manejables por los que trazar un recorrido como ese.

      Hay otro dato interesante. El edificio contaba con unas oficinas de aduanas que fueron cerradas por la apertura de fronteras en Europa. Es una información clave, porque en último término nos conduce a la situación actual del pueblo. Volvemos a la paradoja: cuando se abren las fronteras, las aduanas se cierran. Ese hecho, que sin duda nos pareció un espléndido avance, tiene lecturas particulares que a menudo olvidamos. Una de esas historias se localiza aquí, en Portbou. Mientras los europeos disfrutábamos de un camino sin fronteras, los edificios dedicados a controlar el paso de viajeros de un país a otro caían lentamente en el olvido. Lentamente también se abandonaban.

      VIII

      Figueres y Perpignan han sustituido a Portbou y a Cerbère. Ambas se van trasformando en un recuerdo cada vez más lejano. Dos puntos neurálgicos prácticamente abandonados, dos vestigios de un pasado remoto, dos manchas desfiguradas entre collados y senderos, dos sombras. Eso es lo que son. Sobreviven gracias a un ancho de vía, pero en cuanto ese ancho de vías desaparezca, en cuanto ya no exista la obligación de cambiar de trenes, todo lo que está a su alrededor desaparecerá para siempre. Por eso me vino a la mente aquella frase de W. G. Sebald. La construcción de esas edificaciones escondía en su interior un terrible peaje. Una trampa. Quién podía imaginar que el progreso, o lo que se creía como progreso, traería el germen de su propia destrucción. Muchos regalos se envenenan con el paso del tiempo, y sin embargo seguimos dejándonos llevar por el entusiasmo, por ese delirio de lo nuevo, aunque lleve inscrito en algún pliego oculto el acta de su propia defunción.

      Aún es pronto para saber qué ocurrirá con Portbou o con Cerbère. O quizás sea demasiado tarde y apenas existan posibilidades de enmendar lo sucedido. Sólo el tiempo podrá explicarnos algo. No obstante, es el presente quien nos llama. El único al que podemos acceder a pesar de todo. No existe más certeza que esa. Y mi presente, justo en el lugar donde me encontraba, se reducía a una terraza por la que no pasaba nadie. Absolutamente nadie. Tenía razón Teresa y tenían razón algunos de los habitantes de Portbou con los que charlé durante aquellos días. Alguien se había inventado un pueblo para luego abandonarlo.

      No creo

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