Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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Dios bendiga a William del pueblo,
que durante largo tiempo guíe la nave
de la libertad y la emancipación,
Dios bendiga al viejo gran hombre.
Sin embargo, los niños que escuchaban de cuando en cuando preferían las noches en que se contaban historias. Historias que helaban la sangre y ponían los pelos de punta, como la del fantasma de la carretera que, a poco más de un kilómetro de donde estaban, había sido visto, si acaso un ente invisible puede ser visto, agitando un candil encendido y persiguiendo a los desprevenidos viajeros. O la del hombre del pueblo vecino que había salido de casa en mitad de la noche con la intención de conseguir medicinas para su mujer enferma y se había topado con un enorme perro negro de ojos llameantes —el diablo, evidentemente—. Otras veces la conversación derivaba hacia los viejos tiempos de los ladrones de ovejas y entonces se acordaban del fantasma que, según contaban, todavía frecuentaba el lugar donde ahora se alzaba el cadalso; o de la mujer sin cabeza vestida de blanco que cada noche, cuando el reloj daba las doce, cabalgaba sobre el puente en dirección a la ciudad a lomos de un caballo también blanco.
Una fría noche de invierno, cuando alguien estaba contando esa historia, el doctor, un anciano de ochenta años que todavía recorría kilómetros a diario atendiendo a los enfermos de los pueblos vecinos, detuvo su calesa a la entrada de la taberna y entró para tomarse un brandi caliente con agua.
—Señor —dijo uno de los hombres—, estoy seguro de que usted ha cruzado muchas veces el Puente de la Dama a medianoche. ¿Cree haber visto algo por allí?
El doctor negó con la cabeza.
—No —respondió—. No puedo decir que haya visto nada. Sin embargo —añadió, e hizo una pausa para enfatizar sus palabras—, sí que hay algo muy curioso. Durante los cincuenta años que llevo con vosotros, como sabéis, he tenido muchos caballos y ninguno de ellos ha querido atravesar el puente en plena noche a menos que lo azuzara. Por supuesto, no puedo saber si ellos son capaces de ver más que nosotros, mas ahí queda la historia. Buenas noches, señores.
Además de esos cuentos de fantasmas del dominio público y bien conocidos por todos, había historias familiares sobre amenazas de muerte, o sobre madres, padres o esposas que se habían aparecido después de morir para advertir, aconsejar o acusar a sus familiares. Pero aquello no pasaba del mero entretenimiento, pues nadie creía realmente en fantasmas. Si bien es cierto que algunos habían ido de noche a lugares embrujados movidos por la curiosidad, aunque todos terminaban por decir lo mismo: «Bueno, si los vivos no nos hacen daño, tampoco pueden los muertos. Los buenos no querrían volver y a los malos no se lo permitirían».
Las noticias de los periódicos daban lugar a otros cuentos de horror. Jack el Destripador recorría las calles del East End de Londres asesinando a mujeres y cada noche aparecía el cadáver descuartizado de otra desgraciada. En la aldea se hablaba de esos crímenes durante horas y todo el mundo tenía su propia teoría sobre la identidad y los motivos del esquivo asesino. Los niños se horrorizaban con tan solo escuchar su nombre y su oscura figura era la causa de muchas noches insomnes plagadas de pesadillas. Padre estaría martilleando en el cobertizo y Madre cosería tranquilamente sentada en su butaca en el piso de abajo, pero el Destripador, el Destripador estaría aún más cerca, ¡pues podía haber entrado sigilosamente durante el día y ahora estaría escondido en el armario del rellano!
Había una historia curiosa relacionada con los fenómenos naturales. Varios años atrás, la gente de la aldea había visto a todo un regimiento de soldados marchando por el cielo en formación, a ritmo de pífano y tambor. Después de indagar, descubrieron que un regimiento había pasado a esa misma hora por la carretera cercana a Bicester, a unos diez kilómetros de distancia, por lo que concluyeron que la aparición en el cielo debió de haber sido fruto de algún insólito reflejo.
Algunas historias contaban bromas pesadas, a menudo crueles, pues en la década de los ochenta el sentido del humor no era demasiado refinado, y al parecer en tiempos pasados había sido incluso peor. Todavía era habitual allí picar a la gente gritando su mote o alguna coletilla, y había en la aldea una mujer muy anciana e inocente a la que llamaban «Contra viento y marea». Una noche de invierno años atrás, en plena tormenta de nieve, un grupo de jóvenes inconscientes había llamado a la puerta de su casa y habían sacado de la cama a la mujer y a su marido para contarles que su hija, que estaba casada y vivía a cinco kilómetros de allí, había pedido que avisaran a sus padres, pues había caído enferma.
Después de ponerse toda la ropa de abrigo que poseían, los dos ancianos encendieron un candil y salieron de casa, seguidos de cerca por la pequeña comitiva de desaprensivos. Caminaron un trecho a través de la nieve, pero la carretera estaba impracticable y el viejo sugirió que regresaran. La mujer se negó y, decidida a atender a su hija en un momento de necesidad, siguió avanzando a trompicones y animando a su marido: «¡Vamos, John! ¡Contra viento y marea!», y «Contra viento y marea» la habían llamado desde entonces.
Sin embargo, y aunque fuera lentamente, en los ochenta los gustos estaban cambiando y una historia como esa, si bien no había caído en el olvido, ya no provocaba las estruendosas carcajadas de otros tiempos. Quizá algunas risitas disimuladas y después silencio, o en todo caso algún comentario de censura: «Pues a mí me parece una vergüenza burlarse así de unos pobres ancianos. Y ahora cantemos una canción para quitarnos el mal sabor de boca».
Toda época es una época de transición, pero la década de los ochenta lo fue de un modo especial, pues el mundo se adentraba entonces en una nueva era, la era de la industrialización y los descubrimientos científicos. Los valores y las condiciones de vida se estaban transformando en todas partes e incluso para la gente sencilla del campo el cambio resultaba evidente. El ferrocarril había conseguido acercar los puntos más distantes del país, los periódicos llegaban a todos los hogares y la mecanización se imponía rápidamente al trabajo manual, en cierta medida también en las granjas. La comida se compraba en las tiendas y, cada vez más a menudo, los alimentos llegaban desde países remotos para sustituir a los productos cultivados y elaborados en casa. Los horizontes se ampliaban y, de ese modo, el desconocido de un pueblo situado a casi diez kilómetros ya no era visto como «un furastero».
No obstante, mientras todos estos cambios se sucedían, la vieja civilización rural pervivía. Las tradiciones y costumbres que habían sobrevivido al paso de los siglos no desaparecían sin más. Los niños de las escuelas públicas jugaban a los mismos juegos y cantaban al ritmo de las viejas canciones, las mujeres aún «esquileaban» en los campos después de que las máquinas los segaran, y hombres y muchachos seguían entonando las antiguas baladas y canciones tradicionales al tiempo que tarareaban los éxitos del momento. De modo que cuando ahora sonaban canciones en el Carros y Caballos, el resultado solía ser una curiosa mezcla de lo antiguo y lo nuevo.
Durante las conversaciones, los más jóvenes —o «mozuelos», como se les llamaba hasta que se casaban— apenas participaban. Y de haber querido hacerlo les habrían parado los pies, pues aún no había llegado la época del imperio de la juventud; y, como decían las mujeres, «A los gallos viejos no les hace ninguna gracia que los jóvenes empiecen a cacarear». Pero en cuanto llegaba la hora de las canciones, toda la atención de las gallinas recaía en ellos, que eran la novedad.
En la taberna, ellos entonaban canciones nuevas entonces y que han perdurado hasta hoy. Sobre la tapia del jardín, con sus numerosas parodias, Tommy, déjale sitio a tu tío, Dos hermosos ojos negros y otras tonadas «cómicas» o «sentimentales del momento». Las más populares solían llegar, melodía y letra incluidas, desde el mundo exterior. Y a otras, extraídas del cancionero que la mayoría de ellos llevaba siempre en el bolsillo, el tonadillero de turno se encargaba de ponerles música sobre la marcha. Tenían buenas voces