Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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Canciones y versos picantes se escuchaban también tras la esteva del arado o entre los arbustos, pero en ningún otro lugar. Algunas de esas rimas obscenas estaban tan bien compuestas que quienes han estudiado la materia atribuían su autoría a mentes más ilustradas (en la iglesia o en la escuela) y caídas en desgracia. Y es posible que así fuera, aunque lo más probable es que nacieran en los mismos campos, pues en aquellos días la gente asistía habitualmente a la iglesia, por lo que los feligreses solían tener la mente bien surtida de himnos y salmos, y a algunos de ellos se les daba muy bien parodiarlos.
Estaba, por ejemplo, el de «La hija del sacristán», en el que la joven damisela aludida en el título se presentaba en la iglesia la mañana de Navidad para decirle a su padre que la carne de ternera que siempre le regalaban por esas fechas había llegado a casa justo después de que él se marchara. Cuando la muchacha llegó a la parroquia la misa ya había empezado, y la congregación, dirigida por su padre, estaba entonando un salmo, mas eso no le impidió acercarse a su padre y decir:
—Padre, la carne ha llegado. ¿Qué debe hacer Madre?
Y la respuesta no se hizo esperar:
—Dile que reserve lo más jugoso y olvide las insulseces, pues esta noche quiero cenar su más dulce manjar.
Sin embargo, ese tipo de chanzas no bastaban para el tipo de hombre aficionado a esas lides, pues solía aderezarlas con todo tipo de rimas soeces en las que además introducía los nombres de amantes honestos para mofarse de ellos. Aunque nueve de cada diez oyentes desaprobaban sus chanzas y se sentían incómodos, tampoco hacían nada para ponerles freno, aparte de decirle: «¡Suave, que te van a oír los chiquillos!» o «¡Ten cuidaado que puede aparecer alguna mujer por el camino!».
Pero el lascivo provocador no siempre se salía con la suya. Hubo una vez en que un joven soldado, que acababa de volver a casa tras cinco años de servicio en la India, se sentó al lado del pícaro juglar a la hora de comer. Después de escuchar sin inmutarse una o dos de sus improvisadas canciones, miró al cantante y le dijo sin más: «Deberías lavarte esa sucia boca».
Como respuesta el otro improvisó otra chirigota en la que introdujo el nombre de su antagonista. Entonces el exsoldado se levantó y agarró al poeta por la pechera, lo tiró al suelo y, tras una breve refriega, le metió en la boca un buen puñado de tierra y guijarros. «¡Bueno, eso al menos te servirá como enjuague!», dijo propinándole una última patada en el trasero, mientras el otro se escabullía entre los arbustos, tosiendo y escupiendo.
Algunas mujeres seguían trabajando en los campos. Por lo general, lo hacían lejos de los hombres y en la mayoría de los casos ni siquiera en las mismas plantaciones. Además, tenían sus propias tareas, como desbrozar o sachar, recoger piedras y plantar nabos y remolacha; y cuando llegaba el mal tiempo remendaban sacos en el granero. Según se contaba, antiguamente eran muchas las que lo hacían, criaturas indómitas y mugrientas, que no veían inconveniente alguno en tener cuatro o cinco hijos sin estar casadas. Esos tiempos habían terminado, aunque la reputación de aquellas había sido suficiente para que a la mayoría de las mujeres les disgustara la idea de «trabajar en los campos». En la década de los ochenta, una media docena de mujeres de la aldea lo hacían, en su mayoría madres de mediana edad respetables que ya habían criado a sus hijos y tenían tiempo libre, disfrutaban de la vida a la intemperie y de la posibilidad de tener semanalmente unos pocos chelines que pudieran considerar suyos.
Sus jornadas de trabajo, organizadas para que pudieran llevar a cabo las tareas del hogar por la mañana antes de marcharse y preparar la cena de sus maridos al regresar, eran de diez a cuatro, con una hora de descanso para comer. Su salario era de cuatro chelines a la semana. Se protegían la cabeza del sol con una cofia y llevaban botas con suela claveteada, guardapolvos de hombre y delantales de sarga para proteger la parte baja del cuerpo. Una de ellas, la señora Spicer, fue la primera en usar pantalones y solía ponerse unos de pana de su marido. Las demás se las apañaban con trozos de pantalones viejos que usaban como polainas. Fuertes, sanas, curtidas por los elementos y duras como clavos, trabajaban durante todo el año, salvo cuando el clima era más extremo, y solían decir que «se volverían locas como cabras» si tuvieran que quedarse todo el día encerradas en casa.
Al verlas trabajar inclinadas en fila sobre la tierra, tan parecidas como guisantes en la misma vaina, ningún forastero habría sido capaz de distinguirlas. Sin embargo, no era así. Estaba Lily, la soltera, grande y fuerte, tan bruta como un caballo de carga y morena como una gitana, con el polvo del campo incrustado en la piel y oliendo a tierra incluso cuando estaba en casa. Años atrás un hombre la había traicionado y había jurado que no se casaría hasta haber criado al chiquillo que había tenido con él. Un juramento bastante innecesario, pues, según decían sus vecinos, era una de las pocas mujeres realmente feas que había en el mundo.
En la década de los ochenta era una mujer de cincuenta años, una criatura de la tierra de toscos modales cuya vida se reducía a trabajar, comer y dormir. Vivía sola en su diminuta casita, en la que, según alardeaba, podía preparar la comida, comérsela y recogerlo todo sin necesidad de levantarse de su silla junto al fuego. Sabía leer un poco, pero ya había olvidado cómo se escribe, y la madre de Laura redactaba sus cartas para su hijo, destinado en la India.
Y allí estaba la señora Spicer con sus pantalones, de lengua afilada y ya entrada en años, pero independiente y honesta, que alardeaba de no deberle un solo penique a ningún hombre y de no necesitar absolutamente nada de nadie. Su marido, un hombre menudo y algo calzonazos, la adoraba.
Muy distinta de todas las demás era la afable señora Braby, de mejillas sonrosadas, que siempre llevaba en el bolsillo una manzana o un paquetito con caramelos de menta por si se encontraba con alguno de sus niños favoritos. En su tiempo libre era una voraz lectora de noveletas y, reservando una parte de los cuatro chelines que ganaba, se había suscrito a la revista cultural Bow Bells y al semanario Family Herald. En una ocasión se encontró con Laura cuando la niña regresaba de la escuela y comenzó a contarle el argumento de una novela por entregas que estaba leyendo, titulada Su reina del hielo, en la que la heroína, rica, hermosa y gélidamente virtuosa, vestida de terciopelo blanco y plumón de cisne, a punto estaba de romperle el corazón al héroe de la historia a cuenta de su fría indiferencia, hasta que finalmente se derretía y se entregaba por completo a él. No obstante, como era de esperar, la trama no era tan simple, pues también incluía a un pérfido coronel. «¡Ay, qué colonel tan odioso!», exclamaba de cuando en cuando la señora Braby. Lo pronunciaba así, con ele, y a Laura le resultaba tan molesto que finalmente le dijo: «Pero no dirían colonel, ¿verdad, señora Braby?». Lo que las llevó a zambullirse en una acalorada discusión sobre ortografía. «Co-lo-nel, se dice colonel. ¿En qué estás pensando, chiquilla? ¿Es que hoy día no os enseñan nada en la escuela?». La mujer se quedó muy ofendida y durante varias semanas no le dio a Laura ni un solo caramelo; lo que le estuvo bien empleado, pues no se debe corregir a los mayores.
Había un hombre que solía trabajar con las mujeres o en el mismo campo donde les tocara faenar. Era un hombre pobre y enfermizo y no demasiado fuerte que iba ya para viejo, de modo que habían decidido ponerlo a trabajar por medio jornal. Todo el mundo lo llamaba «Algy» y no era natural de la aldea. Había aparecido de repente años atrás y nunca hablaba acerca de su pasado. Era alto y