Trilogía de Candleford. Flora Thompson

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Trilogía de Candleford - Flora Thompson Sensibles a las Letras

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a seguir su camino, dando un rodeo, sin que el inesperado suceso dejara una huella demasiado profunda en su subconsciente.

      Desde el día en que los dos hermanos comenzaron a asistir a la escuela, ambos se sumergieron de lleno en la vida de la aldea, compartiendo las tareas, los juegos y trastadas de sus compañeros más jóvenes, y recibiendo insultos o palabras amables dependiendo de la situación. No obstante, aunque vivían en las mismas circunstancias y, por lo general, reían y lloraban por los mismos motivos, alguna particularidad a la hora de ver el mundo les impedía aceptar como algo natural cuanto allí sucedía, igual que hacían los demás niños. Pequeños detalles que a otros les pasaban desapercibidos, a ellos les resultaban interesantes, tristes o alegres. No pasaban por alto nada de lo que ocurría a su alrededor. Las palabras que escuchaban a diario, y que sus interlocutores pronto olvidaban, quedaban grabadas en su memoria, y las acciones y reacciones de los demás dejaban en su interior una huella profunda e indeleble que daba lugar a imágenes del pequeño mundo en el que vivían que los acompañarían para siempre.

      Sus vidas los llevarían a ambos muy lejos de la aldea. Edmund viajó por Sudáfrica, India y Canadá antes de reposar en su tumba de soldado en Bélgica. Una vez presentadas aquí sus credenciales, tan solo aparecerán en el libro como observadores y comentaristas del escenario rural que los vio nacer y donde vivieron sus primeros años.

      2. Coconut shy, en el original. Se trata de un juego típico de las ferias de pueblo en el que había que derribar cocos colocados en postes lanzándoles bolas de madera.

      3. Mary Elizabeth Braddon (1837-1915), popular escritora de novelas de la época victoriana.

      III

      Hombres en el campo

      Después de caminar dos kilómetros y medio por la estrecha y recta senda que discurre en dirección contraria a la carretera general, tras un recodo del camino que impide verlo desde la aldea, se encuentra el vecino pueblo de Fordlow. Allí, una vez pasado el desvío, el escenario cambiaba, y los vastos campos para el cultivo de cereales daban paso a praderas bordeadas por olmos y surcadas por pequeños arroyos. El pueblo estaba situado en un lugar solitario y aislado, y era pequeño, mucho más que la aldea. No tenía tienda, ni taberna ni oficina de Correos, y casi diez kilómetros lo separaban de la estación ferroviaria. La pequeña y achaparrada iglesia, sin torre ni aguja, se alzaba discretamente junto al humilde cementerio que, a lo largo de varios siglos desde su consagración, había ido ascendiendo hasta ocupar una posición bastante elevada sobre la carretera. Toda la zona estaba rodeada por olmos de gran altura que oscilaban a merced del viento y entre cuyas ramas se había instalado una colonia de grajos que graznaban a todas horas. Al lado estaba la vicaría, que hasta tal punto se hallaba rodeada de árboles y matorrales que lo único que se podía ver desde la carretera eran sus chimeneas. Después, la vieja granja estilo Tudor, con sus ventanas ajimezadas de piedra y su notoria mazmorra. Estos lugares, junto con la escuela y una docena de casas ocupadas por el pastor, el carretero, el herrero y unos cuantos trabajadores de la granja con más categoría que los jornaleros, conformaban el pueblo. Incluso esos pocos edificios estaban desperdigados a lo largo de la carretera, tan lejos unos de otros y hasta tal punto rodeados de vegetación que daba la sensación de que no existía pueblo alguno. Los habitantes de la pequeña localidad solían burlarse con una anécdota según la cual un forastero había preguntado al pasar por allí por dónde se iba a Fordlow después de haberlo atravesado. Para los vecinos de la aldea, los del pueblo eran unos «estirados», mientras los del pueblo consideraban a los aldeanos «poco menos que gitanos».

      Exceptuando a los dos o tres hombres que frecuentaban la taberna, los vecinos del pueblo raras veces visitaban la aldea, que para ellos representaba el último confín del mundo civilizado. Los aldeanos, por otra parte, conocían de memoria la carretera que unía ambos lugares, pues la escuela, la iglesia y la granja, donde trabajaban la mayoría de los hombres de la aldea, estaban en Fordlow. En Colina de las Alondras únicamente tenían la taberna.

      Muy temprano por la mañana, antes del amanecer y durante gran parte del año, los hombres de la aldea se vestían de mala manera, desayunaban a base de rebanadas de pan con manteca de cerdo, cogían el cesto con la comida que sus mujeres habían dejado preparado la noche anterior y echaban a andar sin perder un minuto atravesando campos y saltando cercados. Lograr que los niños se levantaran no era tan fácil. Las madres los llamaban a gritos y los sacudían, y algunas mañanas de invierno incluso se veían obligadas a sacar a rastras de la cama a chiquillos de once y doce años. Entonces llegaba el momento de ponerse las botas, a menudo por la fuerza y con los pies doloridos a causa de los sabañones, pues, a pesar de haber pasado la noche secándose junto a la rejilla de la chimenea, estaban aún duras como tablones. A veces los más pequeños lloraban de dolor y para animarlos su madre les recordaba que solo eran botas, no calzones de los de antes. «Suerte tienes de no haber nacido cuando estaban hechos de cuero», decía, y después le contaba la historia de un chiquillo de la generación anterior cuyos calzones estaban tan tiesos después de haberlos secado que tardaba una hora entera en ponérselos.

      —¡Paciencia! Ten paciencia, hijo mío —lo alentaba su madre—. ¡Acuérdate de Job!

      —¡Job! —resoplaba el chiquillo—. ¿Qué sabía él de paciencia? ¡Él no tenía que llevar calzones de cuero!

      Los calzones de cuero habían desaparecido en los ochenta y ya solo eran recordados en ese tipo de historias. El carretero, el pastor y algunos de los jornaleros más viejos todavía vestían el guardapolvo tradicional e iban tocados con un sombrerito de fieltro redondo de color negro, como los que antiguamente llevaban los clérigos. No obstante, ese viejo estilo campestre en el vestir ya estaba obsoleto y la mayor parte de los hombres llevaban rígidos monos de pana de color marrón, o en verano pantalones de pana y una chaqueta de faena oscura que todos llamaban el pingo.

      La mayoría de los jóvenes y los que estaban en la flor de la vida eran hombres recios de rostro rubicundo, estatura media y fuerza descomunal, que se enorgullecían de los pesos que eran capaces de levantar y alardeaban de no haber sentido «dolores y menos aún molestias» en toda su vida. Los mayores caminaban encorvados, tenían las manos callosas e hinchadas y les costaba moverse, pues padecían las consecuencias de una vida trabajando a la intemperie, ya lloviera, nevara o hiciera sol, de las cuales el reumatismo era la más frecuente. Estos aldeanos entrados en años solían llevar una barbita ya gris bajo el mentón que iba de oreja a oreja y los jóvenes lucían grandes bigotones de morsa. Uno o dos de ellos, adelantándose a la moda de aquel tiempo, iban completamente afeitados. Aunque siendo el sábado el único día en que se afeitaban, el efecto de ambos estilos se perdía casi por completo cuando se aproximaba el fin de semana.

      Todavía hablaban el dialecto de la región en el que las vocales no solo se alargaban, sino que en muchas palabras llegaban a duplicarse. «Chico» era «chiico»; «carbón» se convertía en «caarbón»; «balde» se decía «baldee», etcétera. En otras palabras, las sílabas se enredaban y las palabras se mezclaban, como en «pan-i-maneca» por «pan y manteca». Tenían cientos de refranes y proverbios y sus conversaciones estaban repletas de símiles. No había nada que estuviera solo caliente, frío o que fuera sencillamente de un color. Las cosas estaban «calientes como el infierno» o «frías como el hielo», eran «verdes como la hierba» o «amarillas como guineas». Hacer un trabajo chapucero con falta de materiales era «como llevar un sombrero con la cinta cortada por la mitad»; tratar de convencer o alentar a alguien que no espabila era como «poner una cataplasma en una pierna de madera». Los nerviosos eran como «gatos saltando sobre un puñado de brasas»; estar enfadado era estar «furioso como un toro». Cualquiera podía acabar siendo de un momento a otro «más pobre que una rata»; estar «más enfermo que un perro» o «más afónico que un cuervo»; ser «más feo que el pecado», «más

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