Trilogía de Candleford. Flora Thompson

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Trilogía de Candleford - Flora Thompson Sensibles a las Letras

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motivos para suponer que había pasado parte de su vida en el ejército, pues cuando estaba algo achispado a veces empezaba a decir: «Cuando estaba en el cuerpo de granaderos…», aunque siempre se callaba de repente. Aunque le costaba llegar a las notas más altas y a menudo su voz se rompía convirtiéndose en una especie de graznido, su manera de hablar sugería vagamente que era un hombre culto, de la misma manera que su porte y su manera de moverse hacían pensar que había recibido una formación castrense. Además, en lugar de jurar soltando palabrotas y maldiciones como hacían los demás hombres, cuando algo le sorprendía solía exclamar «¡Por Júpiter!», lo que a todo el mundo le resultaba muy divertido, si bien no servía para arrojar un mínimo de luz sobre su misterioso pasado.

      Veinte años antes, cuando hacía escasas semanas que su actual esposa había enviudado, él había llamado a su puerta durante una tormenta para pedir alojamiento por una noche, y allí había vivido desde entonces, sin recibir nunca una carta ni hablar de su vida anterior, ni siquiera con su mujer. Se decía que durante los primeros días en el campo se le habían ampollado las manos hasta sangrar, poco o nada acostumbradas a ese tipo de trabajo. Al principio, su presencia debió de suscitar gran curiosidad en la aldea, aunque hacía ya mucho tiempo que el fenómeno se había apaciguado y, desde los años ochenta, había sido aceptado como «un tipo flojo y debilucho» a costa del cual se podían hacer bromas. Era un hombre reservado y trabajaba satisfecho, dando lo mejor de sí mismo en la medida de lo posible. Lo único que lograba alterarlo era la visita poco frecuente de la banda de música alemana. En cuanto escuchaba el estruendo de los instrumentos de viento y el pum-pum del tambor, se metía los dedos en las orejas, echaba a correr campo a través y nadie volvía a verlo en todo el día.

      Los viernes por la noche, concluido el trabajo, los hombres marchaban en tropa hacia la casa de labranza para cobrar su jornal. Allí el granjero en persona se lo entregaba, asomado a un ventanuco, mientras el personal esperaba su turno moviendo nerviosamente los pies y tirándose del pelo. El granjero ya era demasiado viejo y corpulento para montar a caballo y, aunque todavía recorría a diario sus tierras encaramado en un pequeño carromato, se veía obligado a contemplar el trabajo desde los caminos, por lo que el día de paga era la única ocasión que tenía para ver de cerca a la mayoría de sus hombres. Entonces, si había algún motivo de queja, era cuando estos los escuchaban. «¡Eh, tú! ¿Qué hacías en Causey Spinney el lunes pasado cuando debías estar limpiando las caceras?». Ante ese tipo de queja los jornaleros podían responder: «La llamada de la naturaleza, si me lo permite, señor». Menos frecuente, aunque más difícil de justificar, era: «Tengo entendido que últimamente no has trabajado muy bien, Stimson. ¡Así no se puede, ya lo sabes, así no se puede! Si quieres seguir trabajando aquí tendrás que ganarte el jornal como los demás». No obstante, por lo general la cosa no iba a mayores, y se quedaba en un simple: «¡Ah! Ahí estás, Coloso, hombre. Un reluciente medio soberano para ti. Ten cuidado y no lo gastes todo de golpe». O quizá alguna muestra de interés sobre la última mujer que había dado a luz en la aldea o acerca del reumatismo de alguno de los ancianos. Podía permitirse ser jovial y amable con ellos, pues ya tenía al pobre y decrépito «Lunes por la Mañana» para que le hiciera el trabajo sucio.

      Pormenores aparte, no era un hombre de mal corazón y lo cierto es que tampoco era en absoluto consciente de hasta qué punto explotaba a sus jornaleros. ¿Acaso no recibían el salario normal completo, sin ninguna deducción por el tiempo que estaban sin dar un palo al agua cada vez que hacía mal tiempo? Cómo se las arreglaban para vivir y mantener a sus familias era exclusivamente asunto de ellos. Después de todo, no necesitaban demasiado, pues tampoco es que estuvieran acostumbrados al lujo. A él le gustaba saborear una jugosa ración de solomillo y tomarse una copita de oporto de vez en cuando, pero sin duda el tocino y las alubias eran más adecuados para hacerle frente al trabajo. «Hígado fuerte, trabajador fuerte», rezaba el viejo refrán de pueblo, y los jornaleros hacían bien en no ignorarlo. Además, todos los años, al final de la cosecha, el granjero ofrecía una gran fiesta en su casa para todo el mundo; cada Navidad repartía entre las familias de sus trabajadores un buen pedazo de ternera de su propia granja, y lo mismo hacía después de la matanza. Y cuando había alguien enfermo enviaba sopa y pudin de leche. Lo único que tenían que hacer era pedir y pasar a recogerlo.

      Nunca se entrometía en el trabajo de sus hombres, mientras lo hicieran bien. ¡No, no! ¡Él no! Era un ferviente conservador, de los de verdad, y todos conocían sus inclinaciones políticas. No obstante, nunca había intentado influenciarlos durante las elecciones y tampoco les preguntaba a quién habían votado. Sabía que algunos patrones lo hacían, pero en su opinión aquello era una bajeza. Igual que obligarlos a ir a la iglesia. Eso era tarea del párroco.

      Aunque lo engañaban cada vez que podían y a sus espaldas se referían a él como «Dios todopoderoso», el granjero era del agrado de sus hombres. «No es mala gente —decían—, y vive de la tierra». Además, reservaban todo su rencor para el capataz.

      Hay algo emocionante en el día de paga, incluso cuando el salario es pobre y ya está hipotecado por todo tipo de necesidades. Con esa pequeña cantidad de oro en los bolsillos, los hombres se marchaban con paso rápido a pesar del cansancio y hablaban con más ligereza que de costumbre. Al llegar a casa le entregaban inmediatamente el medio soberano a sus esposas, que les devolvían un chelín para los gastos de la semana siguiente. Esa era la costumbre en la campiña. Los hombres trabajaban para ganar el dinero y las mujeres se encargaban de gastarlo. Los hombres se llevaban la mejor parte del trato. Ganaban su medio soberano a base de esfuerzo, de eso no hay duda, pero al aire libre y trabajando en algo que les gustaba, rodeados de compañeros que, por lo general, les resultaban simpáticos. Las mujeres se quedaban encerradas en casa cocinando, limpiando, lavando y cosiendo; y, además de los continuos embarazos y de la tribu de niños que tenían a su cargo, también debían preocuparse por encontrar los medios para sacar adelante su hogar sin suficientes ingresos.

      Muchos maridos alardeaban de no haber tenido que preguntar nunca a sus mujeres qué hacían con el dinero. Mientras hubiera comida suficiente, ropa para vestir a toda la familia y un techo sobre sus cabezas, se daban por satisfechos, decían, y parecían hacer de ello una virtud, considerándose por ello hombres generosos, de buen corazón y dignos de confianza. Si una mujer contraía deudas o se quejaba, se le decía: «Tienes que aprender a hacerte el abrigo ajustándote a la tela, mujer». Según esa premisa no habría bastado con ser hábil como costurera, la tela de los abrigos tendría que haber sido elástica.

      En las noches especialmente luminosas, después de cenar, los hombres trabajaban durante una o dos horas en su huerto o en la parcela. Eran horticultores de primera y en cada estación se enorgullecían de conseguir las primeras y las mejores verduras. En esto ayudaba la calidad de la tierra y la gran cantidad de abono de sus pocilgas, aunque su habilidad jugaba un papel fundamental. Consideraban que la clave de su éxito estaba en remover constantemente la tierra y limpiarla de raíces, para lo cual utilizaban sobre todo azadones de pala. A este proceso lo llamaban «cosquillear». De una a otra parcela, se gritaban diciendo: «¡Hay que hacerle cosquillas a la tierra para que se vuelva fértil!»; o al pasar junto a un vecino que trabajaba muy atareado lo saludaban: «Haciéndole unas pocas cosquillas, ¿verdad, Jack?».

      Era maravilloso ver la energía que dedicaban a cuidar sus huertos después de toda una jornada de duro trabajo en los campos. No lamentaban el esfuerzo extra y ni siquiera parecían cansados. A menudo, durante las noches de luna en primavera, se escuchaba el trajín de la solitaria horca de alguno que no había sido capaz de dejar la tarea sin terminar, y el olor del crepitante fuego de la quema de rastrojos flotaba entre las casas de la aldea, colándose por las ventanas. También era agradable en los atardeceres veraniegos, quizá cuando el calor era más intenso y el líquido elemento escaseaba, escuchar el salpicar del agua sobre la tierra seca y cuarteada de algún huerto —agua que había sido recogida en el arroyo, a casi medio kilómetro de distancia—. «No hay que escatimar con la tierra —solían decir—. Si quieres algo de ella tienes que poner algo de tu parte, aunque solo sea esfuerzo».

      Las parcelas familiares estaban divididas en

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