Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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Tras varias semanas sin ningún avance, llegó el día en que de repente las letras empezaron a cobrar algún sentido. Todavía había muchas palabras, incluso en las primeras páginas de ese sencillo manual, que no era capaz de descifrar, pero podía saltárselas y aun así comprender el sentido general. «¡Sé leer! ¡Sé leer! —decía a voz en grito—. ¡Ay, Madre! ¡Edmund! ¡Sé leer!».
En casa no había muchos libros, aunque en ese aspecto la familia estaba mucho mejor surtida que sus vecinos, pues además de «los libros de Padre» —en su mayoría aún ilegibles para ellos—, la biblia de Madre y un ejemplar de El progreso del peregrino, de John Bunyan, había algunos libros infantiles que los niños de los Johnstone les habían regalado al abandonar la región. De modo que, con el tiempo, fue capaz de leer los Cuentos de hadas de los Grimm, Los viajes de Gulliver, La guirnalda de margaritas, de la popular Charlotte Mary Yonge, y El reloj de cuco y Zanahorias, de la señora Molesworth.
Como raras veces se la veía sin un libro en la mano, los vecinos no tardaron en darse cuenta de que la pequeña sabía leer. Algo que no aprobaban en absoluto. Ninguno de sus hijos había aprendido a leer antes de ir a la escuela, e incluso entonces únicamente porque los obligaban, por lo que pensaron que, al hacerlo, Laura se les había adelantado injustamente. De modo que, aprovechando que el padre no estaba en casa, comenzaron a criticar a la madre. «¿Qué pinta ella educando a sus hijos? —decían—. Para enseñar ya están los colegios y no les está haciendo ningún favor a los niños, porque cuando lo descubra la maestra…». Otras, con actitud más amable, le decían que Laura estaba forzando mucho la vista y le suplicaban a la madre que dejara de darles clase. Sin embargo, tan pronto le escondía el libro que tuviera entre manos, la pequeña encontraba otro, pues cualquier página impresa atraía su mirada como un imán el acero.
Edmund no aprendió a leer tan pronto, pero cuando lo hizo, lo hizo de forma más concienzuda. No se saltaba las palabras desconocidas tratando de adivinar el sentido de la frase por el contexto. Antes de pasar una página la estudiaba a fondo y su madre tenía más paciencia con él porque Edmund era su favorito.
De haber podido continuar así los dos niños, teniendo acceso a los libros adecuados a medida que avanzaban, probablemente habrían aprendido mucho más de lo que aprendieron durante el escaso tiempo que asistieron a la escuela. Sin embargo, aquellos felices tiempos de descubrimientos no duraron. Las repetidas ausencias de uno de los hijos de una mujer de la aldea terminaron por llevar hasta su puerta a un representante de los Servicios de Escolarización; ocasión que ella aprovechó para denunciar el escándalo de la última casa, de modo que el funcionario se presentó allí y amenazó a la madre de Laura con toda clase de penalizaciones si su hija no se presentaba en la escuela a las nueve en punto el lunes siguiente por la mañana.
Así que no habría Oxford ni Cambridge para Edmund, ni ninguna otra escuela que no fuera la Escuela Nacional para él y su hermana. Tendrían que adquirir cuantos conocimientos pudieran como las gallinas que se pelean por el grano: un poco en la escuela, más de los libros y algo del saber acumulado por los adultos que los rodeaban.
En adelante, cada vez que leían algo acerca de otros niños cuyas vidas eran tan distintas de las suyas, niños que tenían cuartos de juegos con balancines en forma de caballito, iban a fiestas y pasaban las vacaciones junto al mar y eran alentados a hacer todo aquello por lo que ellos eran considerados raros —y además eran alabados por hacerlo—, se preguntaban por qué les había tocado nacer en un lugar tan poco prometedor como Colina de las Alondras.
Eso ocurría dentro de casa. Afuera siempre había muchas cosas que ver, oír y aprender, pues los vecinos de la aldea eran gente interesante, cada uno a su manera, y para Laura los ancianos eran los más interesantes de todos, pues le contaban historias sobre los viejos tiempos, sabían cantar antiguas canciones y recordaban las costumbres de las generaciones anteriores; aunque ella nunca tenía suficiente. A veces deseaba que la tierra y las piedras pudieran hablar y le contaran todo lo que sabían sobre la gente muerta que había caminado sobre ellas. Le gustaba coleccionar piedras de todas las formas y tamaños, y durante años imaginó que un buen día encontraría en alguna de ellas un resorte secreto que le permitiría abrirla dejando al descubierto un pergamino que le revelaría exactamente cómo era el mundo en el momento en que ese texto había sido escrito y guardado allí.
No había diversiones de pago en la aldea, y de haberlas tenido a su alcance tampoco habrían podido pagarlas. Sin embargo, estaban las hermosas vistas y los sonidos y olores propios de cada estación: la primavera con los campos cubiertos de tallos de trigo que se combaban al viento mientras las nubes se deslizaban por el cielo; el verano con sus cereales casi maduros y sus flores, su fruta y sus tormentas…, ¡y cómo retumbaban los truenos sobre la llanura y qué trombas de agua traían consigo! Con el mes de agosto llegaba el momento de la cosecha y los campos se preparaban para el largo descanso del invierno, cuando la nieve helada caía durante días y se acumulaba sobre los arbustos hasta que era posible caminar sobre ellos, y los pájaros más extraños aparecían a la puerta de las casas para picotear migas de pan, y las liebres se aventuraban a salir de sus madrigueras en busca de comida, dejando sus huellas alrededor de las pocilgas.
Los niños de la última casa tenían sus propias distracciones, como proteger el lecho de violetas recién florecidas que una vez encontraron en un recodo del arroyo, al que llamaron su «secreto sagrado», o fingir que las escabiosas, que crecían en abundancia por allí, habían llovido del cielo en pleno verano, un cielo del suave color azul de las flores que invitaba a soñar. Otro de sus juegos favoritos era aproximarse muy sigilosamente por detrás a los pájaros, cuando se posaban en un cercado o en una rama, para intentar tocarles la cola. Una vez Laura lo consiguió, pero estaba sola y nadie la creyó cuando contó lo que había hecho.
Poco después, recordando el origen terrenal del hombre, «Polvo eres y en polvo te convertirás», se aficionaron a imaginar que eran burbujas de tierra. Cuando estaban solos en los campos y nadie podía verlos, empezaban a saltar, a brincar y a botar, tocando el suelo el menor tiempo posible, mientras gritaban: «¡Somos burbujas de tierra! ¡Burbujas de tierra! ¡Burbujas de tierra!».
Sin embargo, y a pesar de que disfrutaban de sus pequeñas fantasías a espaldas de los adultos, a medida que fueron creciendo no se convirtieron en esos adolescentes incomprendidos e hipersensibles que, según los escritores actuales, eran típicos de aquella época. Quizá a causa de sus heterogéneos orígenes, con una buena proporción de sangre campesina corriendo por sus venas, estaban hechos de una fibra más dura que los otros. Cuando les daban una sonora azotaina en el culo, algo que sucedía a menudo, reaccionaban tomando nota mentalmente para no repetir la ofensa que había causado el castigo, en lugar de acumular complejos que en el futuro podrían arruinarles la vida. Cuando, con doce años, Laura se cayó en un almiar justo en el momento en que un toro estaba a punto de justificar su existencia ante la naturaleza, el espectáculo no le creó ningún trauma. No se quedó a curiosear ni echó a correr campo a través horrorizada, sino que se limitó a pensar, un poco a la antigua como era propio de ella: «¡Ay, Señor! Será mejor que me vaya lo antes posible sin llamar la atención para que los hombres no me vean». Aquel toro únicamente estaba haciendo lo que se esperaba de él, una tarea muy necesaria si querían untar mantequilla en el pan y beber leche para desayunar, y le pareció completamente normal que los hombres