Trilogía de Candleford. Flora Thompson

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Trilogía de Candleford - Flora Thompson Sensibles a las Letras

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      II

      La infancia en la aldea

      Oxford estaba solo a treinta kilómetros de distancia. Los niños de la última casa recordaban que, cuando eran muy pequeños, su madre los llevaba a menudo a dar largos paseos por la carretera general y se negaban a pasar del mojón hasta que su madre no les hubiera leído la inscripción: «oxford treinta kilómetros».

      A menudo se preguntaban cómo sería Oxford y hacían preguntas sobre la ciudad. Según una de las respuestas era «un pueblo muy grande» donde un hombre podía ganar hasta veinticinco chelines a la semana. Aunque teniendo que gastar «prácticamente» la mitad en el alquiler de su casa, sin disponer de un lugar donde criar a un cerdo o cultivar verduras, habría que ser muy tonto para irse allí.

      Una muchacha que había estado de visita les contó que se podían comprar barritas de caramelo blanco y rosa por un penique y que uno de los jóvenes inquilinos de la pensión de su tía le había dado un chelín entero por limpiarle los zapatos. Su madre decía que todo el mundo la llamaba «ciudad» porque allí vivía un obispo y que allí se celebraba una gran feria todos los años, y al parecer eso era todo lo que sabía. A su padre no le preguntaban, aunque había vivido allí siendo niño, cuando sus padres regentaban un hotel (sus parientes decían que era un hotel, pero la madre había dicho en una ocasión que era una taberna, así que posiblemente no fuera más que un simple bar). Les aconsejaba que no atosigaran a su padre con demasiadas preguntas, y cada vez que su madre decía: «Vuestro padre está enfadado otra vez» ya sabían que no debían decir ni mu.

      Sin embargo, conocían la carretera de Oxford y su mojón desde que tenían uso de razón. Atravesaban la colina y seguían caminando por el estrecho camino de la aldea hasta llegar a la curva, mientras Madre empujaba el carricoche («cochecito de bebé» era una palabra del futuro) con Edmund amarrado en lo alto del resbaladizo asiento —o más tarde la pequeña May, que nació cuando Edmund ya tenía cinco años— y Laura caminando a su lado, tratando de seguirle el paso, o correteando de aquí para allá para recoger flores, sin alejarse demasiado.

      El carricoche, que tenía una forma parecida a una vieja silla de baño, estaba hecho de mimbre de color negro, tenía tres ruedas y se empujaba desde atrás. Se tambaleaba, traqueteaba y crujía sobre las piedras, pues aún no se habían inventado los neumáticos de goma y los amortiguadores, si podían llamarse así, y era de lo más primitivo. Y a pesar de todo era una de las posesiones más preciadas de la familia, pues en toda la aldea solo había otro carricoche, el nuevo y moderno capazo que la joven esposa del tabernero había comprado recientemente. Las otras madres llevaban a sus bebés en brazos, firmemente envueltos en chales de los que únicamente asomaba su carita.

      En cuanto pasaban la curva y dejaban atrás los llanos y ocres campos de cultivo, entraban en otro mundo, dotado de una atmósfera completamente distinta e incluso de diferentes flores. La cinta blanca de la carretera general subía y bajaba entre los amplios márgenes alfombrados de hierba, los densos arbustos cargados de bayas y los árboles cuyas ramas colgaban sobre los paseantes, mecidas por la brisa. Después de pisar el oscuro fango de los senderos de la aldea, incluso la superficie de la carretera, blanca como la leche bajo la luz del sol, les parecía bonita; y los niños chapoteaban en el fino y pálido barro, que recordaba a la masa sin cocer, o arrastraban los pies sobre el suave polvo blanco hasta que su madre se enfadaba y les daba una nalgada.

      Aunque se trataba de una vía principal, había muy poco tráfico, pues la villa más cercana estaba en la dirección contraria, el siguiente pueblo estaba ocho kilómetros más adelante y con Oxford no había conexión por carretera desde tan lejos en aquellos tiempos en que los vehículos circulaban principalmente tirados por caballos. En la actualidad, un poco más adelante, discurre una autovía asfaltada de primera clase, atestada de coches, entre setos pequeños y bien recortados. El año pasado una chica murió tras ser atropellada en ese mismo desvío. En aquella época, sin embargo, la carretera podía estar desierta durante horas. A cinco kilómetros de allí los trenes aullaban sobre el viaducto, transportando a todos aquellos que, de haber vivido pocos años después, sin duda habrían utilizado la autovía. La gente empezaba a decir que se gastaba demasiado dinero en mantener y reparar ese tipo de carreteras, pues sus días ya habían terminado y actualmente solo las frecuentaba la gente para ir de un pueblo a otro. Algunas veces los niños y su madre se cruzaban con el carromato de algún transportista que llevaba mercancías de la villa hasta alguna mansión de la campiña, con la alta calesa del médico o con el elegante coche de caballos de algún distribuidor de cervezas; pero por lo general recorrían su kilómetro y medio por la carretera y regresaban sin ver a nadie desplazándose sobre ruedas.

      Las blancas colas de los conejos aparecían y desaparecían entre los arbustos, y los armiños —criaturas ágiles, silenciosas y discretas que hacían temblar a los niños— cruzaban la carretera correteando prácticamente por encima de sus pies. Había ardillas en los robles y una vez incluso vieron a un zorro durmiendo acurrucado en una zanja al arropo de una cortina de hiedra que caía sobre el suelo; bandadas de pequeñas mariposas azules revoloteaban aquí y allá o se posaban delicadamente con las alas temblorosas sobre largas briznas de hierba; las abejas zumbaban sobre las blancas flores de los tréboles mientras el más profundo silencio se cernía sobre el paisaje. Se diría que la carretera había sido construida siglos atrás y después olvidada.

      Los niños tenían permiso para correr libremente sobre la hierba a orillas de la carretera, tan amplia en algunos puntos que parecía una pequeña pradera. «Corred por el verdaje —les gritaba la madre—. No salgáis de la hierba. ¡Corred por el verdaje!», y tuvieron que pasar muchos años para que Laura se diera cuenta de que aquella palabra para referirse a los verdes márgenes de la carretera, de uso habitual allí, no era más que una variación de la antigua palabra «herbaje».

      A ella no le molestaba que su madre la obligara a permanecer sobre la hierba, pues allí podía ver flores que no crecían en la aldea: eufrasias y campanillas, retales del color del ocaso repletos de dedaleras y achicorias con flores de un vívido azul y tallos como alambres negros.

      En algún tramo del césped donde se formaban suaves hondonadas a veces encontraban champiñones, pequeños champiñones comunes, con su fría piel blanca como la leche aún perlada de rocío. Al llegar al vallecito dejaban de caminar, y después de buscar champiñones entre la hierba más alta, tanto si era época de setas como si no —pues nunca perdían la esperanza—, daban media vuelta y regresaban, por lo que nunca llegaban hasta el segundo mojón.

      En un par de ocasiones, al llegar a la pequeña vaguada se llevaron una sorpresa aún mayor que si hubieran encontrado un centenar de champiñones, pues los gitanos estaban allí acampados, con su caravana pintada de vivos colores, su pobre jamelgo flaco como un esqueleto pastando libre por el prado y una olla sobre el fuego encendido, como si la carretera y todo aquello les perteneciera. Los hombres tallaban madera y las mujeres se peinaban o hacían cestos, mientras los chiquillos y los perros correteaban a su alrededor y el vallecito bullía de vida oscura y salvaje, que a los niños de la aldea les resultaba completamente ajena y fascinante, incluso aterradora.

      Al ver a los gitanos se escondieron detrás de su madre y del carricoche, pues más de una vez habían oído contar que, años atrás, habían secuestrado a un niño de un pueblo cercano. Incluso las cenizas frías de la fogata de un campamento gitano bastaban para que un escalofrío hiciera temblar

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