Trilogía de Candleford. Flora Thompson

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Trilogía de Candleford - Flora Thompson Sensibles a las Letras

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hombres de mediana edad de la aldea, que hablaban en tono grave y muy digno, tenían voces naturales y agradables, y eran capaces de dotar de profundidad y sentido a cuanto decían. El señor Frederick Grisewood, de la bbc, era capaz de reproducir a la perfección el viejo dialecto de Oxfordshire en sus programas de hace unos años. Por lo general, sus imitaciones sacaban de sus casillas a los naturales de la región, pero él siempre conseguía que sus oyentes revivieran el pasado durante algunos minutos.

      Todos los hombres cobraban el mismo salario, compartían alegrías, penas y circunstancias semejantes, incluso se pasaban los días trabajando juntos en los campos. No obstante, eran tan distintos unos de otros como cualquier contemporáneo suyo de otro lugar. Algunos eran inteligentes y otros lentos, los había amables y solícitos, y también egoístas, vivaces y taciturnos. Si algún forastero hubiera llegado a la aldea en busca del típico paleto rústico, no lo habría encontrado.

      Tampoco se habría topado con el irónico humor de los campesinos escoceses ni con el agudo ingenio y la sabiduría del Wessex de Thomas Hardy. Las mentes de estos hombres estaban forjadas en moldes más pesados y funcionaban con más lentitud. Sin embargo, también había ocasionales destellos de sosegada diversión. Al toparse con Edmund llorando porque había dejado salir a su urraca para que hiciera un poco de ejercicio como todos los días y todavía no había regresado a su jaula de mimbre, uno de los aldeanos le había dicho al muchacho: «No te lo tomes así, hombrecito. Ve a decíííselo a la señorita Andrews (la cotilla del pueblo) y enseguida t'enterarás de dónde está tu urraquilla, aunque haya llegado volando hasta Stratton».

      Su virtud favorita era la perseverancia. No flaquear ante el dolor ni la miseria era su ideal. Un hombre contaba: «Y va y dice aquel, dice, que hay que terminar el campo d’avena antes de que anochezca porque va a llover. Pero no flaqueamos, ¡nosotros no! A media noche la última gavilla estaba cubierta. Demasiado cansaados estábamos, tanto que nos costó llegar a casa. Pero no vacilamos. ¡Lo hicimos!». O «El viejo toro se lanzó a por mí y por poco m’empitona. Pero yo no vacilé. Arranqué una estaca del cercadoo y a por él que fui. Entonces fue él el que flaqueó. ¡Él, él!». Una mujer decía: «Seis noches seguidas me pasé cuidando de mi pobre y anciana madre. Ni la ropa me pude quitar. Pero no flaqueé… Y salió adelante, porque tampoco ella lo hizo». Una joven madre le dice a la comadrona después de su primer parto: «No vacilé, ¿verdad? Oh, espero no haberlo hecho».

      La granja era grande y sus terrenos se extendían más allá de los límites de la parroquia. De hecho, abarcaba varias granjas, anteriormente independientes, que con el tiempo se fundieron en una sola y por aquel entonces era propiedad del viejo propietario del caserío estilo Tudor. Los prados que rodeaban la alquería tenían pastos suficientes para los caballos de tiro y para mantener las cabezas de ganado, y un par de vacas lecheras que abastecían de leche y mantequilla a la familia del granjero y a varios de sus vecinos más cercanos. Algunos de los campos se sembraban con semillas de pasto para heno y también con pipirigallo y centeno, que se cultivaban y segaban cuando todavía estaba verde para alimentar al ganado. El resto eran tierras de labranza que producían maíz y tubérculos, pero especialmente trigo.

      Alrededor del caserío se agrupaban los edificios de la granja: establos para los grandes caballos de tiro de velludas cernejas que pateaban con fuerza en sus corrales; graneros con portones tan anchos y altos que era posible introducir una carga entera de heno; casetas para los carromatos de la granja pintados de amarillo y azul; graneros con escaleras exteriores, y cobertizos para almacenar torta de borujo, estiércoles artificiales y aperos de labranza. En una gran explanada, los almiares, altos y apuntados, se elevaban sobre altillos de piedra; la lechería, también bajo techo, era modélica a pesar de su pequeño tamaño. Había todo lo necesario o deseable para una buena agricultura.

      También había mucho trabajo. Los muchachos que terminaban sus estudios en la escuela eran contratados habitualmente en la granja y no había soldado licenciado ni pareja recién casada que se asentara en la comarca y rechazara un empleo. Como decía el granjero, siempre venía bien un poco de ayuda adicional, pues se pagaba poco y de ese modo era posible labrar debidamente hasta el último metro cuadrado de tierra.

      Cuando los hombres y los jóvenes de la aldea llegaban a la granja por la mañana, el carretero y su ayudante ya llevaban trabajando una hora, alimentando y preparando a los caballos. Después de ayudar en lo que fuera necesario, hombres y muchachos colocaban los arneses a los animales y arreaban a sus yuntas en dirección a los campos, donde transcurriría toda su jornada de trabajo.

      Si llovía, se cubrían con sacos que rasgaban por un lateral improvisando una combinación de capa y capucha. Si helaba, se soplaban las manos y se palmeaban con fuerza los costados cruzando ambos brazos delante del pecho para calentarlas. Si tenían hambre después de su desayuno a base de pan y manteca de cerdo, pelaban un nabo y lo mascaban o probaban uno o dos bocados de la torta de borujo que llevaban para los animales. Algunos de los jóvenes mordisqueaban las velas de sebo de los candiles del establo, aunque eso siempre era más bien por pillería que por hambre, pues, mal que bien, todas las madres se preocupaban de que su Tom o su Dicky tuvieran «algo que llevarse a la boca entre comidas»: media torta fría o el último pedazo de brazo de gitano del día anterior.

      Con gritos de «¡Arre!», «¡Vamos!» y «¡Palante ya!», los equipos se ponían en marcha. Los muchachos eran aupados a lomos de los altos caballos de tiro, y los hombres, caminando a su lado, llenaban de picadura sus pipas de barro y disfrutaban de las primeras y preciosas caladas del día mientras, acompañados por el chasquido de las fustas, el golpeteo de las pezuñas de los animales y el tintineo de los arreos, los equipos avanzaban lentamente por los cenagosos caminos.

      Los nombres de los campos daban pistas sobre la historia de cada uno de ellos. Cerca del caserío, «Campo de la fosa», «Los estanques», «Antiguo palomar», «Los criaderos» y «La madriguera» hablaban de los tiempos anteriores a la construcción de la granja estilo Tudor, que había sustituido a otro edificio más antiguo. Más lejos, «El cerro de las alondras», «La mata del cuco», «Los mimbres» y «Campo de la charca» habían sido bautizados por elementos del paisaje; mientras «El terruño de Gibbard» y «Campo Blackwell» probablemente conmemoraban a antiguos habitantes de la región olvidados mucho tiempo atrás. Los nuevos y vastos campos de labranza que rodeaban la aldea habían sido desbrozados demasiado tarde para ser bautizados y eran conocidos como «Los cien acres», «Los sesenta acres» y así sucesivamente, dependiendo de su extensión. Dos de los hombres más ancianos de la zona insistían en llamar a uno de esos «El brezal» y al otro «La pista».

      Cualquiera de los dos nombres les valía; pues para ellos no era más que eso, un nombre sin el menor interés. Lo que importaba de cada campo donde les tocaba trabajar era si los caminos que conducían desde la granja hasta allí eran buenos o malos, si estaba bien resguardado o era uno de esos siniestros descampados azotados por el viento y la lluvia donde siempre acababan calados hasta los huesos, y si el suelo era fácil de trabajar o de esos que a uno le rompen la espalda, con tierra tan dura y amazacotada que ni el arado es capaz de surcarla.

      Por lo general, en cada campo trabajaban tres o cuatro arados tirados por yugadas de tres caballos, con un muchacho delante del guía y el arador detrás de las rejas. Durante toda la jornada avanzaban de un extremo a otro trazando oscuros surcos en los pálidos rastrojos que, a medida que el día avanzaba, se iban extendiendo a lo ancho hasta cubrir por completo el campo de un vistoso y aterciopelado color melocotón.

      Cada arado tenía su propia bandada de grajos, que examinaban de soslayo los terrones en busca de gusanos y larvas. Los pajarillos que anidaban en los matorrales revoloteaban de aquí para allá, a la espera de conseguir su pequeña parte de cuanto se pusiera a su alcance; las ovejas, encerradas en un campo vecino, balaban quejosas; y por encima de los balidos, los graznidos y los trinos, se alzaban los inmemoriales gritos del jornalero: «¡Ale!», «¡Arre!», «¡Tira palante, Poppet!», «¡Vamos, Lightfoot!», «¡Chiico! ¡Es que estás sordo o solo eres duro de oído, maldito seas!».

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