El futuro comienza ahora. Boaventura de Sousa Santos

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El futuro comienza ahora - Boaventura de Sousa Santos Cuestiones de Antagonismo

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ha infectado y ha atentado contra la naturaleza. Y los dos procesos están íntimamente interconectados. En este caso, la comunicación es posible, la traducción y la pedagogía siguen siendo interculturales, pero dejan de ser intervitales para pasar a ser intravitales.

      El virus pasa a ser nuestro contemporáneo en el sentido más profundo y, en esta medida, la comunicación a través de señales se vuelve posible, ya que, como sabemos, la condición previa de esta comunicación es el hecho de compartir el mismo campo visual. Al posibilitarse la comunicación se posibilita el aprendizaje.

      El coronavirus, nuestro contemporáneo

      El coronavirus es nuestro contemporáneo en el sentido más profundo del término. No lo es sólo por ocurrir en el mismo tiempo lineal en el que ocurren nuestras vidas (simultaneidad). Es nuestro contemporáneo porque comparte con nosotros las contradicciones de nuestro tiempo, los pasados que no han pasado y los futuros que llegarán o no. Esto no significa que viva el tiempo presente del mismo modo que nosotros. Hay diferentes formas de ser contemporáneo. He defendido la contemporaneidad del campesino africano con el ejecutivo del Banco Mundial valorando las condiciones de inversión internacional en su territorio. En los últimos cincuenta años se acumuló un repertorio extremadamente diverso de problematizaciones de la noción de contemporaneidad. Muy diferentes entre ellas, todas estas nociones han estado cuestionando las concepciones dominantes de progreso y de tiempo lineal heredadas de la Ilustración europea de los siglos xviii y xix. Dichas concepciones buscaban reducir la contemporaneidad a lo que coincidía con el modo de pensar y de vivir de las clases dominantes europeas, y consideraba todo el resto residual o basura histórica. El proceso histórico que llevó a poner en duda esta estrecha concepción de contemporaneidad fue simultáneamente muy dramático y muy esperanzador. Por un lado, incluyó el colonialismo histórico y el reparto de África, dos guerras mundiales y la bomba atómica y, por otro lado, las luchas de liberación anticolonial, el socialismo como alternativa al capitalismo, los movimientos sociales, la consolidación de los pueblos indígenas como sujetos históricos, la expansión del imaginario democrático y las luchas por la diversidad sexual y etnorracial, etc. De todo esto se derivó una constelación de concepciones de contemporaneidad que, pese a ser muy diferentes entre sí, coincidían en el propósito de superar esta estrecha consideración.

      Para la construcción de la amplia concepción de contemporaneidad contribuyeron tanto el pensamiento nortecéntrico y occidental como el pensamiento surcéntrico y oriental. De manera un poco arbitraria, destaco en el primero los trabajos de Rosa Luxemburg, Walter Benjamin, Antonio Gramsci, Theodor Adorno, Ernst Bloch, Michel Foucault, Reinhart Koselleck, Giacomo Marramao, Bruno Latour, Johannes Fabian y Marc Augé. En el segundo grupo, destaco los trabajos de José Carlos Mariátegui, Leopold Senghor, Mahatma Gandhi, Aimé Césaire, Franz Fanon, Amílcar Cabral, Joseph Ki-Zerbo, Ranajit Guha, Ngũgĩ wa Thiong’o, Dipesh Chakrabarty, Oyèrónkẹ́ Oyèwùmí, Silvia Rivera Cusicanqui, Valentin-Yves Mudimbe y Enrique Dussel. Este segundo grupo tiene la ventaja de incluir conocimientos orales, anónimos, africanos, indios, indígenas, campesinos, feministas, populares, etc. Es una constelación inmensa de concepciones entre las cuales aún está pendiente hacer una traducción intercultural y diálogos o ecologías de saberes y de temporalidades.

      La nueva concepción de contemporaneidad se caracteriza por ser una visión holística sin ser unitaria, por ser diversa sin ser caótica, que en general apunta a la copresencia de lo antinómico y lo contradictorio, de lo bello y lo monstruoso, de lo deseado y lo indeseado, de lo inmanente y lo trascendente, de lo amenazador y lo auspicioso, del miedo y la esperanza, del individuo y la comunidad, de lo diferente y lo indiferente y de la lucha constante para buscar nuevas correlaciones de fuerza entre los diferentes componentes del todo. La reinvención permanente del pasado y la aspiración siempre incompleta del futuro, de las que se componen las tareas que concebimos como «el presente», han pasado a formar parte de la contemporaneidad. Agentes sociales tan diversos como los artistas y los pueblos indígenas fueron mostrando que el presente es un palimpsesto, que el pasado nunca pasa o nunca pasa totalmente, que mirar hacia atrás y reflexionar a partir de las experiencias acumuladas puede ser una forma eficaz de afrontar el futuro. Es verdad que durante mucho tiempo las epistemologías del Norte procuraron suprimir, subestimar o invisibilizar esa inmensa riqueza, pero progresivamente, y a medida que las epistemologías del Sur fueron haciendo su camino, fue cada vez más fácil adoptar una concepción amplia de contemporaneidad. Como se deduce de lo anteriormente expresado, esta concepción es bien consciente de las ideologías dominantes que la alimentan y de los modos modernos de dominación económica, social y política, sobre todo el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. Ser contemporáneo es ser consciente de que la gran mayoría de la población del mundo es contemporánea de nuestra contemporaneidad por el modo en el que tiene que sufrirla o soportarla.

      En esta amplia constelación de contemporaneidades, el nuevo coronavirus hoy asume un valor hipercontemporáneo. Ser contemporáneos del virus significa que no podemos entender lo que somos sin entender el virus. La manera que tiene el virus de surgir, difundirse, amenazarnos y condicionar nuestras vidas es fruto del mismo tiempo, que nos hace ser lo que somos. Nuestras interacciones con animales y, sobre todo, con animales salvajes, son lo que lo hacen posible. El virus se expande por el mundo a la velocidad de la globalización. Sabe monopolizar la atención de los medios de comunicación como el mejor experto en comunicación social. Ha descubierto nuestros hábitos y la proximidad social en la que convivimos con los demás para alcanzarnos mejor. Le gusta el aire contaminado con el que hemos ido infestando nuestras ciudades. Ha aprendido con nosotros la técnica de los drones y, al igual que estos, es insidioso y nunca se sabe dónde y cuándo atacará. Se comporta como el 1 por 100 más rico de la población mundial, un señor todopoderoso que no depende de los Estados, no conoce fronteras, ni límites éticos. Deja las leyes y las convenciones para los mortales humanos, hoy más mortales que antes precisamente debido a su indeseada presencia. Es tan poco democrático como la sociedad que permite tamaña concentración de riqueza. Al contrario de lo que muchos discursos oficiales pretenden transmitir, no ataca indiscriminadamente, prefiere a la población empobrecida, víctima del hambre, de la falta de cuidados médicos, de la ausencia de condiciones de habitabilidad y de protección en el trabajo, de discriminación sexual o etnorracial. Ser indeseado no lo vuelve menos contemporáneo. La monstruosidad de lo que repudiamos y el miedo que esta nos causa son tan contemporáneos nuestros como la utopía con la que nos confortamos y la esperanza que esta nos da. La contemporaneidad es una totalidad heterogénea, internamente desigual y combinada. Considerar el virus como parte de nuestra contemporaneidad implica tener presente que, si queremos estar libres del virus, tendremos que abandonar parte de lo que más nos seduce de nuestro estilo de vida. Tendremos que alterar muchas de las prácticas, los hábitos, las lealtades y los placeres a los que estamos acostumbrados y que están directamente relacionados con el recurrente surgimiento y la creciente letalidad del virus y sus descendientes. En otras palabras, tendremos que modificar el origen de la contemporaneidad, teniendo en cuenta que la población que más sufre con las formas dominantes de esta, también forma parte de la misma.

      La hipercontemporaneidad del nuevo virus se basa en algunas características particularmente instigadoras. En primer lugar, el nuevo virus interpela tan profundamente nuestra contemporaneidad que es legítimo ver en él una megafractura abismal, un nuevo Muro de Berlín. Un muro que esta vez no separa dos sistemas sociales y políticos, sino más bien dos tiempos, el antes y el después del coronavirus. Saber si los cambios irán para mejor o para peor es una cuestión no resuelta. Pero seguro que serán significativos. El corto periodo del fin de la historia parece haber llegado a su fin.

      En segundo lugar, el virus convierte el presente en un blanco móvil, constituido no sólo por lo que podemos hacer o planear ahora, sino también por lo que nos puede pasar de forma imprevisible. El presente-abismo interpela, por ejemplo, de manera radical a las empresas aseguradoras en el área de la salud. Si nos dirigimos a una sociedad en la que cada vez habrá más riesgos no asegurables, ¿por qué la protección contra los riesgos asegurables no corre a cargo de quien nos protege cuando los riesgos no asegurables se concretan, es decir, el Estado? ¿No sería más eficiente y más

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