E-Pack HQN Jill Shalvis 1. Jill Shalvis

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E-Pack HQN Jill Shalvis 1 - Jill Shalvis Pack

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      Aquello si consiguió una respuesta: el inconfundible sonido de la carga de una escopeta.

      #AndaAlégrameElDía

      Debía de haber gente que, al oír a su padre cargando una escopeta, podía mantenerse firme y pensar que su propio padre no iba a dispararle.

      Joe no se hacía tantas ilusiones. Si a su padre le apetecía disparar, iba a hacerlo. Joe se había llevado todas las balas de la casa, pero su padre era muy astuto.

      Y muy habilidoso.

      –¿De verdad, papá? –le preguntó–. Solo me he retrasado unos minutos.

      Tampoco hubo respuesta, y él se sintió como si tuviera otra vez quince años. Había tenido que dormir muchas noches en el porche porque su padre le había cerrado la puerta por llegar tarde.

      Aunque llegar tarde fuera llegar después del atardecer.

      Su padre no toleraba la oscuridad desde que había vuelto de la Guerra del Golfo, convertido en un hombre muy distinto al que había sido. Como no podía conservar un trabajo durante demasiado tiempo, Joe había tenido que ponerse a ayudar desde muy joven, aunque no todos sus métodos habían sido aceptables. Sin embargo, no podía permitir que su padre y su hermana pasaran hambre.

      Por suerte, aquellos días ya habían quedado atrás y Archer le pagaba más que bien, así que podía cubrir las necesidades de toda la familia. Dejó las bolsas de la compra en el suelo, sacó una pequeña herramienta y abrió las cerraduras. Empujó la puerta suavemente.

      –No me dispares –le dijo a su padre.

      –¿Por qué no?

      –Porque entonces, no vas a poder cenar.

      Pero Joe no era tonto, así que se mantuvo junto a la puerta, fuera de la vista de su padre, hasta que le respondió.

      –Está bien, pero será mejor que la cena esté buena.

      Joe tomó las bolsas y entró con cautela. Volvió a cerrar la puerta y, para calmar al hombre que estaba observando todos sus movimientos, comprobó que estaban bien cerradas varias veces. El trastorno obsesivo compulsivo era terrible. Se dio la vuelta y vio a su padre, que, ciertamente, lo estaba observando desde su silla de ruedas, entre el salón y la cocina. Tenía una escopeta sobre las rodillas, e iba vestido solo con la ropa interior.

      –¿Dónde están tus pantalones?

      –No me gustan los pantalones.

      –Bueno, creo que a casi nadie le gustan –dijo Joe, y pasó por delante de él para entrar en la cocina–. Pero tenemos que llevarlos.

      Su padre lo siguió. Estaba pálido y tenía una expresión malhumorada.

      –¿Estás haciendo los ejercicios de estiramiento para el dolor? –le preguntó Joe.

      –A la mierda los médicos. No saben nada.

      –Esos estiramientos no te los enseñó el médico, sino tu fisioterapeuta. Ella te cae muy bien, ¿no te acuerdas?

      –No, no me cae bien.

      –Me dijiste que huele bien.

      –Sí, huele bien.

      Joe tomó aire. Se le estaba acabando la paciencia. Quería mucho a su padre, pero, algunas veces, tenía ganas de estrangularlo. Puso agua al fuego para cocer unos espaguetis y comenzó a freír unas salchichas para hacer la salsa.

      –No entiendo cuál es el problema.

      –No es tu madre.

      Joe se quedó helado, y se giró hacia él.

      –Papá, nadie lo es. Pero… mamá murió.

      –Mierda de cáncer. Mierda de médicos.

      Había muerto hacía veinte años, pero no tenía sentido tratar de razonar con su padre.

      –¿Dónde está Molly? –le preguntó–. Creía que iba a venir esta noche.

      –Vendrá mañana. Me pidió que te dijera que puede traer pizza, si te apetece.

      –Sí, sí quiero. Ella es más agradable que tú. También me trae puros.

      Joe dejó de remover la carne y miró a su padre.

      –Se supone que ella no debería hacer eso.

      Su padre dio unos golpecitos al bolsillo lateral de la silla, con una expresión petulante.

      Joe cabeceó, pero no se dejó arrastrar a la pelea. Sabía que no había cerillas ni encendedores en toda la casa. Molly y él habían dejado la casa a prueba del síndrome postraumático hacía varios años, y la mantenían limpia. Así pues, su padre podía aferrarse a aquellos puros, si eso hacía que se sintiera mejor. Y el hecho de verlo desafiante y satisfecho de sí mismo era mucho mejor que la depresión y la ansiedad que padecía normalmente.

      –Tienes que salir más.

      Su padre se encogió de hombros.

      –¿Y Janice? –le preguntó Joe–. La señora tan maja que vive al final de la calle y que te hace brownies. Se ofreció a ir contigo al cine.

      –Es vieja.

      –Tiene cuarenta y cinco años –le dijo Joe, con ironía–. Siete años más joven que tú.

      Su padre lo miró con sorpresa. Y con culpabilidad.

      –Papá, ¿qué has hecho?

      Silencio.

      –Dime que no has sido… tú mismo con ella.

      –Solo sé ser así.

      –¿Qué le dijiste, exactamente?

      –Quería que me apuntara a un club Bunko. Y que aprendiera a bailar en línea con ella.

      –¿Y?

      Su padre lo miró como si tuviera dos cabezas.

      –El Bunko es un juego tonto de mujeres, y yo estoy en silla de ruedas. No puedo bailar.

      –Los hombres juegan al Bunko –dijo Joe, con la esperanza de que fuera cierto. En realidad, no sabía exactamente qué era el Bunko–. Y tu silla tiene ruedas de las buenas. Pero te pido que te pongas unos pantalones, por favor. Y entonces, si le gustas a una mujer tanto como para que quiera compartir su vida contigo, no seas tonto. Compártela.

      –¿Qué te parece que siga ese consejo cuando tú hagas lo mismo?

      –Muy bien –dijo Joe–. Pero a mí nadie me ha pedido que juegue al Bunko ni que baile en línea.

      –Ya

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