E-Pack HQN Jill Shalvis 1. Jill Shalvis
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–¡Cómo odio darle sin querer al botón de parada de la cinta de correr y tener que venir a comprarme una magdalena!
–No deberías hacer ejercicio con el estómago lleno –le dijo Elle.
–Claro. Así que no voy a poder hacer ejercicio. Nunca –dijo Pru, y sonrió nerviosamente–. O, por lo menos, hasta dentro de nueve meses.
Todas jadearon y empezaron a hablar al mismo tiempo.
Elle alzó las manos para pedir silencio y miró a Pru.
–¿Estás embarazada?
–El palito se ha puesto azul –dijo Pru, y añadió con una exhalación–: Estoy un poco aterrorizada.
Entonces, empezaron a abrazarla y a hacerle carantoñas hasta que Pru las detuvo.
–De acuerdo, de acuerdo, me queréis, os quiero, sí, sí. Pero estamos haciendo una escenita en público y no voy a ser esa embarazada que quiere toda la atención para sí.
–¿Qué tal se lo ha tomado Finn? –le preguntó Elle.
Finn era el marido de Pru, y dueño de la mitad del pub. Ella sonrió.
–Está feliz.
–Bien –dijo Elle–. Pero, la verdad, me alegro de que seas tú. De todas nosotras, tú eres la única que puede permitirse engordar, tener que estar despierta toda la noche cantando nanas y cosas de esas, como no beber hasta dentro de nueve meses y… ¿Qué? –le dijo a Kylie, que le estaba diciendo por señas que se callara.
–Oh, Dios mío –murmuró Pru, que estaba muy pálida–. Voy a engordar.
–No, no –dijo Elle, intentando arreglar la situación–. Solo un poco. Además, será por una buena causa, ¿no?
–Claro –dijo Pru–. Pero voy a tener que quedarme despierta toda la noche cantando nanas. ¡Y no me sé ninguna!
–Podemos comprar un libro –dijo Elle–. Y apuntarnos a un gimnasio. Todo va a ir bien –le dijo, y todas volvieron a abrazarse.
En aquel momento, Willa entró corriendo y se disculpó con toda la fila por colarse para acercarse a su grupo.
–Disculpe… No voy a comprar nada, de verdad.
–Pru está embarazada –le dijo Elle.
Willa soltó un jadeo y sonrió.
–¡Lo sabía!
–¿Sí? –preguntó Pru–. ¿Cómo?
–Porque después de que nos comiéramos el plato de alitas el otro día, tuviste que desabrocharte la cremallera de los vaqueros –dijo Willa. Le dio un abrazo a Pru, y su bolso hizo un ruido raro.
Llevaba tres cachorros de labrador negros.
Todo el mundo dio exclamaciones de deleite.
–Estoy cuidándolos –dijo Willa–. Cuando muera, quiero reencarnarme en cachorro de labrador negro.
–Yo, en pastor alemán –dijo Tina.
–Duro, impenetrable y leal –dijo Haley, y asintió–. Te pega mucho.
–Gracias, cariño –dijo Tina, y sonrió–. A mí me parece que tú serías un gran san bernardo.
–Eh –dijo Haley, pero después suspiró–. En realidad, después de haberme dado un puñetazo a mí misma en la cara al tratar de taparme bien con la manta esta mañana, puede que tengas razón.
–No, es porque eres amable, cariñosa y cálida –le dijo Tina.
–Ah –respondió Haley–. Eso también me vale.
–Creo que Elle debería ser un dóberman –dijo Willa–. Dura, malota y lista como un demonio.
–Eso me gusta –dijo Elle, mirando a Willa–. Y tú serías un pit bull. Todo ladridos y algún mordisco, pero una protectora feroz de todos a los que quieres.
Y, entonces, todas se volvieron hacia Kylie. La miraron durante mucho tiempo, y ella se impacientó.
–¿Y bien? –preguntó, por fin.
–Un gato –dijeron ellas, al unísono.
–Estupendo –dijo, haciendo un gesto de desesperación–. Soy maniática e independiente.
–No, no. Eres cariñosa, curiosa, juguetona y aventurera –le dijo Elle.
Ah. Bien, eso estaba muy bien.
–¿Magdalenas con los cafés, señoras? –preguntó Tina.
–No deberíamos –dijo Elle, que era la más fuerte.
Sadie se acercó e hizo un gesto negativo con la cabeza.
–Cuanto más peséis, más difíciles seréis de secuestrar –les dijo–. Para estar más seguras, comed magdalenas. Varias.
Así que comieron magdalenas. Varias.
Aquel día, más tarde, Kylie se llevó una sorpresa al ver a su madre llegar a la tienda con comida preparada.
–¿Qué ocurre? –preguntó Kylie, mientras se quitaba el delantal e intentaba sacudirlo.
–¿Es que tiene que ocurrir algo? –preguntó su madre.
Llevaba un vestido liviano de tirantes y una cazadora vaquera abierta para dejar ver su amplio escote de cirugía plástica, y unas sandalias de tacón. Como siempre, aparentaba treinta y cinco años, en vez de cincuenta. Sin embargo, aquel día tenía una mirada triste.
–No –dijo Kylie–. Claro que no. Es que normalmente cuando nos vemos es porque pasa algo, nada más.
–Puede que una hija debiera preocuparse más de ver a su madre.
Kylie la tomó de la mano.
–Puede que sí –dijo–. Vamos, cuéntamelo.
–No pasa nada, de verdad. Solo quería ver a mi hija y comer con ella. Vinnie, cariño, ven aquí y dame un beso, ya que mi hija no quiere.
Vinnie se acercó corriendo, moviendo la cola de alegría. Su madre lo tomó en brazos y le hizo carantoñas con una sonrisa.
Kylie suspiró.
–Bueno, yo no voy a competir lamiéndote la cara ni moviendo el trasero de felicidad –dijo.
–¿Y qué te parece si me das un abrazo?
–Estoy sucia –le advirtió Kylie.
–Puedo