Las ganas. Santiago Lorenzo
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Las ganas - Santiago Lorenzo страница 5
Pedro Crespo había recalado en Terre hacía seis meses. Era un químico venerable de sesenta y cuatro años que trabajaba en la empresa medio gratis, por la ilusión de ayudar a un menda que había aislado una sustancia, el mocordo, con aplicaciones de claro interés. Quería mucho a Benito. Le veía meterse en el laboratorio con la temeraria determinación, con el inquietante empuje y con la emocionante tenacidad de los iluminados. Le convencían sus callados logros científicos, y le ofrecía el respeto que se dedica al sujeto al que se ve sudar la gota gorda. Desplegaba con él un compañerismo paterno que a Benito, tan renuente a abrirse, le llevaba a recelar absurdamente. Y una camaradería intergeneracional que a Benito, tan precisado de abrirse, le llevaba a sentirse respaldado. Benito rechazaba y anhelaba este roce a partes iguales. Por miedo a la reedición de los palos, en el primer caso; y por su casi congénita penuria filial, en el segundo. Paradoja en la que el hombre andaba metido hasta las trancas desde siempre.
Crespo aún no había llegado. Ignacio y la Presen continuaron con su glosa.
—Eso tiene que ser horroroso —dijo Ignacio—. Que no te quiera ninguna, que se pasen los días y tú a verlas venir.
—Sacar la basura a diario hay que hacerlo. Pero que el camión del ayuntamiento no pase, eso sí que tiene que ser de apaga y vámonos.
—Desde luego la cara que trae siempre es como para llevárselo a enterrar.
—Por eso está bebiendo cada vez más. Huele a botiquín.
—Pues vaya solución. Porque no hay mayor afrodisíaco que el alcohol, digan lo que digan. Te lo dice un químico.
Las dependencias de Terre estaban en Valdemoro, municipio situado a veintiséis kilómetros al sur de la Puerta del Sol de Madrid. Los exiguos dominios de la empresa abarcaban dos espacios adyacentes, uno interior y otro exterior. El primero era un bajo de setenta y cinco metros cuadrados, con zona de recepción (un mostrador para la Presen), área de administración (un despacho de dos por dos para Benito, con el único ordenador de la empresa), cuarto de baño (mixto), cocina (una cafetera eléctrica sobre una nevera combi) y laboratorio (lo sobrante). El segundo era su patio trasero de cuatro por veinte en el que caían las pinzas de los vecinos. Era esta la zona de experimentos al aire libre, donde una colección de palos y maderos conservados en urnas eran sometidos a agresiones controladas para verificar la eficacia del mocordo famoso.
Para compensar sus desarboladuras, Benito decoró las instalaciones con objetos coloridos: papeleras, cubiletes, estores o alfombrillas se elegían con intención ambiental en verde hierba, bermellón subido, amarillo limón o naranja fuerte. Algún tabique iba pintado en rosa chicle, que daba mucha alegría a los blancos satinados de los muros. En el patio había plantado hierbabuena y perejil, y tenía esmaltadas en colores vivos las mesas de mecano que soportaban las urnas de sus pruebas de exterior. Las animosas acometidas cromáticas no hacían buenas migas con la renqueante marcha de las cosas.
Todo empezó a finales de 1994, cuando Benito tuvo un proverbial golpe de inventiva química. Fue soñando, dormido en su cama. En enero de 1995 creó Terre para desarrollar la idea que había alumbrado metido en su pijama. La empresa sería el marco científico y jurídico que acogiera las investigaciones conducentes a la materialización de su ocurrencia nocturna. Imperaba entonces el espíritu optimista sobre la iniciativa personal. Benito se lanzó a tumba abierta. Alquiló el bajo de Valdemoro y comenzó a trabajar con sus flacas huestes.
Hubo momentos para todo. Para los primeros balbuceos de heroica memoria, para los conatos de éxito, para los de derribo, para sus apuntalamientos. El proyecto se iba comiendo todos los recursos recabados y por recabar. Pero él no lo lamentó. Como premio, en octubre de 1997, y después de casi tres años de desvelos, Benito consiguió destilar el primer centímetro cúbico de un compuesto que quedó registrado en la Oficina de Patentes con la retahíla nominal ES-C21-63189/1997. En Terre lo llamaban mocordo.
El mocordo se inyectaba en la madera y esta volvía a nacer. Restituía todas las propiedades de la fibra vegetal, neutralizaba el desmembramiento celular y retardaba su envejecimiento casi hasta paralizarlo. La madera revivía orgánicamente, tuviera los años que tuviera. Llevaban probándolo desde entonces en las muestras del patio y los resultados, mes tras mes, eran cada vez más asombrosos. Para la restauración de retablos y escultura antigua, el mocordo era inmejorable.
En el historial del laboratorio brillaba el momento estelar de la decantación final de la sustancia, su gran logro técnico, tras invertir en su consecución todo el dinero (poco) y todo el esfuerzo, el tiempo y la creatividad (mucho).
Pero Benito no hacía nada con su descubrimiento si no encontraba una compañía de producción digna de tal nombre que se hiciera cargo del mismo. Que lo fabricara, lo comercializara y lo promocionara, poniendo a funcionar una planta industrial de cierto rango, una red de distribución eficaz y unos mecanismos de comunicación decentes. Unos medios a los que Terre, apenas un precario comando de investigación, no tenía ningún acceso.
Preparó cincuenta centilítros de mocordo para muestras e hizo copias del libro de especificaciones químicas. En sus catorce gestiones ofreciendo la patente a catorce compañías de toda España, Benito cosechó catorce noes. Ni él ni su producto interesaron a nadie durante el año que invirtió en presentaciones. Entonces supo de Bristol Chem., de Bristol, grupo que se dedicaba a elaborar, colocar y publicitar productos para la conservación de materiales por media Europa. Les propuso alianza en diciembre de 1998.
A la semana escasa le dieron una respuesta. Que, al contrario que las otras, denotaba un interés claro por la compra y la aceptación de la comandita. Le pidieron una carta de exclusividad, de hecho, lo que indicaba un grado importante de compromiso. Renunció documentalmente a la búsqueda de nuevas entidades y se centró en esta. Le gustó mucho que mostrara su disposición, precisamente, la empresa más asentada de entre aquellas a las que había acudido.
La incorporación de Bristol era de una trascendencia definitiva. Porque las inversiones para aislar el específico y para colocarlo ya casi se habían comido todos los fondos. Porque ya no había otro remedio que ir con la bristolada, tras suscribir la exclusividad. Y porque el área operativa de la compañía inglesa abría las puertas a la internacionalización de su reconocimiento. El que Benito se había merecido a base de dar el callo. Concluir las negociaciones y llegar a un acuerdo firmado significaba satisfacciones a toneladas.
A partir de ahí, surgió el campo minado de las indefiniciones. Bristol no progresaba en las conversaciones. Los síes del principio se hicieron imprecisos, y la comunicación se gelatinizó como el caldo de un codillo. A Benito le daban largas, le cogían poco el teléfono, jamás le habían contestado a un mail, pasaban de todo, se comportaban con la informalidad que los españoles creemos que nos es privativa. Como si dudaran, como si no lo vieran claro, como si no lo quisieran, como si ocurriera algo sospechoso. Llevaban así diez meses.
La única solución pasaba por insistir telefónicamente a Bristol, y recordar a los supuestos interesados el supuesto interés que habían mostrado. A veces le contestaban las llamadas. Benito entonces, con su inglés del bachiller, lidiaba como podía para medio conversar más o menos dignamente con quien le cogiera.
Cuando eso sucedía, lo peor no era el idioma. Al químico Benito, vendedor de circunstancias, le paralizaba el pánico. Con él a cuestas, en llamadas temblorosas que se le hacían