Las ganas. Santiago Lorenzo
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El efecto era que las conversaciones, cuando se daban, resultaban cada vez más difusas, y con empleados cada vez menos autorizados. Benito se culpaba de ello, y hacía de tripas corazón para intentar hablar con Bristol regularmente, por seguir al quite. Su improbable objetivo era contactar con Ken Heemstra, director de la compañía, que era lo suyo. Sacarle un hello, decirle que entonces qué. Quedar con él, en última instancia, en ínsula o en península, daba lo mismo, con un intérprete afable que quebrara las barreras del idioma. Pero en sus asaltos telefónicos no conseguía infiltrarse más allá de las alambradas de los subalternos, que cada vez parecían más hartos de él.
Cada cuatro o cinco semanas, sin embargo, Bristol respiraba de nuevo. Anunciaban a Benito una inminente llamada de un monicaco próximo a Ken Heemstra, le echaban una flor a su mocordo, le emplazaban para una nueva conversación. Jalones en lontananza que hacían que el jefe de Terre recobrara la fe. Luego, a los pocos días, el diálogo se interrumpía nuevamente, las esperanzas se diluían en el aire y otra vez vuelta a empezar. Mientras Bristol no comprara, haber destilado el mocordo le valía a Benito lo mismo que haberse hecho un Cola-Cao. Los ingleses ni siquiera habían llegado a la fase de proponer una oferta. Ni en pesetas, ni en libras, ni en ECU, ni en denarios. Ni a eso se habían aproximado. Había que insistir en que se pronunciaran. Con lo que costaba.
Entre su apuro innato y que en Bristol sólo daban señales de vida de Pascuas a Ramos, Benito se reconcomía. Sus días consistían en ir viendo cómo su hallazgo químico se cifraba en el hallazgo de su incapacidad para saber dónde coño meterlo y qué cojones hacer con él. En el patio de Valdemoro, a todo esto, el mocordo exhibía sin espectadores sus potencias prácticas, en una hilera de maderas a las que sometían al sol, al agua, a los bichos más asesinos. Las piezas tratadas con soluciones convencionales estaban hechas unos zorros. Las protegidas con el gel de Terre lucían casi más lustrosas que cuando empezaron a atacarlas. Todo, para nada.
Mientras tanto, era muy doloroso ver cómo otras empresas, coetáneas a la suya y de dimensiones similares, salían adelante, germinaban, sacaban la cabeza, en una coyuntura de bonanza económica que se adivinaba propicia como nunca antes. El país entero transitaba por la más rutilante era de prosperidad de su historia contemporánea.
Terre, no. Con todos los huevos puestos en esta cesta, Terre languidecía inmersa en el sinsentido de vivir su peor momento industrial bajo el lucero flamante de su específico más meritorio, más funcional, más loable y más innovador. Tras cinco años de devaneos, científicos y/o comerciales, todo lo hecho se cifraba en una sola pauta: o se cerraba el trato con Bristol o se cerraba la empresa.
En Terre nadie cobró nunca grandes nóminas. Los dos mayores venían por apenas lo que un becario mal pagado, y ellos tan contentos. A Ignacio y a Benito les llegaba para un sueldo discretito que durante los primeros años consideraron transitorio. Pero el estancamiento obligaba a Benito a reducir su asignación mes a mes, porque los restos del dinero se estaban agotando. La idea principal de Terre, apuntada incluso en sus propios estatutos fundacionales, era la dedicación a la química de investigación para su aplicación práctica. Sin embargo, y por salvar la situación, Benito dedicaba cada vez más tiempo a buscar apaños a pie de calle que le permitieran ingresar cuartos: un análisis alimentario para un colegio, una calidad de aguas para una finca, una certificación de asepsia para una charcutería. Remiendos con los que desvirtuaba sus propósitos y objetivos, y que casi nunca eran bien remunerados ni abonados en plazo.
En una entidad de esta parca anchura, todo se sabía. Si se colegían las intimidades sexuales de su jefe, cuánto no se confirmarían las económicas. A Benito le parecía innoble ocultarlas, por lo demás, con lo que los avatares y los tropezones eran parcela comunal. La plantilla de Terre valoraba el hecho de que Benito, como representante de producto, hacía lo que podía. Pero se palpaba que todo lo que podía hacer no era gran cosa. Les enternecía cuando le veían deambular en el tráfago de querer vender su hallazgo, con la impericia comercial y la querencia a meter la cacha hasta el fondo de los párvulos. Pero la coyuntura también les preocupaba.
Por ahora, la tropa parecía cohesionada, para alivio de Benito. Sería mejor así. Mientras no comenzaran las insubordinaciones o no le empezaran a insultar, más fácil sería ir comunicándoles que la indefinición de Bristol les estaba llevando irremisiblemente a la liquidación. Se repartirían la hierbabuena, el perejil, los cubiletes y la cafetera. Y sería muy triste y, para Benito, muy frustrante y muy poco justo.
No estaba al tanto de que Ignacio, por su parte, ya había tomado la delantera a la situación. Estaba buscando algo por otras compañías desde hacía algún tiempo. Igual que la Presen, cada vez más hecha a la idea de que tampoco sería tan malo quedarse en el sofá viendo la tele si lo encontrado por el vástago no preveía escolta materna.
Crespo, por el contrario, estaba fuertemente comprometido con Benito y con Terre. Abominaba sin ambages de la expectativa de tener que abandonar. Hubiera querido hablar inglés para secundar a su jefe, para crear un nuevo frente de insistencia y negociación, para exigir concreción a los bristolianos, para mandar al cuerno a toda la Britania si no se llegaba a nada. Sólo le cabía lamentar su mal oído para los idiomas y animar a Benito en la medida de lo posible.
Mientras las cosas iban tan mal en lo empresarial, y fuera del titular, todo el mundo en Terre estaba feliz con su vida amorosa. A esos efectos, Benito los envidiaba hasta arriba. Le parecía imposible que se pudiera haber triunfado tanto en el tema de los cariños.
Ignacio sería invisible en la facultad a ojos de Benito, pero tenía dos novias. Era hombre de voz muy bonita. Una amiga suya, apenas una conocida, una chica sin atractivo ninguno, empezó a llamarle un día. Y se masturbaba oyéndole, intentando que no se le notara. Ignacio se dio cuenta a la tercera llamada. Tuvo una ocurrencia. Empezó a hacer lo mismo que ella hacía. Empezó, por tanto, a asociar la voz de la chica con su placer. Al fin quedaron. Se echó la tercera novia.
Tras treinta y seis años de casada, la Presen hablaba de su marido como si sólo llevara con él una gozosa primera semana. Se pintaba los labios al salir de Terre, no al entrar, denotando que se reservaba su mejor cara al prójimo para la intimidad de su domicilio. Sacaba el tema lúbrico con la naturalidad de quien habla sobre camiones de basura y ayuntamientos, y a Benito le pasmaba que lo hiciera delante de su hijo sin más miramientos. Era físicamente hasta un ápice desagradable, pero la jovial desenvoltura con la que apelaba al sexo plantaba brotes de deseo en la mente necesitada de Benito. Hasta ahí llegaba su desesperación.
A Crespo, viudo, le venía a buscar los martes una señora de apreciable aspecto, con el desparpajo de la persona madura que sabe que está trazando nuevos límites a la relación entre la edad y el galanteo. Se había filtrado la sospecha de que quedaban sólo para follar. Se maliciaba en Terre que habían desnudado su relación de todo lo que la entorpecía, y que de la monda había resultado esta naranja. Crespo, discretísimo para todo, no hablaba jamás de ella. Pero todos daban por sentado que el hecho de citarla en su puesto de trabajo, a la vista de todos, era su forma de cantar su alegría a los cuatro vientos, aún a boca cerrada.
En esta cata de sabores maridados, Benito era el non. Sus compañeros lamentaban sus desiertos y sentían pena ante pronósticos de sequía tan palmarios. Que no se cifraban en que mirara con ganas a las mujeres, sino en todo lo contrario: en que les rehuía la mirada si alguna aparecía por el laboratorio. En que evitaba hablar de amor o de sexo: si salía el tema, de pitorreíllo o en seriecito, enseguida él se sonreía desencajadamente y decía «cómo sois, siempre pensando en lo mismo», o algo de eso. A los de la oficina, Benito