Las ganas. Santiago Lorenzo

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del tirador del armario el recuerdo del perfume, del pelo de la moqueta un rizo de su albornoz, de la mesilla de noche su marcapáginas, del embozo un cabello puro, de un tocador sus bolsillos vaciados, del respaldo de una silla su leve fatiga vespertina.

      Siguió hacia Chamartín, concentrado en que quizá ese lunes Bristol diera señales de vida. Caminaba proponiéndose en balde no volver a mirar la tienda hasta que pudiera entrar en ella, a comprar cuatro enseres con los que desbravar la aridez de su viejísima casa recién estrenada. Hasta entonces, sólo podría imaginar. Como con tantas cosas.

      Si hasta las estribaciones de la estación solía haber poca gente, Chamartín estaba siempre hasta arriba. Ahí empezaban los disparos de fuego real.

      Era un octubre, como se dijo, de atuendo aligerado. Ya de mañana, muchas de las mujeres iban acompañadas por sus novios. Que las cogían por el talle o por donde se prestara. Ellas les iban besando, acariciando, chupando a veces, con sus manos femeninas en los bolsillos traseros de ellos. O viviendo su amor o con cara de que lo iban a vivir en cuanto llegaran a casa a la caída de la tarde.

      Benito sufría sus ganas, su envidia, sus celos ilegítimos. Siempre pensaba lo mismo:

      —Mucho rollo con prevenir el deterioro de la madera pero aquí el que se está pudriendo soy yo. Que más me habría valido inventar un remedio para inyectármelo a mí y no pudrirme, en vez de para inyectárselo a un retablo.

      En el andén de Chamartín, una chica se sacó con los dientes una lasca de uña y se la regaló a su amigo para que se la comiera.

      En el vagón, Benito jugaba a ocupar el asiento de la mujer que se bajó del tren, para tocar con las nalgas aquellas que se apearon.

      Intentaba despegar su oreja todo el tiempo, para no oír los relatos que excitaban su deseo (su disgusto). Pero o su oído era muy fino o las conversaciones se celebraban a volumen alto. Benito veía cómo la gente nadaba en la abundancia sin apenas inmutarse. Un joven con un patín le contaba sus problemas a otro.

      —Hace ya una semana que no follo. Desde el día de mi cumpleaños. Que la amiga de mi hermana estaba mal de pelas para comprarme el regalo y me regaló follar con ella.

      —Qué rácana.

      —Bueno, todo el mundo me compró algo, no iba a venir ella sin nada. Menos da una piedra.

      También ese lunes se subió el músico ambulante en la estación de Recoletos. Pedía la voluntad y cantaba «Eu daria a minha vida». A Benito se le hacía insoportable, porque ya para entonces llevaba el ánimo hecho jirones y cualquier cosa le ponía la lágrima por fuera. Se tenía que aguantar como podía. Porque, a ver, un chorbo llorando en todo el medio del tren, a qué venía eso. Muy violento.

      Como el músico calló al acabar la canción, a Benito le llegó la parla de cuatro sujetos que iban hablando de sus cosas entre carcajadas. Hizo uno un comentario que Benito pilló al vuelo:

      —Mejor nos iría si los políticos follaran más.

      «Como si fuera tan fácil», pensó él.

      Peor fue el siguiente. Esta vez, a cuenta de dos hombres maduros, ya muy cerca de Atocha:

      —Aquí el que es joven y no pilla cacho es que es gilipollas.

      La desazón de Benito relampagueaba, aumentada por el pavor a que le descubrieran sus carencias y le endosaran el insulto que le acababan de dedicar. El tren llegó a la estación. Tocaba transbordo.

      En los pasillos, Benito asistió a un evento que lo dejó de una pieza. Caminaba detrás de una chica, tan guapa como tantas. En dirección contraria venía un chico de treinta y varios. Faltaban todavía doce pasos para el cruce cuando Benito comenzó a notar cómo el chico miraba hacia ella con algo parecido a una laudatoria sonrisa. Ella lo notó (y Benito a la par), y se azoró. Pero sin remilgos, sin dramas y hasta con un ademán de agradecimiento en la actitud. Al pasar junto a la mujer, que ya casi se reía aprobatoria, el hombre le dijo algo. Era lo que Benito sería siempre absolutamente incapaz de hacer. Ella aún caminó un paso, y él otro, pero ya con las cabezas giradas y con los labios en movimiento. Enseguida se detuvieron y se aproximaron. Benito los alcanzó y oyó cómo él hablaba:

      —Las había visto de todos los colores. Pero malva, nunca.

      Y señalaba a las zapatillas de la mujer. Que eran malva, en efecto, y que le quedaban tan festivas, tan golosas, tan de paso al frente.

      En el breve momento de unos metros, el chico había tenido tiempo de fijarse en ella; y de pergeñar un atisbo de conversación plausible. Había tenido la entereza de abrir la boca y sacar aire modulado en la dirección correcta. Había tenido la confianza suficiente y necesaria como para transmitírsela a ella. Había tenido la suerte incomprensiblemente inmensa de atinar. Había tenido de todo, en el lapso exiguo de unos segundos. Benito continuó caminando. A veinte pasos, se giró simulando buscar una Boutique de la Prensa, como hacía a veces para prolongar una mirada clandestina. Les vio juntos, entrando en un puesto de regalices. Iban tan contentos, dejando para más tarde lo que fueran a hacer a Atocha. A Benito la admiración le rebosaba por las costuras de la camisa hasta convertirse en resentimiento. Supuestamente, contra la nueva pareja recién formada. En el fondo, contra sí mismo.

      Segundo tren. Más charla ajena.

      —Una manada de ciervos. Llega la época del celo. Los machos se lían a cabezazos para ver quién monta a la hembra. Sólo gana uno. ¿Y los demás? ¿Qué hacen, con todos los huevos llenos? ¿Se la cascan con las pezuñas? ¿Frotándose el pito con un árbol?

      —Se ponen a tiro de los cazadores.

      En San Cristóbal de los Ángeles se subió una joven de veinte años que se fue directa a un chico de la misma edad. Se besaron, lo que denotaba que habían quedado en el vagón. Benito cazó al vuelo la conversación de los amantes.

      —¡Hola, amor! —saludó él—. ¿Qué tal la mudanza?

      —Acabamos de acabar, de ahí vengo. Sesenta cajas nos hemos bajado. No te me acerques mucho, que íbamos con el tiempo justo y no me he podido ni duchar.

      Él la abrazó y la besó.

      —Mejor. Más olor a Sonia.

      Sonia debía de ser ella. Los dos se reían creyendo que nadie registraba sus pláticas.

      El tren llegó a Valdemoro. Quince minutos más de baldosa. Casi llegando a Terre, Benito paraba siempre en la vecina panadería Sánchez, a comprar la media barra que se comía a las doce. La altiva panadera Yureni hablaba con todo el mundo, pero a él lo despachaba y listo. Muy joven, deseable, fecundativa, de las que Benito se barruntaba que ha colocado la Naturaleza adrede (una por cada diez mil habitantes) para amarrar la pervivencia de la especie (su versión masculina es olorosamente eyectiva). En la panadería, cada mañana, Yureni celebraba con cenutria implicación la mugrienta telerrealidad de gallinero de anoche, y las novedades emitidas para desgraciados y peleles volaban por el local como el aroma a mantequilla. Por su vertiente trascendente, Yureni había pegado un folio en la pared trasera con la asnada esa de LA VIDA ES COMO UN ESPEJO: TE SONRÍE SI LA MIRAS SONRIENDO.

      Cuando Benito entró, Yureni hablaba con Soraya, una amiga de su mismo año y entramado que siempre andaba metida en la tienda. La panadera mostraba su extrañeza por el octubre tan anómalo que estaban teniendo.

      —El calor que hace

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