Las ganas. Santiago Lorenzo

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quien quiere espantar a las cucarachas en verano: por miedo a las cucarachas».

      Madre e hijo seguían al hilo de la plática cuando llegó Crespo. Le gustaba trabajar en bata blanca, que se empezó a calzar en silencio después del saludo.

      —Pues vaya plan de vida —continuó la Presen—. Todo el día con el pito guardado en el bolsillo.

      —A ver si ofertan los de Bristol y se le cambia la cara —aventuró Ignacio.

      —Podíamos decirle que ya han ofertado.

      —Sí, claro. ¿Y si al final no entran?

      —Decimos que entendimos otra cosa porque de inglés andamos flojos.

      —Qué injusticia lo de las chavalas. Porque el tío es majo. Un poco soso. Un poco feo. Pero majo.

      Entre lo que Crespo oyó de la conversación y lo que indujo de la misma por su cuenta; entre lo que llevaba inferido sobre Benito desde hacía meses y lo que llevaba macerado desde hacía décadas, Crespo metió baza.

      —Benito se ha portado con todos como no se ha portado nadie. Yo sólo llevo aquí medio año, pero nunca me he encontrado con un jefe tan válido, tan currante y tan sincero. Que tenga a sus empleados así, sin enjuagues raros, trabajando como el que más. Sin trampas, sin racanadas, sin mierdas. Que nadie hemos dejado de cobrar, y eso con Bristol colgando.

      Era imposible no estar de acuerdo.

      —Habría que hacer algo —propuso Ignacio—. Echarle un cable, a ver si sale del pozo.

      —Eso es lo que yo creo —continuó Crespo—. Pero menos palique y más actuar. Hay que ayudarle con actos. Y yo le tengo preparado un plan que, si funciona, va a hacer que empiece a dormir bastante mejor.

      Le colmaba de gozo poder echar una mano a un tipo que tanto lo precisaba. A un tipo que le caía tan bien.

       4

      Antes de heredar la casa de la abuela, Benito vivía en Pinto. Tenía veinte minutos de autobús, desde su piso al laboratorio de Valdemoro. El nuevo domicilio le ahorraba pagar el alquiler, motivo más que suficiente para la mudanza. Pero el trayecto que antes cubría en un momento se convirtió en una expedición en regla de setenta minutos de intrincada singladura. En 1999, la ruta le suponía estas etapas: de Los Rosales tenía que ir a pie a la estación de Chamartín. Coger allí una composición de Cercanías hasta Atocha, por el tubo subterráneo que empezó llamándose de chufla Túnel de la Risa y que se ha quedado con el nombre oficialmente. Tomar luego otro tren desde Atocha hasta Valdemoro, con paradas e incidencias. Y desde allí, caminar un kilómetro hasta Terre (en General Martitegui, 24. Bajo).

      La tortura no venía por la largura del itinerario, ni por su prolongada duración. Sino por el hecho de que esos sesenta y tantos kilómetros recorridos de ida y vuelta, esas casi dos horas y media transcurridas, eran el ágora lineal en el que Benito se cruzaba con mujeres, mujeres y más mujeres. Altas y bajas, más delgadas o menos, de una edad y de otra, guapas y no tanto. Una selva de deseo insatisfecho que Benito digería cada vez con peor yeyuno.

      A esta angustia frustrante y callejera, Benito la llamaba el tremedal. El tremedal era la congoja de ir por la ciudad muerto de ganas, perplejo ante la belleza de miles de rostros y miles de miembros con los que no tendría jamás la más mínima posibilidad de porlar. Porque también al acto sexual le había cambiado el nombre. Su repelús a decir follar era la manifestación transverbal del desconcierto en que le sumía el significado que el significante proscrito denotaba. Las palabras y locuciones habituales para referirse a ello le sonaban impertinentes, frívolas, pecuarias. Porlar no sonaba a nada, luego le hacía menos herida.

      Procuraba salir poco, para evitar visualizaciones. Se encontraba en ocasiones con problemas hasta de abastecimiento de comida y bebida con tal de no exponerse al suplicio. Le amargaba pensar que en realidad, evitando el contacto con la gente se estaba negando, técnica, física y lógicamente, la posibilidad de encontrar a alguien a quien amar.

      Lo de ir a trabajar cada día, sin embargo, eso era insoslayable. Un calvario para cuatro de los cinco sentidos, porque tocar no tocaba nada.

      El lunes en el que Ignacio y la Presen verbalizaban sus certezas, Benito se disponía a salir de su guarida a las nueve de la mañana, como cada día. Con sus dos chinchones en la tripa, que últimamente podían ser tres. Duchado y vestido, que a ver para qué o para quién.

      Antes de abrir la puerta, también como siempre, se dio a la meditación. Extraía sus conclusiones: que debía recomponerse y salir a la calle erguido, llamando así a la vibración buena.

      —Hay que cambiar de actitud, más a positivo.

      Lo había intentado. A conciencia y con la mejor cara posible, levantando el ánimo a base de oír discos, de leer en libros casos parecidos al suyo y de imaginarse con sus prendas favoritas, luciéndolas con garbo. Todo lo antedicho lo había mascado, concluyendo que la pega es que el ánimo sólo se puede manipular hasta cierto nivel. Luego cae, y explota, y arde en desastre por sí solo. Benito se concentraba en llevar el humor amarrado hacia arriba, pero se encontraba con los noes gestuales de los viandantes —de las viandantes—, con sus miradas apartadas, con sus microscópicos desprecios, o los ingentes, y las cuerdas del atadijo se le soltaban. «Cambiar de actitud, más a positivo». ¿Qué escobilla para limpiar las babas de la flauta de solución era esa? ¿Qué tendría que hacer para ponerla en práctica? ¿Pintarse una U en la cara con un rotulador rojo?

      Había leído por ahí máximas aún peores: «Cuando realmente deseas algo, todo el universo conspira para que lo consigas». Pues menuda estupidez. A nadie veía Benito desear más algo que a sí mismo deseando lo que ya se sabe, y las cosas sólo iban a peor.

      Salió de casa. Emprendió otra vez el camino por la pista de sus frustraciones. Y Benito se dispuso a mirar lo justo, y al bies, caminando sobre las aceras, esperando en los andenes, subido en los vehículos. Admirado, deseoso, descoyuntado. Pensando en sus cosas para desviar la mente, del mismo modo que miraba a los suelos para neutralizar los peligros de la vista.

      Primero cubrió el tramo 1, el que iba a zapato hasta la estación. Por fortuna, siempre fue un barrio de escasa presencia humana, y las calles estaban medio vacías. Era un alivio. Pero que nunca duraba mucho. Su martirio se le echaba al rostro por contigüidad imaginativa. Era al pasar por Oronella, una inmensa y acogedora tienda de muebles de bellísimas composturas, soberbiamente decorada con telones, alfombras y cortinajes, e iluminada por alguien que sabía hacerse querer. A pesar de sus esfuerzos por pasar de largo, Benito se paraba casi siempre ante el escaparate y miraba al interior, mascando sus carencias frente a las maderas excelsas y recordando por oposición su claustro desierto. Dos semanas atrás, un camión estaba cargando género. La puerta de Oronella permanecía abierta y olía a estar bien. El olor a estar bien era para él una mezcla de aromas a barniz satinado, chocolate con trocitos de frutas, wolframio incandescente y lana virgen.

      Al fondo de la tienda quedaba la zona que Benito escudriñaba con más ansia y con más inquietud. La de dormitorios. En la que lucía en penumbra una alcoba adorable presidida por una cama de nogal perfectamente vestida. Vestida de textil y vestida de las consiguientes fantasías.

      En su imaginación hambrienta, el escenario aparecía habitado por la figura holográfica de una mujer que evolucionaba por la casa: agachándose a cerrar una cajonera, plegando sábanas limpias, metiendo

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