La última vez que te vi. Liv Constantine
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—Kate. —La voz de Simon volvió a invadir sus pensamientos—. No pienso dejarte sola. No cuando estás amenazada.
Kate levantó lentamente la mirada hacia él. No podía pensar con claridad. Pero la idea de quedarse sola en aquella casa enorme le resultaba terrorífica.
Asintió.
—Por ahora puedes seguir en la suite de invitados azul —le dijo.
—Creo que debería volver al dormitorio principal.
Kate notó el calor que le subía por el cuello hasta las mejillas. ¿Su marido estaba usando la muerte de su madre para volver a ganarse su afecto?
—Desde luego que no.
—Está bien, de acuerdo. Pero no entiendo por qué no podemos dejar atrás el pasado.
—Porque no se ha resuelto nada. No puedo confiar en ti. —Se quedó mirándolo fijamente—. A lo mejor Blaire tenía razón.
Simon se dio la vuelta con expresión sombría.
—No tenía por qué venir hoy.
—Tenía todo el derecho —respondió ella, enfadada—. Era mi mejor amiga.
—¿Has olvidado que trató de acabar con nuestra relación?
—Y tú te estás encargando de terminar el trabajo.
Simon apretó los labios y se quedó callado unos segundos. Cuando por fin habló, su voz sonó fría.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no hay absolutamente nada? Nada.
Kate estaba demasiado cansada para discutir con él.
—Me voy arriba a acostar a Annabelle.
Annabelle estaba en el suelo con un puzle, con Hilda sentada en una silla cercana, cuando Kate entró en el dormitorio de la niña. ¿Qué habría hecho sin Hilda? Se portaba de maravilla con Annabelle; era cariñosa y paciente, y se mostraba tan entregada con Annabelle que Kate debía recordarle que el hecho de que viviera con ellos no significaba que estuviese de servicio en todo momento. Hilda había sido la niñera de los tres hijos de Selby. Cuando nació Annabelle, Selby le sugirió que la contratara, dado que su hijo pequeño iba a empezar a ir al colegio y ya no necesitaría una niñera a jornada completa. Kate se sintió aliviada y agradecida de tener a alguien de confianza que cuidara de su hija. Conocían a Hilda de toda la vida, y su hermano, Randolph, había sido el chófer de Georgina durante años, un empleado de confianza. Había salido a la perfección.
Kate se arrodilló junto a su hija.
—Qué gran trabajo has hecho.
Annabelle la miró con su carita de querubín y sus rizos rubios.
—Toma, mami —le dijo entregándole una pieza del puzle—. Hazlo tú.
—Mmm. Vamos a ver. ¿Va aquí? —preguntó Kate, y empezó a poner la pieza en el hueco equivocado.
—No, no —dijo la niña—. Va aquí. —Agarró la pieza y la puso en el lugar adecuado.
—Ya casi es hora de acostarse, cariño. ¿Quieres escoger un libro para que mamá te lo lea? —Se volvió hacia Hilda—. ¿Por qué no te vas a la cama? Yo me quedaré con ella.
—Gracias, Kate. —Hilda le revolvió el pelo a Annabelle—. Hoy ha sido una auténtica guerrera, ¿verdad, cielo? Ha sido un día muy largo.
—Sí —le dijo Kate con una sonrisa—. También ha sido un día largo para ti. Vete a descansar.
De la librería, Annabelle sacó La telaraña de Carlota y se lo llevó a Kate. Se sentó en la cama mientras su hija se metía bajo las sábanas. Le encantaba aquel ritual nocturno con Annabelle, pero las noches desde la muerte de Lily habían sido diferentes. Deseaba abrazar a su hija y protegerla de la trágica realidad.
En cuanto Annabelle se quedó dormida, Kate apartó el brazo y salió de la habitación de puntillas. Contempló la última habitación de invitados al final del pasillo, la que ocuparía Simon. Tenía la puerta abierta, la habitación estaba a oscuras, pero veía una luz encendida por debajo de la puerta de su cuarto de baño y oía el agua correr.
Apartó la mirada y pensó en Jake. Sus padres no habían acudido a la reunión en casa después del entierro, de modo que no había tenido oportunidad de hablar con ellos; lo que tal vez hubiera sido mejor, dados los malos recuerdos que debía de producirles. Jake y ella se habían criado en el mismo barrio y prácticamente se conocían desde siempre, pero fue en el instituto cuando se enamoraron. Kate aún recordaba su último año, cuando se sentaba en las gradas y Jake le sonreía desde el campo de lacrosse; daba igual el frío que hiciera aquellos días de partido de febrero o marzo, porque sentía aquel calor por dentro. Y él nunca se perdía una de sus carreras de atletismo y la animaba con su voz profunda. Ambos solicitaron plaza en Yale y parecía estar claro que iban a pasar juntos el resto de su vida; hasta la noche en que todo cambió. Con el paso de los años, Kate había revivido la noche de la fiesta una y otra vez en su cabeza, imaginando que todo acababa de un modo diferente. Si se hubieran marchado diez minutos antes, o si no hubieran bebido. Pero, claro, no podía cambiar la realidad. Lo había perdido en cuestión de unas pocas horas. Cuando fue a su casa pocos días después del funeral, se encontró con las persianas bajadas. Había periódicos atrasados en el porche de la entrada y el buzón estaba lleno. Al final, sus padres y sus dos hermanas acabaron mudándose.
Continuó por el pasillo hasta su dormitorio para prepararse para irse a la cama, aunque sabía que no podría dormir. Entró en el dormitorio, se desabrochó el vestido negro del funeral y lo tiró al suelo, sabiendo que nunca más podría volver a ponérselo. Cuando encendió la luz del cuarto de baño y se miró en el espejo, vio que tenía el pelo lacio y los ojos rojos e hinchados. Al acercarse para mirarse mejor, advirtió algo oscuro por el rabillo del ojo y se quedó helada. Empezó a sudar y a temblar sin control mientras retrocedía horrorizada. Iba a vomitar.
—¡Simon! ¡Simon! —gritó—. ¡Ven aquí, deprisa!
A los pocos segundos Simon apareció a su lado mientras ella seguía mirando los tres ratones muertos, colocados en fila en el lavabo, con los ojos arrancados. Y entonces vio la nota.
Tres ratones ciegos,
tres ratones ciegos.
Mira cómo corren,
mira cómo corren.
Buscaban una vida con dinero,
pero él les sacó los ojos con un cuchillo de carnicero.
¿Alguna vez habías visto algo tan maravilloso
como tres ratones ciegos?