La última vez que te vi. Liv Constantine

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La última vez que te vi - Liv Constantine HarperCollins

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sus años en Mayfield, había creído que nunca llegaría a jugar en la misma liga social o económica que el resto de sus amigas. Había sido duro sentirse siempre un paso por detrás. Pero, cuando su primer millón se duplicó y empezaron a aparecer reseñas suyas en revistas y periódicos nacionales, por fin sintió que podía valerse sola.

      Se acercó a la larga mesa del comedor, se sentó y revisó su correo electrónico. Borró los mensajes de rebajas de Barney’s y Neiman’s, pensando que tenía que empezar a eliminar su suscripción de todos los correos basura que inundaban su bandeja de entrada. Abrió un mensaje de su publicista sobre dos conferencias a las que los habían invitado a Daniel y a ella para hablar. Le reenvió el correo a Daniel con un signo de interrogación.

      Después buscó en Google el nombre de Lily Michaels, algo que no se había atrevido a hacer desde que se enterase de la noticia. La página se llenó de resultados. Pinchó en un enlace del Baltimore Sun y vio una foto de la hermosa y sonriente Lily junto al titular, Heredera de Baltimore golpeada hasta la muerte en su casa. Ojeó el artículo, que incluía una declaración del Departamento de Policía. Decía que tenían un gran número de sospechosos. Gracias a la documentación que había hecho para sus libros, Blaire sabía que el marido siempre era el principal sospechoso. La policía husmearía en la vida de Harrison y, si encontraba el más mínimo indicio de que tuviera un motivo para matar a Lily, se lanzarían sobre él con la ferocidad de un perro de presa. Lily y él siempre le habían parecido felices, pero en quince años podían cambiar muchas cosas.

      Siguió bajando por la página y llegó a la necrológica. Era un artículo grande. Destacado. Igual que Lily. Mencionaba sus colaboraciones benéficas, su fundación y lo mucho que había contribuido a su comunidad. Sintió una punzada en el corazón al leer que Lily dejaba una hija y una nieta. Pensó en su último año de universidad. Kate llevaba unos meses saliendo con Simon y de pronto tenía cada vez menos tiempo para ella. Un viernes por la noche recibió una llamada de Harrison preguntándole si sabía cómo localizar a Kate, que no estaba en su apartamento del campus ni respondía al móvil.

      —¿Va todo bien? —le había preguntado ella.

      —Lily ha tenido un pequeño accidente de coche —le había explicado Harrison.

      —¡Oh, no! ¿Qué ha ocurrido?

      —Alguien le dio por detrás. Tiene un latigazo cervical y una muñeca rota. Mañana estoy de guardia y esperaba que Kate pudiera volar aquí y echar una mano durante el fin de semana.

      —Lo más probable es que Kate ya se haya marchado. Me dijo que se iba con Simon a esquiar a Stowe.

      Había notado un suspiro al otro lado de la línea.

      —Entiendo.

      —¿Y si voy yo? —le había preguntado impulsivamente—. Puedo tomar un tren a primera hora desde Penn Station y estar allí a las nueve.

      —Blaire, es muy amable por tu parte ofrecerte. Muchas gracias.

      Había percibido el alivio en su voz. Había ido a ocuparse de Lily y resultó ser uno de los fines de semana más agradables que recordaba. Solas Lily y ella, charlando, viendo películas antiguas, jugando al Scrabble.

      Lily la había abrazado con fuerza y le había sonreído con los ojos entornados.

      —Blaire, cielo, no sabes lo mucho que te lo agradezco —le había dicho mientras le acariciaba la mejilla—. Qué afortunada soy de tener no una hija, sino dos.

      Sí, Kate había perdido a su madre y era terrible. Pero Blaire la había perdido también; no una, sino dos veces.

      5

      Kate se estremeció, con los dientes apretados, cuando se levantó de la cama y contempló la puerta del cuarto de baño a la mañana siguiente. No podía entrar ahí. Aún no. No mientras el olor putrefacto de los ratones siguiera pegado a ella. Y esos horribles ojos; cada vez que cerraba los suyos, los veía, con las cuencas vacías devolviéndole la mirada. Le había pedido a Fleur, el ama de llaves, que trasladara sus cosas a uno de los baños de invitados por el momento. La policía se lo había llevado todo, los roedores muertos y la nota, y había rastreado la estancia en busca de pruebas. Si no estaban seguros de que corriera peligro después del mensaje, los ratones muertos los habían convencido, y la preocupación de Anderson resultaba evidente mientras contemplaba el lavabo. Les había aconsejado a Simon y a ella que se guardaran los detalles.

      Primero el mensaje de texto y después eso; ¿quién estaría observándola, esperando para hacerle daño? Aquella cancioncilla infantil, con su melodía aburrida, no paraba de repetirse en su cabeza, una y otra vez, hasta darle ganas de gritar. ¿El asesino tendría un tercer objetivo en mente? De ser así, ¿quién sería? ¿Simon? ¿Su padre? ¿Annabelle? Se estremeció al pensarlo. ¿Y qué clase de vida con dinero buscaba ella? Había trabajado como loca para entrar en la escuela de medicina y bordar el examen de acceso. Después de eso, había pasado casi cinco años de residencia y otros dos con una beca de cardiología. Había dedicado su vida a salvar la de los demás. Y su madre había sido una generosa filántropa y defensora de las mujeres, admirada por la comunidad; salvo, evidentemente, por quien fuera que estuviera enviando esas notas.

      Como precaución, Simon había contratado seguridad privada. El año anterior había llevado a cabo una reforma arquitectónica para BCT Protection Services, una empresa de seguridad de Washington, DC. Había llamado a su contacto allí y ahora había dos guardias apostados frente a la casa y otros dos dentro; uno junto al pasillo, en el pequeño estudio, monitorizando la finca con ordenadores a través de las cámaras instaladas fuera, y el otro haciendo rondas de la primera planta cada hora. La policía se había ofrecido a colocar un coche frente a la casa, pero Simon había convencido a Kate de que estarían mejor con BCT, que podían hacer guardia las veinticuatro horas del día. Anderson les había dicho que el tamaño y la extensión de su propiedad harían que fuese un desafío protegerla, sobre todo con el enorme bosque adyacente a su finca de ocho hectáreas, pero BCT les había asegurado que estaban preparados para hacerlo.

      Kate caminó nerviosa por el pasillo hasta el cuarto de baño de invitados, con la bata bien apretada en torno a su cuerpo. Le aterraba pensar que el asesino hubiese logrado colarse en su cuarto de baño sin ser visto en cuestión de unas pocas horas. Cierto, la casa había estado llena de gente durante la recepción, pero eso no mejoraba la situación. La policía y el equipo de seguridad habían registrado la casa al llegar, pero no lograba quitarse de encima la sensación de que habían pasado algo por alto, de que quien fuera que hubiera dejado los ratones estaba en su casa en ese preciso instante, escondido en alguna parte, acechando tras una puerta cerrada, escuchando.

      Se había pasado la mañana en la cama y ahora solo le quedaban unos minutos para vestirse antes de la lectura del testamento de su madre, que estaba prevista para las diez de aquella mañana en el despacho de Gordon. Habían considerado la posibilidad de cancelarlo tras las amenazas, pero decidieron que era mejor quitárselo de encima. Cuando entró en la cocina con el sencillo vestido gris de tubo que había escogido, Simon estaba leyendo el periódico. Su padre estaba sentado a la mesa jugando a las cartas con Annabelle. No había vuelto a su casa desde aquella terrible noche y, en su lugar, se había instalado en el apartamento frente al río en el centro de Baltimore que Lily y él habían comprado el año anterior como retiro de fin de semana. Annabelle levantó la mirada de las cartas y se bajó de la silla de un salto.

      —¡Mami!

      Kate tomó a su hija en brazos y aspiró el aroma de su champú de fresa.

      —Buenos

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