La última vez que te vi. Liv Constantine
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—Esto es un aburrimiento. Vamos. Voy a enseñarte algo interesante.
—Mejor no. Quizá en otra ocasión —le dijo ella. Pero, al alejarse, él se le acercó más.
—Venga. Te va a gustar. Te lo prometo.
—¿Qué es lo que me va a gustar?
—Mi nuevo proyecto de arte. Llevo meses trabajando en ello. Sígueme. —Intentó darle la mano, pero Kate juntó las suyas mientras él la guiaba.
Lo siguió hasta un ala de la casa en la que nunca había estado. Tras conducirla por un largo pasillo, Gordon se detuvo frente a una puerta cerrada y se volvió hacia ella.
—Mi madre me ha regalado esta habitación por Navidad —le dijo—. Para mis proyectos de arte.
Se sacó una llave del bolsillo y la introdujo en la cerradura. Kate se pasó la lengua por el labio superior y saboreó el sudor salado. La puerta se abrió y Gordon pulsó el interruptor. Una luz suave iluminó la estancia, dándole al pequeño espacio un aire cálido y acogedor. Las paredes estaban pintadas de rojo oscuro y cubiertas con enormes fotografías en blanco y negro de casas antiguas de la ciudad.
—¿Las has hecho tú? —le preguntó mientras se acercaba a una de las imágenes enmarcadas.
—Sí, hace tiempo. Pero quiero enseñarte en qué estoy trabajando ahora.
Apretó un botón de la pared y fue a colocarse tras un escritorio metálico sobre el que había un ordenador y un proyector. Kate se volvió para mirar cuando se desplegó una pantalla.
—Voy a bajar la luz —dijo él mientras encendía el proyector.
En la pantalla aparecieron imágenes de casas en blanco y negro cuando empezó la proyección, después la cámara se centró en una casa en concreto y fue acercándose hasta que pudo ver a los ocupantes. Una mujer rubia y delgada sentada en un sofá viendo la tele mientras dos niños pequeños jugaban en el suelo. La cámara se alejaba entonces y enfocaba otra casa. Volvía a acercarse y se veía a dos mujeres sentadas a la mesa de la cocina, mientras otra fregaba los platos en el fregadero. La proyección continuaba de casa en casa, grabando las actividades de los ocupantes. Cuando al fin terminó, Gordon apagó el proyector y encendió la luz.
Kate se quedó de piedra.
—Bueno, ¿qué te parece? Llevo meses trabajando en esto. Lo llamo «Mundano y contemporáneo» —dijo Gordon, que parecía encantado.
—¡Gordon, estás espiando a la gente!
—No estoy espiando. Es lo que vería cualquier persona si pasara por delante y mirase hacia dentro.
—No es verdad. Es como ser un mirón.
—Pensé que a ti te gustaría —le dijo él, claramente decepcionado.
—Eres un buen fotógrafo, pero creo que deberías buscar otro tema la próxima vez. Volvamos a la fiesta.
Abandonaron la habitación en silencio. Aunque aquello fuera una locura, había sentido pena por él. Le había parecido muy emocionado con su proyecto, y no le faltaba talento; pero tampoco parecía tener idea de lo inapropiado del proyecto, y eso le había molestado. Aún le molestaba, pero Gordon siempre había sido muy discreto en sus relaciones empresariales y jamás había vuelto a cruzar la línea con ella después de aquello, de modo que había continuado con la tradición familiar de que un Barton gestionase su dinero. Había intentado olvidarlo, y la única persona a la que le había contado el incidente era Blaire.
Simon le puso una mano en la espalda cuando salían del despacho de Gordon.
—Hemos terminado, Sylvia —dijo Kate.
—Annabelle y Hilda están al final del pasillo. Os llevaré con ellas —dijo Sylvia, y los tres la siguieron.
Abrió la puerta y, cuando Kate entró, el corazón le dio un vuelco. La habitación estaba vacía. Había una caja de ceras de colores sobre la mesa y un dibujo a medio colorear tirado en el suelo.
Se le aceleró el corazón y sintió que iba a desmayarse.
—¿Dónde está? —Apenas le salían las palabras—. ¿Dónde está mi hija?
—Yo… eh… —murmuró Sylvia.
Kate sintió que la sala empezaba a dar vueltas y notó la mano de su padre en el brazo.
—Kate, cariño, seguro que solo han ido al baño.
Sin pensárselo dos veces, salió corriendo de la habitación, atravesó el pasillo y abrió la puerta del baño de mujeres.
—¿Annabelle? ¿Hilda? —gritó. Pero no hubo respuesta. Se oyó la cisterna de un retrete, se abrió la puerta y salió de allí una mujer con traje y expresión confusa.
¿Dónde estaban? Volvió a salir corriendo al pasillo y vio a Gordon, que se había reunido con los demás.
—Kate… —empezó a decirle, pero, antes de poder terminar, sonó el ascensor y se abrieron las puertas.
—Mami, mira lo que me ha comprado la señorita Hilda.
Kate se dio la vuelta y vio a Annabelle de pie en el ascensor, sonriente y con una manzana y un bote de zumo.
Corrió hacia ella, se agachó, la tomó en brazos y hundió la cabeza en el hombro de su hija, temblando de alivio.
—Mami, que se me cae el zumo —le dijo Annabelle.
—Lo siento, cariño —respondió Kate apartándole los rizos de la frente.
—Papi, mira lo que tengo —dijo Annabelle, y Simon la tomó de brazos de Kate. La niña se rio encantada cuando empezó a darle vueltas.
Kate se volvió hacia Hilda.
—Me has dado un susto de muerte —le dijo—. ¿Por qué demonios os habéis ido así?
Hilda retrocedió como si la hubiese abofeteado.
—Lo siento, Kate. Tenía hambre y me acordé de que hay una tienda en la planta baja del edificio. Sabes que nunca permitiría que le pasara nada. La he vigilado como un halcón. —Parecía estar a punto de echarse a llorar.
Kate estaba furiosa. Le habían dicho a Hilda lo seria que era la situación y que debían estar todos en guardia. Kate seguía con la cara roja, pero se mordió la lengua. Sabía bien que soltar palabras de rabia en una situación tensa solo empeoraba las cosas; la calma era un elemento esencial en la mesa de operaciones. Todos estaban sometidos a mucha presión, pero hablaría con Hilda largo y tendido cuando llegaran a casa y Annabelle no estuviera delante.
—Todos estamos un poco nerviosos. No ha pasado nada. Ahora vámonos —dijo Simon, dirigiéndole a Kate una mirada tranquilizadora.
Cuando