La última vez que te vi. Liv Constantine
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—No lo sé, pero yo no me preocuparía demasiado por ello. Quizá tenía algo que ver con la fundación.
Aquello no tenía sentido.
—Pero ¿por qué iba a pedirle a Gordon que lo mantuviese en secreto?
Advirtió un destello de rabia en sus ojos.
—Ya te lo he dicho, Kate, no lo sé.
—Mami, estoy cansada —le gritó Annabelle.
—Ya voy —respondió Kate, sin dejar de dar vueltas a aquella revelación sobre los deseos de su madre.
Caminaron hasta donde estaban esperando Simon, Hilda y Annabelle. Harrison se inclinó para darle un beso a Annabelle en la mejilla.
—Hasta luego, cocodrilo —le dijo.
—No pasaste de caimán —respondió Annabelle entre risas.
—Ojalá pudieras quedarte con nosotros —le dijo Kate a su padre poniéndole una mano en el brazo—. No quiero imaginarte solo en el piso.
—No pasará nada. Necesito estar con sus cosas. —Se quedó callado unos segundos y después volvió a hablar—. Mañana vuelvo a la consulta.
Kate había pasado a formar parte de la clínica de cardiología de su padre tras terminar la residencia y la beca. En esos momentos no podría concentrarse en sus pacientes.
—¿Tan pronto? —le preguntó, sorprendida—. ¿Estás seguro? —No sabía cuándo estaría preparada para volver al trabajo, pero no creía que fuese a ser en un futuro próximo. Sería incapaz de separarse de Annabelle mientras el asesino estuviera suelto.
—¿Qué otra cosa voy a hacer, Kate? Tengo que mantenerme ocupado o me volveré loco. Y mis pacientes me necesitan.
—Lo entiendo, supongo —le dijo ella—. Pero yo no puedo. Necesito tiempo. Le he dicho a Cathy que me cambie las citas de los pacientes de las próximas semanas.
—Está bien. Tómate todo el tiempo que necesites. Herb y Claire se han ofrecido a realizar tus operaciones hasta que te sientas preparada para volver.
—Por favor, dales las gracias de mi parte —le dijo, le dio un beso y se dirigió hacia el coche.
Mientras Simon salía del aparcamiento, Kate escuchó la voz dulce de Hilda leyéndole a Annabelle en el asiento de atrás. Antes de haber recorrido unos pocos kilómetros, tras pasar por Oriole Park en Camden Yards, Annabelle ya se había quedado dormida. Los tres adultos guardaron silencio durante el resto del trayecto hasta casa, perdidos en sus propios pensamientos. Kate se alegraba de que Blaire fuese a pasarse por casa esa tarde. Necesitaba hablar con alguien. Debía de haber alguna relación, o alguna pista que había pasado por alto, algo que se le escapaba.
6
Lo primero que vio Blaire al aparcar frente a casa de Kate fue a dos hombres con traje oscuro y abrigo de pie frente a la puerta. En cuanto salió del descapotable, uno de ellos se le acercó.
—¿La esperan, señora?
Parecía joven. Demasiado joven para saber que las mujeres de su edad no soportaban que las llamasen «señora».
—Sí. Soy amiga de Kate, Blaire Barrington.
El hombre levantó un dedo y abrió una libreta.
—Su nombre figura aquí, pero necesito algún tipo de identificación, por favor.
Era evidente que no leía sus libros. Aunque la verdad era que, pese a su fama, poca gente reconocía su cara. A veces, normalmente en algún restaurante, le pedían un autógrafo. Pero, en general, llevaba su vida en el anonimato. Las firmas de libros eran otra historia. Daniel y ella estaban acostumbrados a las largas colas y a las hordas de gente, que los dejaban agotados y con las manos doloridas. Blaire disfrutaba de aquello.
Sacó su carné de conducir, se lo entregó y vio como le sacaba una foto con el teléfono móvil antes de indicarle que podía pasar. La puerta se abrió antes de que llamase y apareció Kate, pálida y ojerosa.
—¿Quiénes son los hombres de negro? —le preguntó.
Kate fue a decir algo, pero entonces negó con la cabeza.
—Los ha contratado Simon. Por si acaso…
Después de que Kate cerrara la puerta y echara el pestillo, la condujo desde el recibidor hasta la cocina. Se volvió hacia ella y dijo:
—Selby está aquí. Vino antes a ver cómo estaba.
Blaire se lamentó en silencio. La última persona a la que tenía ganas de ver era Selby. Apenas se habían mirado durante la comida del funeral; Selby se había quedado sentada con su marido, Carter, y no con las mujeres. Ahora no le quedaría más remedio que hablar con ella.
Cuando entraron en la cocina, Blaire miró con asombro a su alrededor. Era fabulosa, algo que parecía sacado de una gran mansión antigua de la Toscana. Con unas bonitas baldosas de terracota que parecían tan auténticas que se preguntó si las habrían traído desde Italia. Un techo abuhardillado con claraboya y vigas de madera proyectaba un brillo dorado sobre las encimeras de madera y los armarios del suelo al techo. La estancia poseía la misma atmósfera refinada y antigua del resto de la casa, pero con el sabor añadido de la vieja Europa.
Selby estaba sentada a una mesa que parecía ser un grueso bloque de madera tallado de un único árbol, rugoso por los bordes y de una sencillez elegante. Tenía a Annabelle sentada en su regazo y le estaba leyendo un cuento. Levantó la mirada y su expresión se volvió amarga.
—Ah, hola, Blaire. —La miró con el mismo desdén de siempre, pero a Blaire ya no le importaba. Sabía que tenía buen aspecto. Si bien no estaba tan delgada como en el instituto, el tiempo que pasaba en el gimnasio y su cuidada dieta aseguraban que pudiera lucir unos pantalones vaqueros. Y la melena que, en otro tiempo, le había resultado imposible domar lucía ahora lisa y brillante gracias al milagro moderno conocido como queratina. Selby se fijó en el anillo de diamante de ocho quilates que llevaba en la mano izquierda.
Blaire le devolvió el favor y, a regañadientes, hubo de admitir que los años le habían sentado bien. En todo caso, era más atractiva ahora que en el instituto, con la melena ondulada y reflejos sutiles que suavizaban sus facciones. Sus joyas eran exquisitas; pendientes de perlas grandes, una pulsera de oro y un anillo de zafiro y diamante en la mano, que Blaire sabía que era una reliquia de familia. Carter se lo había enseñado hacía un millón de años, antes de ceder a la insistencia de sus padres de encontrar a una candidata «adecuada» con la que sentar la cabeza.
—Hola, Selby. ¿Cómo estás? —preguntó Blaire, le dio la espalda y sacó un unicornio morado de peluche de su bolso. Se lo ofreció a Annabelle—. Annabelle, soy Blaire, una vieja amiga de tu madre. Pensé que querrías conocer a Sunny.
Annabelle se bajó del regazo de Selby con los brazos extendidos y se llevó el animal de peluche al pecho.
—¿Puedo quedármela? —preguntó.
—Por supuesto.