Los incendiarios. Jan Carson

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Los incendiarios - Jan Carson Sensibles a las Letras

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que está orquestando el apocalipsis sin moverse siquiera de su habitación. Su casa ya no le parece un hogar ahora que ha visto el vídeo del Incendiario. Ahora que ha empezado a reconocer algo familiar en la figura que mira a la cámara y lanza tétricos mensajes terroríficos. En realidad, hace años que su casa no le parece un hogar. Cada vez que cruza la puerta le parece más pequeña, como si las paredes se estuvieran desplazando poco a poco hacia el interior y el techo pronto fuera a rozarle la cabeza. Hoy no tiene ganas de ir a casa. Está dejando que la calle lo lleve, como la corriente de un río o una persona cayendo desde una altura considerable.

      Por encima de él no dejan de pasar aviones comerciales que acaban de despegar o que van a aterrizar en el aeropuerto City. No son conscientes de la presencia de Sammy ni de la silueta que dibuja su cuerpo en movimiento. Es demasiado pequeño para ser visto desde el cielo. Es un grano de arena, un punto, un alfiler, un signo de puntuación mal puesto. Hasta Dios tendría que aguzar la vista. Si se le pudiera ver desde tan arriba, sin embargo, por ejemplo con unos prismáticos o con alguna otra lente capaz de ampliar la imagen, su figura llamaría la atención, arrastrando los pies de una calle a la siguiente, dando patadas a una botella vacía de Coca-Cola. Estaría claro que Sammy se encuentra fuera de lugar en esas calles por las que anda vagando.

      A varios kilómetros de la ruta de los aviones, Sammy tiene los pies bien pegados a la tierra y no levanta la vista del suelo. Sus piernas suben y bajan sin parar, derecha, izquierda, derecha, izquierda, como el cabeceo de los pistones de un motor antiguo. Se detiene un momento en la esquina de una de las calles más anchas y busca un cigarro en los bolsillos. Llevaba años sin fumar, pero hoy se ha comprado una cajetilla. No le ha quedado más remedio. Mientras el cigarro prende entre sus manos ahuecadas, Sammy repara en las estelas de humo de los aviones del verano, que se alejan de Belfast en dirección al resto del país y del mundo. Les envidia sus alas, su capacidad de alzar el vuelo y largarse de allí. Para eso hace falta una ligereza que él perdió hace mucho tiempo. Sigue caminando mientras da caladas al cigarro. En las calles donde hay coches aparcados encima de las aceras y no queda sitio para pasar, camina por el medio de la calzada. Nadie lo detiene. Nadie le sonríe ni levanta la barbilla para decirle «Hola» o «Qué buen día hace». Lleva una cara como si viniera de un entierro en fin de semana. Hasta las palomas lo rehúyen.

      Cada dos o tres manzanas, la acera está levantada en forma de cráteres con los bordes ondulados, como las costras negras de una tortita quemada. Son restos de incendios. Algunos son recientes y todavía echan humo. Otros se han solidificado y, al hacerlo, han formado ciudades minúsculas, con montículos, depresiones y troncos calcinados que asoman entre la ceniza, como Hiroshima o Nagasaki en miniatura. Tienen una belleza muy particular. Algunos ocupan toda la anchura de la calle y no hay forma de sortearlos, por lo que Sammy tiene que pasar por encima. Las hebras de alquitrán derretido se le pegan a las suelas de los zapatos y se estiran cuando sigue caminando. Después se sueltan y, sin hacer ruido, recuperan rápidamente su posición anterior. Tendrá que tener cuidado para no ensuciar la moqueta de la entrada de casa. No quiere enfadar a su mujer.

      Pasa por delante de una tienda calcinada, de varios coches todavía humeantes y de un buzón que solo ha ardido por dentro, como una estufa de hierro. Por fuera aún conserva su forma de bala, pero el calor ha levantado la pintura roja, ha formado ampollas y ha dejado el emblema de la Casa Real hecho un estropicio. Está claro que los jóvenes están haciendo caso omiso de las normas. Ninguno de estos fuegos se ha encendido en el segundo piso. Ya están empezando a desmadrarse y a quemar todo lo que pillan. Lo que más entristece a Sammy son los árboles quemados, así que no los mira. Espera que su hijo haya visto esos árboles y la desagradable estampa de sus ramas calcinadas en alto. Le recuerdan a los quemados que salen corriendo de los incendios con los brazos levantados y los rostros boquiabiertos, derritiéndose, como aquel cuadro de Edvard Munch que los estudiantes aún cuelgan en las paredes de sus dormitorios. Sammy espera que Mark haya visto los daños que está provocando. Espera que se sienta fatal, aunque algo le hace sospechar que Mark es incapaz de sentir arrepentimiento alguno. Sammy mantiene la mirada en sus pies, que siguen subiendo y bajando. La preocupación lo tiene completamente ensimismado. No ve al anciano hasta que casi lo está pisando.

      El anciano está delante de su casa, sentado en un cubo dado la vuelta. A su lado hay un perro, un terrier Jack Russell tan viejo que tiene la misma tripa flácida y la misma barba desgreñada que su dueño. Se le ve gordo y a la vez débil, igual que al anciano. Los años han acallado sus ladridos. Cuando mira a Sammy y abre la boca, el sonido que emite es como el estertor artrítico de la bomba de un acuario a punto de morir. No es la clase de perro que uno querría tocar sin guantes, pero el anciano lo tiene abrazado como si fuera su primogénito.

      —Pero bueno, ¿qué hace ahí sentado? —exclama Sammy, parándose en seco—. Casi me caigo encima de usted.

      —Estoy mirando mi casa —contesta el anciano.

      No se levanta, de modo que Sammy tiene la cabeza mucho más alta que él, al menos medio metro. Ve la constelación de manchas marrones de la edad en la calva del anciano, como un halo. Percibe su olor a persona mayor, como a papel y a tostada quemada, que le penetra hasta el fondo de la nariz. El perro levanta la cabeza como si fuera a morderle, pero es demasiado esfuerzo. Está muy mayor. El anciano le pone una mano en la cabeza y el perro se queda dormido casi al instante.

      Sammy mira hacia la casa que tienen delante. Es el típico adosado con dos habitaciones arriba y dos abajo y un jardín minúsculo delante. Solo en esta calle hay otra treintena de casas idénticas en fila. Lo único por lo que destaca es por el fuego. El interior de la vivienda está ardiendo. A través de las ventanas del piso de abajo, Sammy ve las llamas ascender por las cortinas como largas lenguas rojas. El tresillo Chester, un modelo de poliéster marrón y naranja, ya está siendo devorado por el fuego, que hace juego con el estridente estampado setentero. Sammy siente el calor en las mejillas y los brazos incluso estando en la acera.

      —Oiga, se le está quemando la casa —dice—. ¿Ha llamado a los bomberos?

      —Aún no —contesta el anciano—. Voy a esperar unos minutos, solo para asegurarme de que ha prendido del todo.

      —¿Lo ha provocado usted?

      —Claro que no. Han sido unos chavales.

      —Qué cabrones. Si es que ya no saben lo que hacen, provocando incendios por todas partes. ¿Usted se encuentra bien? Podría haber muerto. Estas casas prenden como la gasolina.

      —Ah, yo estoy estupendamente. Estaba aquí fuera con Towsie cuando ha empezado.

      —Le podría haber pillado dentro, durmiendo. De verdad que estos chavales… Hay que estar tonto para ir por ahí prendiendo fuego a las casas de la gente.

      —No, no, hijo. No lo has entendido. Les he pedido yo que lo hicieran. Les he pagado cien libras para que quemaran la casa.

      Sammy mira fijamente al anciano. Irradia tranquilidad, la clase de calma que se puede apreciar en la superficie de un charco cuando no hay viento y el reflejo del cielo resplandece igual que el cielo que está encima. No parece nada afectado por lo de la casa.

      —¿Es para cobrar el dinero del seguro? —pregunta, aunque nunca ha oído que nadie fuera detrás del dinero del seguro con una casa de este tipo. No merecería la pena.

      —No, qué va, el seguro me importa un pepino. Mañana me mudo a una de esas viviendas de Fold para gente mayor y no quiero que el Gobierno se quede con mi casa. Cuando te vas a una residencia, se apropian de todos tus bienes para pagarla. Es un robo a mano armada, eso es lo que es.

      Sammy no expresa ninguna opinión. Quiere irse de allí. Se le está achicharrando la espalda y le preocupan los materiales sintéticos del jersey, que enseguida van a empezar a derretirse.

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