Los incendiarios. Jan Carson

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Los incendiarios - Jan Carson Sensibles a las Letras

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de la blusa.

      No tengo un segundo nombre. La culpa de eso es de mis padres. No tenían planeado tener hijos. Si les hubieran obligado a pronunciarse, quizá habrían dicho que preferían tener perros o adornos para el jardín que versiones de sí mismos en miniatura. Yo fui, y sigo siendo, «un accidente», aunque en realidad creo que esa palabra es un término inapropiado para el acto de plantar la semilla de un hijo en el vientre de tu mujer. Los accidentes son acontecimientos no intencionados, como un plato roto o un coche siniestrado. A menudo interviene el alcohol. Sin embargo, «accidente» es la palabra que siempre se ha empleado en la familia Murray para describir mi concepción. Una descripción más apropiada podría ser «desenlace decepcionante», o quizá «desafortunada consecuencia», pues me han contado que el acto en sí estuvo cuidadosamente planeado y que hubo hasta velas.

      Tras el «accidente» inicial, mis padres disfrutaron el uno del otro durante nueve largos meses. Esto tendría que haber sido tiempo más que de sobra para ir haciéndose a la idea de tener un hijo. No se fueron haciendo a la idea de tener un hijo, sino que se pasaron esos meses bebiendo, saliendo a cenar y yéndose de vacaciones con amigos a la Costa Azul, disimulando su creciente problema con blusones y vestidos sueltos. Mi padre me ha contado que descubrir el vientre de su mujer, expandiéndose con la entrada en el tercer trimestre, le causaba una enorme impresión cada vez que mi madre se quitaba la ropa para irse a dormir. Era incapaz de mirar directamente a la tripa, por lo que dirigía la vista hacia un lado, con la mirada desenfocada, como cuando hay una escena muy angustiosa en la televisión y uno la ve pero sin verla. «¿Qué vamos a hacer con esto?», preguntaba mi madre, señalando el lugar donde los pantalones ya no le abrochaban, y mi padre se encogía de hombros y contestaba: «Mañana lo hablamos». Se servían un vino, normalmente tinto, y a la noche siguiente se repetía la misma escena, como un capítulo antiguo de una serie de televisión. Cuando llegó el bebé, mi madre todavía seguía diciendo: «¿Qué vamos a hacer con esto?», pero la respuesta ya no podía seguir posponiéndose.

      Hay que señalar que esta es la clase de cosa que en mi infancia servía como cuento para contarme antes de dormir. Quizá no es de extrañar que haya salido como he salido.

      Ninguno de los dos había deseado tener un hijo. Dárselo a alguien tampoco era una opción. Mis padres ejercían profesiones liberales: ella era abogada, él trabajaba en temas de dinero, no exactamente en contabilidad pero algo parecido. No se movían en la clase de círculos en los que los bebés podían darse en adopción. Sus amigos y conocidos los considerarían horriblemente vulgares por haberse hecho con un niño sin tener especial interés en tener uno. Esa era la clase de cosa que hacía la gente de los barrios de viviendas sociales. Si la gente se enteraba, dejarían de invitarlos a sus cenas. Serían objeto de miradas y cuchicheos en los restaurantes de los mejores hoteles de Belfast. Mis padres no se veían convirtiéndose en unos parias, así que se quedaron con el bebé y lo llamaron Jonathan.

      Su imaginación, más o menos como su entusiasmo, era una criatura de pocos recursos. No les llegó para pensar un segundo nombre. Entonces me bautizaron y ya no hubo escapatoria. Sin un segundo nombre, no hay forma de diferenciarme de los otros miles de Jonathan Murrays que viven en el mundo occidental, sin duda hombres hechos y derechos con puestos de ingeniero, esposas y coches familiares que venden cada tres años para comprarse uno mejor. No merece la pena buscar mi propio nombre en Google para divertirme. Hay al menos otros diez Jonathan Murrays solamente en Belfast, un centenar si amplío la búsqueda al resto de Irlanda.

      El nombre me sirvió de excusa para convertirme en un niño anodino. Mis padres no hicieron nada para convencerme de lo contrario. No se comportaban con la clase de crueldad que se ejerce a palos, ni siquiera mediante palabras. Nunca me faltó comida en el plato y me compraban todas las maquinitas que hicieran falta, ya que mi madre abordaba la crianza como si fuera un deporte competitivo. No podía soportar que pareciera que la gente de su entorno le sacaba ventaja. Mis padres tampoco mostraban ningún interés especial en mí. No era raro que pagaran a la canguro para que asistiera a los conciertos de mi colegio con una cámara de vídeo. Luego no veían los vídeos, pero los tenían en una balda del estudio por si alguna vez hacían falta pruebas que demostraran su interés. En más de una ocasión se olvidaron de mi cumpleaños y me hicieron regalos días antes o después de la fecha. Jamás me tocaban, ni con buenas ni con malas intenciones. En cuanto cumplí dieciséis años emigraron a Nueva Zelanda, supuestamente por trabajo.

      Yo no me fui a Nueva Zelanda con mis padres. Estaba acabando la secundaria. Después vendrían dos años de bachillerato y a continuación iría a Queen’s a estudiar medicina. Mi padre me lo había explicado por lo menos doscientas veces desde el día que había cumplido doce años. Se había dejado todo por escrito para el abogado y, al igual que mi nombre, era inamovible. Había dinero para un internado privado, para la universidad y para un coche, si es que quería uno cuando tuviera edad de conducir. Lo único que tenía que hacer era dejar que mis padres me abandonaran. Habían tenido que esperar dieciséis años para poder hacerlo sin que sus amigos pensaran que eran unas personas horribles.

      «Sería cruel llevarte a vivir a Nueva Zelanda, Jonathan», explicó mi madre. (Había organizado una cena con los vecinos para que pudieran oírla decir esto como si fuera una madre razonable). «Todos tus amiguitos están aquí en Belfast —continuó—. No queremos separarte de ellos». Ni aunque me hubieran obligado habría podido nombrar a una sola persona a la que considerara un amigo. Quizá el chico que se sentaba a mi lado en clase de ciencias y que una vez me había prestado un boli. Ni siquiera estaba seguro de cómo se llamaba. Timothy o Nicholas, me parecía. Algún nombre repipi. Pero veía los anzuelos que me estaba lanzando mi madre con la mirada. Estaba desesperada, igual que mi padre, que juntaba y separaba las manos nerviosamente bajo el mantel. Estaría bien librarme de los dos. Su desinterés era un peso que arrastraba constantemente, como una pierna coja. Así que dije: «Claro, madre. Es mejor que me quede aquí». Me daba un poco igual una cosa que otra.

      A partir de entonces, estuve mayormente solo. La duración de ese periodo fue de unos catorce años.

      No sería justo decir que en todo ese tiempo no intenté hacer amigos. Durante una temporada, cuando estaba en la universidad, formé parte de un grupo de estudiantes de medicina. El nombre colectivo para denominar a ese conjunto de personas es clase; en su defecto, letargo. Ninguno de los dos nombres encajaba bien con aquel grupo, pues eran el tipo de gente triunfadora y entusiasta que no necesitaba un aula para extraer lecciones de la vida. Sobre el papel no eran gente compatible, y desde luego no parecían la clase de amigos a los que harías fotos y con los que después mantendrías el contacto. Eran conscientes de que, si tenían una relación, era tanto por las circunstancias como por elección. Sabían que era mejor no hablar de la extraña estampa que ofrecían cuando estaban en grupo alrededor de una mesa. Ni de los largos silencios. La suya era una dependencia frágil que podía desintegrarse fácilmente.

      Yo nunca tuve del todo claro si aquello era amistad. Pero era mejor que el inmenso vacío de los años anteriores. A menudo estaba en el mismo lugar que aquellas personas a la misma hora: cantinas de hospitales, aulas, bares de estudiantes, cines… Hablábamos con y de los demás y a veces organizábamos alguna actividad, como ir a jugar a los bolos. Una Navidad hicimos el amigo invisible y me hicieron el mismo regalo que hice yo, unos calcetines con estampados cantosos envueltos en papel de regalo. Fue un alivio abrir mi paquete y comprobar que no me había equivocado regalando calcetines. Por mi cumpleaños me compraron una tarta y todo el mundo cantó «Cumpleaños feliz te deseamos, Jonathan», incómodamente, en un restaurante. Estuvo bien, pero jamás, ni por un momento, tuve la sensación de que ninguna de aquellas personas me deseara verdadera felicidad. En el grupo éramos siete, tres chicas y cuatro chicos. Sabía que lo único que me unía a los otros seis eran mi bata blanca y mi fonendo.

      Durante aquel periodo, de vez en cuando me recostaba en mi asiento para distanciarme de la conversación que estaba teniendo lugar en torno a la mesa y miraba aquellas caras conocidas. «¿Esta gente son mis amigos?», me preguntaba. No me caían muy allá ni me

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