Los incendiarios. Jan Carson

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Los incendiarios - Jan Carson Sensibles a las Letras

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que no quiere que llame a los bomberos? —pregunta.

      En lugar de responder, el anciano dice:

      —Se la he colado, ¿verdad, hijo? —Empieza a reírse como loco, balanceando el cuerpo adelante y atrás sobre el cubo, como un chiflado al que hubieran dejado pasar el día fuera del manicomio—. Se la he metido doblada a esos cabrones.

      —Desde luego —dice Sammy.

      Siente un cansancio muy profundo, la clase de cansancio que no se pasa durmiendo.

      La risa del anciano despierta al perro, que empieza a aullar como si estuviera poseído. A continuación, se levanta de la acera, se coloca detrás de su dueño y se pone a orinar, con chorros intermitentes, contra el cubo. Sammy siente que le va a explotar la cabeza. Se mete detrás de un seto para llamar a los bomberos en privado. No quiere faltar al respeto al anciano, pero le preocupan las casas de los lados y las personas, mascotas y enseres de dentro, que se están calentando por momentos.

      La chica de la centralita del número de emergencias tiene un acento cerrado de Fermanagh. Es difícil entender las palabras que tienen varias vocales. Tampoco pronuncia muy claramente las consonantes, pero Sammy consigue captar que no le preocupa demasiado el incendio del anciano.

      —¿Hay algún herido? —pregunta la operadora—. ¿Puede apagarlo usted mismo con una manta? ¿Es un edificio catalogado o uno normal? Ahora mismo estamos teniendo que dar prioridad a los edificios antiguos e importantes, como el ayuntamiento o los castillos.

      El tiempo de espera para un camión de bomberos (y no le va a engañar, dice la chica, tratándose de un incendio de ese tamaño igual no va más que una furgoneta con cubos y extintores) es de unos veinte minutos, lo cual, continúa, «no está muy mal» y es «mucho menos de lo que va a ser esta noche, cuando los incendiarios se pongan en serio».

      Sammy cuelga el teléfono y va a avisar a los vecinos de que, aunque sus casas aún no estén ardiendo, seguramente deberían ir llamando a los servicios de emergencias. Informar a los bomberos de que su casa va a estar en llamas dentro de unos veinticinco minutos puede suponer la diferencia entre conseguir apagar el fuego o ver cómo se propaga por toda la fila de casas.

      Mientras camina hasta el final de la calle, esperando ingenuamente ver aparecer un camión de bomberos antes de lo previsto, Sammy piensa en los fuegos de su juventud: las hogueras, las casas calcinadas, la tienda de muebles del final de Newtownards Road que rociaron con gasolina cuando los dueños no pagaron el impuesto revolucionario, los negocios que quemó por el dinero del seguro y todos esos coches a los que prendieron fuego solamente por la perversa euforia que sentían al sembrar el caos.

      En aquellos tiempos los volvía locos quemar coches.

      Sammy recuerda concretamente la noche que salieron de la ciudad y recorrieron unos cincuenta kilómetros en dirección norte, hasta uno de los pueblecitos agrícolas de las afueras de Ballymena, en medio del campo. En el asiento trasero de su Ford Cortina iban arracimados varios tipos fortachones, así que fue conduciendo por aquellas carreteras rurales con los bajos del coche pegados al suelo, chirriando cada vez que la parte trasera tocaba los montículos y baches embarrados. Era el año 1986 y todos llevaban pistola. Sammy tenía la suya guardada en la guantera. Lo había visto en una película americana, Malas calles o Harry el Sucio. Le bastaba saber que la pistola estaba ahí para sentirse como un gánster. A veces, en los semáforos, abría la guantera y dejaba que sus dedos acariciaran el frío metal gris. Pensaba en disparar al conductor que estuviera parado a su lado en el semáforo. Podía hacerlo si quería. No los separaba nada más que cristal. Sammy nunca disparó a nadie en un semáforo, pero solamente de pensar en ello le hervía la sangre. La sentía correr por las venas y los pulmones, cálida como el whisky.

      Esa noche en concreto fue en febrero o principios de marzo. En el campo, sin farolas que interrumpieran la negrura, a las cinco ya era noche cerrada. Sammy entró marcha atrás en un prado a las afueras de Cullybackey y dejó el Cortina allí aparcado, con el capó todavía despidiendo vapor hacia el aire invernal. Habían escogido expresamente una carretera por la que no pudiera circular más de un coche a la vez. La gente conducía despacio por aquellas carreteras, por miedo a las curvas y al ganado suelto. Cuando pasaba un coche, Sammy y sus amigos lo paraban haciendo señas con linternas, apuntaban al conductor a la cabeza con sus pistolas y gritaban: «Canta La banda o apretamos el gatillo y te volamos los sesos. A ti y a todos los del asiento de atrás».

      El objetivo era meter el miedo en el cuerpo a todos los católicos que encontraran. El objetivo enseguida se había distorsionado, con el subidón de gritar a desconocidos en medio de la oscuridad. Se sentían como dioses cuando las mujeres se ponían a llorar, cuando los hombres suplicaban y cuando notaban el sudor de las pistolas en las frías manos. Se sentían intocables. No hacía falta uno de esos papistas de mierda para sentir aquello: valía cualquier pobre diablo con un Skoda.

      Algunos de los coches llevaban niños dentro y a esos los dejaban pasar, haciéndoles gestos con las manos (con las pistolas bien visibles) para que siguieran circulando. No eran unos degenerados. No habrían hecho daño a niños a propósito, aunque no tenían la misma paciencia con los ancianos. Los republicanos mayores eran casi peores que los jóvenes, con su jerigonza incomprensible y su manía de meter al papa en todas las conversaciones. Los viejos curas tampoco les daban ningún miedo. Al lado del bosque de Portglenone había un monasterio donde vivían unos cuantos, y Sammy y los demás se pasaron toda la noche bromeando entre ellos: «¿A que sería buenísimo presentarnos allí, prender fuego al monasterio y asustar a todos esos meapilas como Dios manda?». Otra cosa eran las monjas. Las monjas siempre les habían dado pánico. No habrían sabido qué hacer con una en una carretera desierta a esas horas de la noche. Habría sido como encontrarse con un fantasma.

      Cada vez que paraban un coche se tapaban la cara con pasamontañas, que volvían a subirse cuando no venía nadie por la carretera para poder fumar. Seguramente habría sido suficiente con los pasamontañas, sin las armas. La gente de la zona sabía lo que significaba una cara tapada. Aun así blandían sus pistolas y, de vez en cuando, se volvían hacia la oscuridad y disparaban un par de balas en dirección a los campos. El estruendo de los disparos, seguido de un eco que se adentraba en la negrura, era de locos, como algo propio de una película. Al oírlo, la gente gritaba y después se tapaba la boca con las manos para volver a meter el grito dentro, como intentando impedir que saliera el pánico.

      Hubo un chico joven que se meó encima en cuanto Sammy levantó la pistola. La mancha, que se fue extendiendo desde la entrepierna hasta cubrir toda la pernera, era oscura, como vino derramado en un sofá. Ni siquiera consiguió llegar hasta el final de la primera estrofa de La banda, aunque juró y perjuró que era protestante. Si hubieran querido, podrían haber mirado su carné de conducir y habrían comprobado que, efectivamente, se llamaba William y se apellidaba Rodgers. Los cuatro hombres armados se rieron de él, señalando los pantalones mojados y haciendo gestos con la cabeza a su novia, que lloraba silenciosamente en el asiento del copiloto, como diciendo: «¿Tú estás viendo la pinta de este? ¿Qué haces saliendo con un tipo que se mea encima en plena calle?».

      Cuando paraban un coche en el que iban católicos, le prendían fuego, dejaban a los ocupantes en el arcén y se desplazaban hasta otro lugar a cuatro o cinco kilómetros. A Sammy le gustaba la imagen de los coches en llamas formando una hilera en medio de la oscuridad de los campos, como almenaras de la época de los normandos. Aquella noche solo quemaron tres, pero fue como si los hubieran puesto allí expresamente para ellos. Era fácil distinguir a los conductores católicos de los protestantes. Los católicos no se sabían la canción, ni siquiera eran capaces de hacer un intento. Llevaban rosarios colgados del espejo retrovisor: un diminuto Jesucristo de plata que se balanceaba en su diminuta cruz de plata. También tenían cara de católicos,

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