Los incendiarios. Jan Carson

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Los incendiarios - Jan Carson Sensibles a las Letras

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algo. Era lo que se esperaba. Pero a lo que habían venido realmente era a quemar coches. Quemar cosas no era algo que se pudiera hacer todos los días en Belfast, al menos no sin permiso. Merecía la pena conducir hasta allí solo para ver los coches empezar a arder y las caras de sus dueños ponerse rojas como el demonio al presenciar cómo sus relucientes Fords y Peugeots quedaban reducidos a cenizas negras.

      El tercer católico de la noche fue diferente. Después de él, se les quitaron las ganas de quemar coches. Se metieron en el Cortina y volvieron a Belfast Este, parando por el camino a cenar fish and chips en Antrim.

      El tercer hombre iba solo. Había tomado el camino de Cullybackey para ir de Ballymena a Garvagh, donde le esperaba una joven esposa y un pedido de comida china en el chalé al que se acababan de mudar. Le sacaron toda esta información apuntándole con una pistola a la cabeza, aunque seguramente se lo habría contado de todas formas. Se comportaba con aire relajado, sin sudar apenas bajo su chaqueta de piel de borrego. Les preguntó si les importaba que fumara y, cuando le dijeron que adelante, ofreció cigarros a todos de su cajetilla. Se sabía La banda pero se negó a cantarla, aduciendo que era católico y que aquello era absurdo y humillante. Sammy le pegó tres o cuatro puñetazos en las costillas por decir eso, pero el tipo casi ni se inmutó.

      —¿Vais a quemarme el coche, chicos? —preguntó en cuanto recuperó el aliento. Cuando le dijeron que sí, que iban a prender fuego a su BMW nuevecito hasta reducirlo a cenizas, además de rajarle los neumáticos, contestó—: Bueno, supongo que no puedo hacer gran cosa para impedíroslo.

      Dicho esto, se sentó en la hierba del arcén y se fumó el resto de la cajetilla, encendiendo cada cigarro con la colilla del anterior. No pareció importarle lo más mínimo quedarse sin coche, ni siquiera cuando el fuego alcanzó el depósito de la gasolina y el BMW saltó por los aires.

      —¿Qué coño pasa contigo? —le preguntó Sammy. De pie a su lado, le pasó la pistola por el borde de la barba perfectamente recortada, primero bajando por una mejilla, a continuación deslizándola por el mentón y después subiendo por la otra mejilla, un gesto que empezó siendo amenazante pero que, al llegar a la tercera caricia, le pareció sumamente íntimo, como algo que un hombre no debería hacerle a otro.

      —Tengo un seguro estupendo —contestó el hombre.

      Aquello fue suficiente para que a Sammy se le encendiera una especie de bola de fuego dentro del cuerpo. Se lanzó a por la cara del hombre con el cañón de la pistola. Le rompió la nariz, le puso los dos ojos morados golpeándole con el canto de la mano y le dejó aquellas mejillas perfectamente afeitadas hundidas hacia dentro, como un suflé poco hecho. Cuando acabó con él, tenía la cara hecha papilla, de un color rojo en el que asomaban trozos blancos de hueso y de diente. Los demás se mantuvieron apartados, mirando: tres siluetas negras recortadas contra las llamas, como aquellos tipos del horno de fuego de la Biblia.

      Dejaron al hombre en una cuneta, no muerto pero casi. Después de aquel episodio, ninguno tenía cuerpo para seguir quemando coches. Dieron la vuelta y regresaron a Belfast. Sammy iba al volante. Se pasó todo el trayecto con el estómago revuelto, no por cómo le había dejado la cara a aquel hombre, sino por el hecho de que ese mismo hombre fuera a cobrar el dinero del seguro. No había forma de derrotar por completo a ese cabrón sin matarlo. Incluso si lo mataba, su mierda de esposa republicana cobraría el dinero del seguro, y de todas formas ya era demasiado tarde para volver a donde lo habían dejado. Igual estaba allí la pasma.

      Sammy no soportaba la sensación de haber perdido, aunque solo fuera un poco. Se le quedó metida entre los dientes y durante las semanas siguientes fue como si cada día se le fuera hinchando un poco más. Era lo único en lo que podía pensar con claridad. Todas las noches cerraba los ojos y veía a ese imbécil engreído con su abrigo de piel de borrego y su BMW nuevo, todo sonrisas, como diciendo: «¿Quién ha ganado ahora, Sammy Agnew?».

      Todavía piensa en el tipo de Garvagh cada vez que ve una chaqueta de piel de borrego por la calle o en la televisión. Hay más de las que uno cree. Derek Del Boy Trotter. El tío de Ballymena que da los resultados del fútbol. El puñetero David Beckham, posando con la mujer con sus abrigos a juego. Lleva treinta años pensando en esa noche al menos una vez a la semana. Ahora que está rodeado de fuego, le viene a la cabeza cada vez más a menudo.

      Sammy no se queda a esperar a los bomberos. Llega hasta el final de la calle y sigue andando. Tiene un sabor desagradable en la boca. Sabe que sería capaz de destruir cualquier cosa que quisiera destruir. Debería ir a casa y preguntarle a Mark si él también siente esa cosa oscura en la boca, si es lo único que lo mantiene motivado hoy en día.

      Sabe que lo es.

      Tiene que decirle a su hijo que la violencia es hereditaria, como el cáncer o las enfermedades del corazón. Es un tipo de enfermedad. Mark la ha heredado de él. No es culpa suya, nada de lo que está pasando es culpa suya, ni siquiera los incendios ni los heridos.

      —No es culpa tuya, hijo —le dirá a Mark, poniéndole una mano en el hombro con firmeza. Al decírselo, lo mirará directamente a los ojos. No será capaz de afirmarlo con total convencimiento, pero se le da muy bien mentir.

      Le dirá todo eso y otras vacuidades amables, aunque sabe que la situación es tan complicada que no se va a resolver con una mano en el hombro. Hay cosas con las que un padre puede cargar por su hijo y cosas con las que tiene que cargar uno mismo. Mark es casi un hombre. Vota. Tiene coche. Tiene un título universitario de algo relacionado con ordenadores que Sammy no entiende del todo. Tiene edad suficiente para saber que la gente normal no se dedica a provocar incendios ni a incitar a otros a provocarlos. Tiene edad suficiente para asumir las consecuencias.

      Tiene edad suficiente para obligarse a sí mismo a parar.

      Sammy piensa en su propia ira. Sigue estando donde siempre ha estado. Es como hielo que está dentro de su cuerpo esperando a derretirse y, una vez en estado líquido, empezar a hervir. Hay veces que se queda despierto en la cama por la noche, al lado de su mujer, se pone la mano en el pecho y la siente latir intensamente, intentando volver a salir. Pero nunca permite que le venza. Jamás alza la mano contra nadie, ni siquiera levanta la voz. Ha construido un muro entre sí mismo y su pasado. Es un muro muy alto en el que no puede existir ninguna puerta, y aunque casi todo el tiempo Sammy se siente responsable de Mark, de vez en cuando también hay algo dentro de él, esa parte de sí mismo que protesta y que no puede evitar las comparaciones con otros hombres, hasta con su propio hijo, que no deja de repetirle que Mark es débil. Que Mark es malvado. Que Mark tiene la culpa por no controlar sus impulsos.

      Quiere destruir a su hijo.

      Quiere colmarlo de cosas buenas.

      Sammy camina hacia el límite de Belfast Este, donde la calle asciende hacia Castlereagh Hills. Las casas se vuelven más grandes. Las filas de adosados dan paso a filas de pareados, y más tarde a calles en las que solo hay chalés individuales. Las calles se ensanchan. En esa zona hay más árboles, más setos, así como jardines lo bastante grandes para que la gente tenga que cortar la hierba con un tractor cortacésped.

      Sammy es el dueño de una de esas casas. Tiene un jardín delante y otro detrás. Lo separan kilómetros de su lugar de origen, y sin embargo la distancia no ha hecho que cambie absolutamente nada. Sigue siendo el mismo hombre que ha sido siempre. Su hijo siempre será hijo suyo. Abre la puerta de su casa, pasa por encima del felpudo y ensucia toda la moqueta buena con el alquitrán negro de los incendios. Es imposible quitar las manchas. El alquitrán se queda pegado a todo lo que toca.

       LA NIÑA QUE SOLO SABE CAERSE

      Emma

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