Kara y Yara en la tormenta de la historia. Alek Popov

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Kara y Yara en la tormenta de la historia - Alek Popov Sensibles a las Letras

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instinto de clase.

      —Te equivocas. Serán unas partisanas excepcionales.

      Entonces se oyó un estallido sordo y por encima de los árboles voló una bengala verde de señalización, serpenteando como una estrella borracha. Empezó a disparar una ametralladora. Alguien gimió. Medved se tiró boca abajo sobre la hierba.

      —¡Al suelo! ¡Al suelo!

      Extra Nina se arrastró sobre los codos hasta una piedra. Apoyó su delgada carabina y apuntó en la dirección de donde procedían los tiros. Varias granadas explotaron casi a la vez.

      7. CÓDIGO ZELENIKA

      Nada más sonar los primeros disparos, las chicas se vieron tumbadas boca abajo, con las narices clavadas en la hierba. El Clavo las había tirado al suelo y les había salvado la vida. Tinko, el de Golets, no tuvo la misma suerte. El fabuloso sabor del sándwich recién ingerido aún lo tenía cautivado. Ni siquiera se enteró de lo que pasaba y, a decir verdad, tampoco le importaba demasiado. La descarga de la ametralladora lo segó como un haz de trigo.

      Por el cielo ascendió otra bengala, que reventó como una rosa e iluminó la pradera entera. Desde el bosque aparecieron figuras con cascos y bayonetas en los fusiles. Los partisanos los recibieron con fuego enfurecido e impetuoso.

      —¡Ahorrad balas! ¡Disparad a matar! —gritó Extra Nina.

      Las figuras se ocultaron otra vez entre las ramas. Al parecer no se esperaban una respuesta tan rápida y organizada. El Capitán Noche había esperado a propósito que el destacamento se sentara a cenar para asestar su golpe. Sin embargo, no podía saber que, debido al castigo que había impuesto Medved, los partisanos no se atrevían a separarse de sus armas. La mísera cena tampoco predisponía a la relajación ni a la fiesta. Los hombres estaban nerviosos y malhumorados.

      La bengala dejó una huella de humo en el cielo. Dicho aprovechó el breve oscurecimiento, avanzó a rastras como una lagartija y lanzó su única granada en dirección a la ametralladora. Las probabilidades de que explotara eran del cincuenta por ciento. La semana anterior se le había caído en el río. Después la había estado secando con esmero al sol, pero ¿iba a funcionar? Sobre la pradera se encendió otra bengala y, justo en aquel momento, retumbó la explosión.

      El ladrido mortífero de la ametralladora se interrumpió.

      Los partisanos se movieron, algunos incluso levantaron la cabeza, pero enseguida llegaron disparos de fusiles de asalto desde distintos flancos. Algunas balas se clavaron en la mochila de Gabriela. Las muchachas se pegaron aún más al suelo.

      —Parece que estamos rodeados —susurró Mónica.

      —¡¡Código Zelenika!! —se oyó gritar a Medved.

      —¡Código Zelenika! ¡Código Zelenika! —repitieron otras voces.

      —¡No os mováis! —ordenó el Clavo, que se encaminó a rastras detrás de Dicho.

      El Tornillo se fue culebreando en sentido contrario.

      —¿Y ahora qué? —murmulló Gabriela cuando las dos hermanas se quedaron solas.

      No en vano había estado sacando brillo Medved a los pupitres de la Escuela de Entrenamiento Especial adjunta a la II Dirección General de Contraespionaje del Ejército Rojo, responsable de las operaciones subversivas en la retaguardia del enemigo. Mientras que el resto de trepas del grupo búlgaro estudiaban como locos el Breve curso de historia del Partido Comunista de toda la Unión (bolchevique) y procuraban destacar con sus conocimientos del comunismo científico, él daba prioridad a la preparación práctica. Le parecían especialmente útiles las clases del teniente coronel Mináyev: «Tácticas de supervivencia en condiciones de cerco enemigo». La asignatura no tenía mucho prestigio, puesto que la supervivencia nunca había sido una prioridad de los mandos soviéticos, pero Mináyev definitivamente sabía lo que hacía. De forma metódica y concienzuda exponía planes, dibujaba esquemas, desarrollaba conceptos. La manera más segura de no caer en una emboscada es que tú mismo hagas una emboscada, enseñaba Mináyev. ¡Hay que estar siempre en posición de emboscada! Medved apuntaba en su cuaderno y grababa en su mente cada palabra. Tenía dos objetivos principales que no se atrevía a pronunciar ni siquiera para sus adentros por miedo a que alguien los intuyera. Sin embargo, estos objetivos se habían fijado en su mente, en cada impulso nervioso, como un hilo rojo. Eran los siguientes:

      1. Conseguir marcharse para siempre de la URSS.

      2. Sobrevivir hasta el final de la guerra y, a ser posible, después de la misma.

      Mináyev había elaborado un sistema no muy original pero bastante eficaz para salir del cerco enemigo (SSCE: sistema para salir del cerco enemigo, con variantes del 1 al 5) que Medved había adaptado a las condiciones locales. El sistema incluía varios componentes básicos, el primero de los cuales eran tres latas de gas (de veinte kilos cada una) llenas de trinitrotolueno y clavos, hábilmente camufladas en el bosque, dispuestas a unos cien metros de distancia una de otra. Estaban conectadas mediante un cable al dispositivo de detonación a distancia Zvonok que Medved había traído en su mochila personalmente desde Moscú junto con el resto de aparatos subversivos. Entre los componentes del SSCE estaban también el «arco detonador de distracción», situado a un ángulo de ciento veinte grados con respecto al principal, así como la «misión especial», cuyo objetivo era provocar confusión adicional en el enemigo.

      La instalación del sistema era considerada un gran logro para el destacamento, aunque hasta el momento no había sido puesto a prueba. Su manejo estaba en manos de cuatro camaradas en los que Medved tenía cierta confianza. Él era el único que estaba autorizado a declarar el código Zelenika, que ponía en marcha los componentes del sistema en un orden estrictamente determinado. El significado concreto de la palabra era objeto de discusión. Según algunos, la zelenika era una planta del monte de Strandzha, otros afirmaban que era una seta venenosa y los había que defendían que se trataba del protagonista de un cuento popular ruso. El comandante guardaba un silencio misterioso.

      Mientras las balas silbaban por encima de su cabeza, Medved recordó la voz confiada del instructor soviético. Era un hombre apuesto, con la cara pálida y carnosa, limpio y aseado, de movimientos tranquilos y lentos que apuntaban a una vida reposada. De pronto le asaltó una idea en la que no había reparado antes. ¡Aquel tipo jamás había estado en una emboscada! ¡Ni siquiera había olido el campo de batalla! ¿Cómo podía saber cómo funcionaría el sistema en condiciones reales? No podía saberlo. Pero lo peor era que, evidentemente, le importaba un bledo. Fuera como fuera, para Mináyev la supervivencia no era una prioridad.

      —¡Que te den, Mináyev! ¡Y a toda vuestra chusma! —maldijo Medved soltando una ráfaga con su subfusil destinada a proteger a Dicho y el Clavo, que gateaban hacia el rosal silvestre donde estaba escondido el dispositivo Zvonok.

      Dicho extrajo la caja negra de baquelita y giró la manivela para conseguir tensión. El dispositivo Zvonok se parecía a un teléfono antiguo, pero en lugar de un auricular tenía un mango en forma de T. Del dispositivo salía un cable enterrado a poca profundidad bajo la hojarasca.

      —¡Dale! —dijo el Clavo apuntando hacia los arbustos de enfrente.

      Dicho agarró el mango con ambas manos y lo presionó con fuerza. Ambos

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