Kara y Yara en la tormenta de la historia. Alek Popov

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Kara y Yara en la tormenta de la historia - Alek Popov Sensibles a las Letras

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el retrato del zar que está colgado en la escalera principal —dijo la otra, que puntualizó—: ¡con pintura roja!

      —¡Por el amor del Partido! —exclamó Medved, e hizo un gesto a Lenin y al Enterrador, que seguían la conversación con interés, aunque su contenido se les escapaba—. ¡Estas niñas tienen que volver inmediatamente!

      —Ya os decía yo —masculló el Enterrador.

      —¿Qué decías? ¡No dijiste nada! —estalló Lenin.

      —¡Camarada Medved! Si vuelven, esos desgraciados las arrestarán y las torturarán. ¿Es eso lo que quiere? —gritó Lozán.

      —¡Imbécil! —graznó Medved—. Nadie las arrestaría por esa broma. Como mucho las echarán del instituto.

      —Pero nosotras pensábamos también dinamitar el Ministerio del Interior, está justo al lado de nuestro instituto —repuso una de las chicas—. Hay un viejo canal por el que se puede llegar. Aquella chivata seguramente se lo ha dicho…

      —¡Caramba! —El comandante apretó el puño—. Pero no lo habéis dinamitado, ¿verdad? Pueden tomarlo como una… fantasía pueril.

      —Dejemos este asunto para mañana, ¿qué os parece, camaradas? —propuso Lenin mirando al cielo—. Ya se ha hecho tarde.

      —Parece que no te enteras, ¿o es que te estás haciendo el loco? Cuanto más tiempo pasen aquí, más difícil será hacerlas volver.

      —Así es —intervino una voz ronca—. Tenemos que tomar la decisión ahora.

      La voz era de una mujer delgada y fibrosa con el pelo liso, completamente blanco, recortado en forma de bol. Tenía el tórax ligeramente hundido y en la comisura de sus labios humeaba un cigarrillo liado a mano. Había llegado al destacamento siendo Nina, pero pronto habían empezado a llamarla Extra Nina por su puntería. Además de ser una excelente tiradora, era la que más sabía de política. Los camaradas compartían muchas veces con ella sus preocupaciones ideológicas. Era capaz de llegar a la esencia del problema y arrancaba sus dudas pequeñoburguesas como muelas podridas. A Extra Nina no le gustaba hablar de su pasado. Parecía mayor de lo que era en realidad. Se sabía que había sido maestra en la región de Vratsa antes de tomar la senda de la revolución profesional. Corrían rumores de que su pelo se había vuelto blanco por las torturas de la policía.

      —Señoritas… —se dirigió a las chicas.

      —¡Somos camaradas! —la interrumpieron ellas al unísono.

      —Vale, camaradas. Esto no cambia el hecho de que habéis actuado de manera muy poco prudente. La vida de los partisanos no es para cualquiera. Desde la perspectiva de la ciudad puede que parezca muy romántica, pero dudo que la realidad os guste. Aparte de Lozán, ¿quién más sabe que estáis aquí?

      —Nuestros padres… —dijo bajando la cabeza la chica que insistía en ser Gabriela.

      —Les dejamos una nota para que no se preocuparan —añadió Mónica, que no quería ser Mónica—. No pusimos nada en concreto. Solo que nos vamos al monte y que volveremos tras la victoria. Y que si morimos, que no lloren.

      —¡Caramba! Seguro que ya las están buscando con la policía.

      —¡Eso me temía! —exclamó Extra Nina—. Han pasado por toda la cadena. Si las arrinconan, lo cantarán todo. Empezarán los arrestos, los bloqueos…

      —¡No nos chivaremos! —dijeron las chicas ofendidas.

      —Oh, ¿en serio? —Extra Nina esbozó una sonrisa dolorosa—. ¿Y si os torturan? Y lo harán, os lo garantizo. Desembucharéis con solo ver los instrumentos… Tienen métodos elaborados que funcionan a la perfección. ¿Qué te parecería si… —dio una calada brusca a su cigarrillo y agitó su extremo candente frente a la cara de Mónica— apagase esto en tu tierno cuello?

      Las chicas dieron un brinco hacia atrás.

      —¡Es tu culpa! —increpó Medved a Lenin—. ¿Cómo pudiste traerlas aquí sin permiso? ¡Hacerle caso a un mocoso! ¿Dónde está tu cautela revolucionaria? ¡Te mereces que te castigue con horas en cuclillas con la mochila llena junto al fuego!

      —¡Atrévete! —Lenin ladeó desafiante su gorra.

      —¡Camaradas! ¡No os peleéis! ¡Discutamos el tema en una reunión de partido a puerta cerrada! —propuso Extra Nina.

      Medved tan solo rechinó los dientes, se dio la vuelta y se dirigió hacia su tienda.

      No podía castigar a Lenin por una razón muy evidente: su nombre. La vida soviética le había enseñado a ser prudente. Todo acto tenía un sentido simbólico de consecuencias inesperadas. Incluso aquí, en el bosque, no podía librarse de la sensación de que alguien constantemente estaba siguiéndolo, analizándolo e informando de sus actos. ¡Castigar a Lenin! Humillarlo tendenciosamente para humillar también su obra… Si castigara hoy a Lenin, mañana podría llegar a castigar a Stalin, etcétera. ¿Quién sería ese «alguien»? ¿Extra Nina? ¿El Enterrador? Podría ser cualquiera… Menos mal que en el destacamento no había ningún Stalin. No es que faltasen candidatos para investirse con este nombre glorioso, pero Medved no lo permitía. Era categórico al respecto. Los nombres de los líderes no podían circular por ahí expuestos a ser profanados o insultados. Stalin asesinado. Stalin no resiste y se va de la lengua. O incluso peor: Stalin es un agente provocador. ¿Qué pensaría la gente? Lo de Lenin venía de antes. Era uno de los fundadores del destacamento Patarinska, el primer partisano de su tierra, miembro del Partido con contactos y autoridad. «Lenin no merece su nombre, es astuto, autocomplaciente y descuida sus obligaciones. Padece de complejo de líder, aunque no dispone de la aptitud para ello», había apuntado Medved en la libreta donde anotaba las características resumidas de sus camaradas. «Ideológicamente ignorante, propenso al faccionalismo», añadió cuando regresó a su tienda.

      5. NADIE QUIERE SER MÓNICA

      Hacia las siete los partisanos empezaron a aguzar el oído por si escuchaban el repiqueteo de la cuchara de palo que los convocaba para la cena. La cocina se encontraba en una hondonada cerca del campamento y estaba cercada con lonas para que no se percibiera el humo. Aunque allí hacía mucho que no encendían ningún fuego. Se alimentaban fundamentalmente de cebollas, tocino y pan, con predominancia de las primeras, por lo que el campamento había sido bautizado «campamento Cebolla». Aquella mañana, sin embargo, tres camaradas habían regresado de una misión de aprovisionamiento con las mochilas llenas y ahora la olla con las alubias bullía alegremente. Junto a ella trajinaba un hombre canijo y cheposo (Proshko Zhékov, del pueblo de Koren) con el poético nombre de Elín. Sus camaradas lo llamaban amistosamente Arbusto, sin darse cuenta del dolor que le infligían. Durante varios años había estado trabajando en la taberna del pueblo, soportando las groserías y los insultos de los paisanos, hasta que en su pequeño cuerpo cristalizó la decisión de rebelarse. Tenía siete hermanos y hermanas, todos menores que él pero más altos. Su familia se enteró de que había desaparecido solo cuando dejó de recibir su mísero salario. Junto con él había desaparecido la carabina del tabernero. Pero después del primer disparo quedó claro que Elín nunca podría utilizarla. La culata le dio un golpe seco como la coz de un mulo y dio dos vueltas de campana hacia atrás con un chillido lastimero. La bala pasó a milímetros de la calva de Lenin. La carabina fue asignada a otro camarada y a Elín le entregaron el cazo. Con él no tenía igual. Más tarde Medved le dio una pequeña

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