Kara y Yara en la tormenta de la historia. Alek Popov

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Kara y Yara en la tormenta de la historia - Alek Popov Sensibles a las Letras

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      Llevaban más de dos horas caminando en silencio, sin detenerse. Solo el cabrerillo, que andaba deprisa por delante, se daba la vuelta de vez en cuando para comprobar que no se quedaban atrás. Estaba acostumbrado a llevar al monte a toda clase de personas, pero ninguna era como esas dos chicas. Desde que percibió su aroma, se dio cuenta de que eran muy especiales y no terminaba de comprender qué hacían allí. Su ropa, sus manos, sus caras, incluso sus voces, por lo que había podido oír, no tenían nada que ver con la única realidad, cruda y frugal, que conocía. Habían venido con el estudiante al que debía llevar hasta los partisanos. Se habían presentado ya equipadas: con sus mochilas, sus bombachos, sus cazadoras y unos botines de suelas muy gruesas como jamás había visto. «¡Menudas son estas!», pensó el cabrerillo.

      —Las envía la comandancia de la zona —le aseguró el estudiante.

      Pero el cabrerillo seguía desconfiando… El estudiante también le resultaba extraño. Era alto, con pequeñas gafas, gorra y se envolvía en un abrigo de ciudad ceñido con un cinturón. Llevaba unas botas blandas que probablemente estropearían las primeras nieves. De su hombro colgaba una bolsa de lona, artesanal, no muy llena. Lozán, así se había presentado el gafotas, empezó a flaquear desde el principio. Comenzó a respirar trabajosamente y de forma entrecortada, se tropezaba con los baches y se tambaleaba. Pero por amor propio y terquedad no permitía que los demás se parasen por su culpa. En cambio, aquellas chicas de ciudad, que tenían pinta de que iban a desistir en la primera cuesta, subían con agilidad sin jadear siquiera. El único cambio fue que el aire del monte les sonrojó la cara, lo que las hacía aún más guapas.

      Quién sabe por qué, el cabrerillo se enfadó y se puso a andar todavía más deprisa. Los resoplidos a su espalda aumentaron. Algunos terrones se precipitaron al desfiladero. Él sonrió con malicia enseñando sus dientes podridos. Una de ellas le tiró con fuerza de la manga. No podría decir cuál de las dos. Se parecían, debían de ser gemelas.

      —¡No tan deprisa! —dijo la chica.

      Al llegar a un pocillo, escondido entre las raíces de tres hayas que entretejían sus troncos, el cabrerillo se detuvo, aguzó el oído e imitó la llamada del cuco cinco veces seguidas. No hubo respuesta. Lozán se dejó caer pesadamente en la hierba. Una de las chicas destapó su cantimplora y le dio de beber. El cabrerillo volvió a llamar, esta vez siete veces y media. Aguzó el oído: nada. En la lejanía se oían los picotazos de un pájaro carpintero.

      El cabrerillo siguió llamando insistentemente hasta que algo voló silbando en el aire. El cabrerillo gimió como un gatito al que han pisado y se apretó el hombro. Dos hombres, visiblemente airados, salieron de los arbustos y se abalanzaron sobre el grupo.

      —¡Oye, Raycho —empezó a gritar uno de ellos, que llevaba una carabina recortada al hombro—, ni siquiera eres capaz de recordar una contraseña! ¿Cuántas veces dijimos que tenías que llamar?

      —Pues… no sé —tartamudeó el cabrerillo frotándose donde le había dado la piedra.

      —¡Nueve! —El hombre levantó los dedos de las dos manos y dobló uno.

      —¡Pues yo llamé nueve!

      —¡Nueve! ¡Y una leche! ¡Cinco! Quince… Diez… ¡Nos has vuelto locos!

      —Depende de cómo lo cuentes —intervino una clara voz femenina—. Cu o cu-cu. En principio el cuco hace «cu-cu». Por eso se llama cuco y no cu.

      —¿Y tú quién eres? —dijo el hombre bajando instintivamente su carabina.

      —Tío Vanyo —respondió incorporándose Lozán—, vienen conmigo.

      El otro partisano se echó a reír. Llevaba una cazadora de guardabosques y de su cintura colgaba una Parabellum de cañón corto. Tenía una cara ancha y plana con barba rubia.

      El hombre de la carabina se lanzó hacia el estudiante, lo abrazó y dijo en voz baja:

      —Ahora me llamo Lenin.

      —¿Y estas quiénes son?

      —Las camaradas Gabriela y Mónica, del grupo de sabotaje del Primer Instituto Femenino.

      —¿Por qué las has traído?

      —Ha habido un problema en la escuela. Ante la posibilidad de que las descubran, se ha tomado la decisión de que pasen a la clandestinidad.

      —¿Quién lo ha decidido? —preguntó con aspereza Lenin—. ¿El Comité Central? ¿La comandancia? ¿Tu abuela?

      —Puees… —respondió el joven bajando la vista—. Esto…, por cuestiones de conveniencia…

      —¡Queremos ser partisanas! —exclamaron a la vez las chicas.

      —Ya, ¿y qué más? —Lenin se quitó la gorra y empezó a rascarse la cabeza, que era completamente calva como la del propio Lenin—. ¡Es imposible! ¿Os creéis que esto es un juego de niños?

      Se dirigió al cabrerillo:

      —¡Llévatelas de vuelta!

      —¡No vamos a ninguna parte! —respondieron, tozudas, las chicas.

      Sus ojos grisáceos brillaban desafiantes y Lenin se dio cuenta de que no le sería fácil convencerlas. También intervino Lozán:

      —Tío Vanyo…

      —¡¡Lenin!!

      —Camarada Lenin —empezó el chico con una solemnidad inesperada—. Las camaradas corren peligro de muerte. Los fascistas les pisan los talones. Les he prometido ayudarlas. Si no las admites, yo también me vuelvo con ellas y que sea lo que Dios quiera.

      —Estas dos bocachas le han sorbido los sesos —dijo el otro silbando entre dientes.

      —Oye, Enterrador, ¡no llames así a las camaradas! —lo reprendió Lenin—. Ya te amonestaron una vez ante el destacamento. ¡Si te lo oigo decir otra vez, informaré a Medved!

      Al mencionar este nombre se produjo una pausa significativa. Las chicas intercambiaron miradas y sonrieron.

      Por supuesto, era su nombre de guerra, en realidad solo una parte de él. Pero nadie tenía tiempo de llamarlo Enterrador del Capitalismo, el nombre que eligió cuando se unió al destacamento. Lo llamaban, simplemente, Enterrador.

      —¿Y qué hago ahora con vosotras?… —dijo Lenin, que apretaba nervioso la gorra—. ¿Sois de Sofía? —Las miró de arriba abajo e hizo un gesto con la mano—. Para qué preguntar, está claro que sí…

      —Que lo

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