Kara y Yara en la tormenta de la historia. Alek Popov

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Kara y Yara en la tormenta de la historia - Alek Popov Sensibles a las Letras

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que quedaban no eran capaces de reconocerlo. Pero, como era bien sabido que la vida soviética cambiaba a la gente hasta el punto de hacerla irreconocible, nadie se sorprendió. En tiempos Spartak Gálev era como un palillo: delgado, ágil y rápido. Decían que esquivaba las balas antes de que salieran del cañón; de ahí su apodo Pies Ligeros. Provenía de los pueblos de alrededor de Sofía y le gustaba reírse del poder con el típico sentido del humor mordaz de los shopis.7 Pero de la URSS regresó hecho un ladrillo: robusto y corto, como si hubiera pasado todos aquellos años metido en una caja. Solía estar quieto, con una cara malhumorada y rugosa de tez cetrina que no cambiaba con el sol ni con el viento. De su sentido del humor no había quedado ni rastro. Hablaba de forma concisa y con precaución, salpicando su discurso de palabras rusas. Ya nada lo podía asustar excepto el nombre de Stalin. «Partió siendo una liebre y volvió hecho un oso», dijo alguien. Desde aquel momento todos empezaron a llamarlo Medved.8

      Él no tenía ningún inconveniente.

      La primera y más importante tarea era la de protegerlo. Debido a su fuerte acento ruso, resultó más complicado de lo previsto, puesto que no era capaz siquiera de comprar tabaco sin delatarse. En aquellos tiempos en Bulgaria se oía poco ruso y enseguida llamaba la atención. No podía, o bien no quería, renunciar a este acento porque, al fin y al cabo, era una cuestión de prestigio. Durante todo el otoño y el invierno lo estuvieron escondiendo en diferentes buhardillas y sótanos de Sofía, bajo distintos nombres, hasta que en la primavera de 1942 terminaron convenciéndolo de que asumiera el mando de una unidad de partisanos en proceso de formación que operaba en el extremo oeste de los montes Balcanes: el destacamento Patarinska. El problema radicaba en que Medved venía de la URSS habituado a manejar escalas completamente diferentes, preparado para liderar al menos una brigada o una división, algo que aún no existía en Bulgaria. No era menos problemático que los destacamentos de la Primera Zona Operativa Militar ya tuvieran sus propios comandantes, gente local que no podía ser sustituida así como así, sin provocar un importante malestar y discrepancias. Por otro lado, estaba más que claro que un líder de la magnitud de Medved no aceptaría ningún cargo de segundo orden como comisario político o instructor. Ni siquiera intentaron ofrecérselo: ¡tal era el respeto que le tenían en aquellos días! Medved había venido para estar al mando y debía estarlo. Y, además, no de cualquier cosa. Entonces los camaradas de la comandancia central emplearon una pequeña artimaña…

      En aquellos primeros años de lucha, el destacamento Patarinska —nadie supo por qué se llamaba así— contaba con cerca de diecinueve partisanos. Decimos «cerca de» porque algunos de ellos bien volvían a sus pueblos cuando los empapaba la lluvia o empezaban a echar de menos a sus mujeres, bien volvían al monte cuando estaban hasta las narices de dichas mujeres. Estos movimientos eran aceptados con compasión y comprensión por parte de sus camaradas. Todos sin excepción calzaban alpargatas. La mayoría llevaban gorros de pelo; había también un par de boinas y una gorra de guardabosques. Muchos de ellos vestían los tradicionales pantalones fondones de lana; uno se había fugado con su traje de bodas y otro lo había hecho con su uniforme militar. Su armamento sumaba cuatro carabinas, una escopeta de caza de dos cañones y un fusil de chispa. La munición ascendía a un total de 44 cartuchos, 13 de los cuales eran para el sistema Mannlicher, aunque todavía no disponían del propio fusil Mannlicher. El fusil de chispa tenía sobre todo un valor simbólico; se creía que en tiempos había pertenecido al mismísimo voivoda Valyo y era el talismán del destacamento. Contaban además con cinco revólveres y una Parabellum, tomada al enemigo en una acción independiente del miembro de más edad del grupo, el conocido por el peculiar nombre de «Enterrador del Capitalismo». También tenían seis bombas de la Primera Guerra Mundial con mangos de madera. Las tapas de dos de ellas se habían perdido y no quedaba claro si iban a explotar ni, aún más importante, cuándo lo harían.

      El resto eran palos y cuchillos.

      En comparación con ellos Medved parecía un arsenal andante: un subfusil automático Shpaguin, una pistola Tulskiy Tókarev y siete granadas de mano: cuatro de asalto y tres de defensa. Por no mencionar el resto de maravillas que escondía su mochila… Todo lo que llevaba era de cuero: desde la gorra y la cazadora hasta la funda de la pistola y las botas altas. Sus pantalones estaban hechos de un material nunca visto, totalmente impermeable.

      Entre las consecuencias del atentado estuvo la imposición inmediata de la ley marcial y la aplicación de duras medidas represivas por parte del Gobierno. Poco después el Comité Central del Partido Comunista Búlgaro condenó el atentado como un acto nefasto para el movimiento antifascista y acusó a sus responsables de sectarismo.

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