Kara y Yara en la tormenta de la historia. Alek Popov

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Kara y Yara en la tormenta de la historia - Alek Popov Sensibles a las Letras

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dos últimas horas habían sido las más dulces de la vida, por lo general falta de momentos felices, del soldado Kólev, conocido por el nombre de guerra de Valyo. Había huido de su unidad hacía unos tres meses por el trato inhumano que recibía de los soldados veteranos y del suboficial. Considerando que sus posibilidades de sobrevivir en el monte eran mucho mayores, se presentó en el destacamento con su fusil y su equipamiento.

      Mientras la penumbra a su alrededor espesaba, Valyo no podía dejar de pensar en las dos hermanas que Lenin y el Enterrador habían llevado al campamento. Gabriela y Mónica, resonaban sus nombres. ¡Qué maravilla de nombres! Gabriela y Mónica, repitió en voz baja, con el cuerpo llenándose de dulzor y las piernas flojas. Valyo se apoyó en un árbol y se quedó mirando al cielo a través de un hueco entre las ramas. ¡Ay, Gabriela y Mónica! Hasta el cambio de guardia aún quedaban dos horas y se preguntaba cómo iba a aguantar tanto. Imaginaba a sus camaradas en el campamento hablando con ellas, gastando bromas y jactándose de sus hazañas. ¡Pues menudas hazañas! De repente se sintió tremendamente estúpido en su tosco uniforme de soldado. ¿Cómo podía atraer su atención? No tenía ninguna hazaña que contar ni resultaba particularmente gracioso. Sin embargo, tenía ciertas habilidades prácticas. Podía, por ejemplo, hacerles un refugio subterráneo. O fabricarles unos camastros. Los cubriría de heno y ramas de pino. ¡Olerían tan bien! Les haría también una chimenea, claro. ¿Acaso se podía pasar sin una chimenea? Pero para eso tendría que buscar un tubo…

      —¡Quieto ahí!

      Valyo sintió bajo el mentón la helada boca de un cañón.

      —¡Ni se te ocurra abrir la boca! —le espetó la voz bajo el casco metálico.

      De la penumbra emergieron más figuras uniformadas. Le quitaron el fusil y lo esposaron. Uno de ellos llevaba a rastras al cabrerillo sollozante con la nariz ensangrentada. Detrás apareció un tipo alto con la cara redonda como la luna, con bombachos, gorra y cazadora negra de cuero. De su cuello colgaba una linterna Siemens. Era el capitán Draguíev, comandante de la Séptima Compañía de Caza, también conocido como Capitán Noche por su costumbre de realizar las operaciones después de ponerse el sol.

      —La segunda sección, que avance por la derecha —ordenó—. La tercera, que rodee el desfiladero. ¡Que nadie dispare antes de la señal!

      ***

      —¡Treinta y nueve! —exclamó Medved agitando la lista con la que Stoycho había devuelto las armas a los camaradas—. Treinta y nueve de cuarenta y cuatro abandonaron sus armas por culpa de un par de faldas. ¿Qué hubiera ocurrido, pregunto yo, si el enemigo nos hubiera atacado en ese momento?

      A su alrededor, sentados, estaban los miembros del comité del Partido en el destacamento, un total de once personas —comunistas veteranos—, entre ellos Lenin, el Enterrador y Extra Nina. La mayor parte de los partisanos eran miembros de la Unión de las Juventudes Obreras o simples simpatizantes de la izquierda. Había también unos cuantos miembros de la Unión Nacional Agraria, que habían enviado a la reunión a un representante que debía pronunciarse sobre el caso. El anarquista Dicho renunciaba a participar en tales foros. Estaba convencido de que no servían de nada. Sin embargo, acataba las decisiones que tomaban.

      —Tío Metodi —se dirigió Medved a un hombre con impermeable y largos bigotes puntiagudos—, ¿cómo pudiste permitir que se llevasen a Penka?

      —No lo sé… —El hombre abrió los brazos—. No sé qué me pasó.

      Penka era una vieja carabina, con la culata naranja como la cola de un zorro, que él cuidaba con enternecedor esmero: la limpiaba, la empapaba de lubricante, la envolvía en un paño de lana para protegerla de la humedad y de la lluvia. «Ya quisiera yo vivir como Penka», bromeaban sus camaradas. La puntería de Penka era legendaria; se decía que había matado a un general en 1925. Le había dado justo en el monóculo cuando viajaba en su carruaje. Ahora bien, en el tiempo que llevaba en el destacamento, el tío Metodi (Golinko, del pueblo de Gubesh) no había logrado acertar ningún tiro, ni siquiera a un jabalí. ¿Sería porque tenía mala puntería?

      —¡Quiero hacer autocrítica! —exclamó levantando la mano un camarada con el pelo claro y ralo y la frente grasienta, sembrada de pequeños granos blanquecinos.

      En las caras de los presentes apareció una sombra de aburrimiento. Desde que se había leído el Breve curso de historia del Partido Comunista de toda la Unión (bolchevique), Bótev había desarrollado una verdadera pasión por la autocrítica. No dejaba pasar la ocasión de utilizar aquel poderoso instrumento de purificación del espíritu revolucionario, con o sin motivo. Hurgaba en los rincones más recónditos de su mente como un psicoanalista experto y sacaba a la luz sin piedad sus debilidades.

      —Yo —empezó Bótev— mostré una debilidad de espíritu imperdonable en un momento crítico para el destacamento. Puse en peligro la vida de mis camaradas, permitiendo a la biología tomar el control de mi mente. Este fue un acto típicamente decadente, dictado por la búsqueda del placer egoísta. Con mi conducta ofendí a las camaradas recién llegadas, reduciéndolas a simples objetos. Creo que mi respuesta no fue solo un impulso pasajero, sino que tiene raíces más profundas en mi subconsciente. Mi mayor error es que no he discutido abiertamente con el Partido las preocupaciones que me atormentan, sino que las he estado ocultando en mi interior. De esta manera me he estado engañando a mí y también al Partido en lo relativo a mi preparación para el combate…

      Media hora más tarde todos lo miraban completamente agotados. Era como si un arcaico reptil los hubiera empapado de toneladas de saliva prehistórica, densa y viscosa como pegamento.

      Medved tenía un fuerte temple estalinista. Durante los años pasados en la URSS él mismo se había sometido numerosas veces a una despiadada autocrítica, de modo que algo así no lo asustaba. Sabía por experiencia que había cosas mucho más terribles. Bótev se convirtió en su arma secreta. Cuando daba por terminadas sus extenuantes confesiones nadie tenía fuerzas ni ganas de discutir. Reinaba una unanimidad ovina.

      —Gracias, camarada —dijo Medved—. ¿Alguien quiere añadir algo?

      Lenin bostezó, Extra Nina se frotó los ojos.

      —En

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