Kara y Yara en la tormenta de la historia. Alek Popov

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Kara y Yara en la tormenta de la historia - Alek Popov Sensibles a las Letras

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      —Dimitrichka —susurró Gabriela—. ¿Es ese tu nombre real?

      —Dimitrichka… —repitió Mónica con ternura.

      —Y Dimitrichka solo repetía: «No conozco a nadie, no me he reunido con nadie». ¿Cómo iba a traicionar a los camaradas? ¡¿Cómo iba a traicionarse a sí misma?! Entonces entraron otros dos uniformados. Los cadetes Sávov y Garménov, del Regimiento de Infantería de Vratsa. «Es ella —dijeron—, solía venir a hacer propaganda en los bailes del centro cultural. Le dijimos que éramos de la Unión de las Juventudes Obreras porque nos la queríamos cepillar. Pero no se dejó. Le mentimos diciendo que habíamos creado una organización y que íbamos a llevar armas al monte: dos ametralladoras, bombas, fusiles, todo lo que te puedas imaginar». «No se deja, ¿eh?», se reía Bázov. «No, la muy zorra». «¡Ya se dejará, pero no con vosotros, so imbéciles! ¡Marchando!». Y salieron. Pero antes aquel cabrón de Garménov apagó el cigarrillo en su piel.

      —¡Ay! —Gabriela se estremeció, como si el cigarrillo la hubiera quemado a ella.

      —«¡Renuncia! ¡Renuncia y te soltamos! —gritaba Bázov—. De todos modos, ya lo sabemos todo. Sabemos quién te hace los encargos y a quién rindes cuentas». «¡No, no renunciaré jamás! ¡Jamás!», gemía ella. ¿Qué quedaría de mí entonces? ¡Nada! Un ser despreciable y cobarde que se introdujo en el seno del Partido. ¡Ten cuidado, Dimitrichka! ¡Yo misma te aplastaré la cabeza si renuncias!

      —¡Pobrecita! —la abrazó Mónica.

      —¡Yo no, yo no! Ella… —decía Extra Nina—. La bajaron del caballete y la colgaron de un gancho en el techo, cabeza abajo. «¡Recita a Mayakovski ahora, so perra! No te oigo, no te oigo…». Y venga a pegarle con la manguera en los talones.

      —¡En los talones! —Mónica contrajo el gesto.

      —¡Qué cabrones!

      —Kúzov dispuso los cables…

      Nina se convulsionó, como si por su cuerpo volviera a pasar la corriente eléctrica.

      —Enchufaron y desconectaron la corriente varias veces, hasta que perdió la conciencia. Volvió en sí en medio de un charco de excrementos. Sentía algo detrás, en el ano…

      —¡¿Qué era?!

      —No lo sabía. Tan solo veía un cable que sobresalía como una cola de cerdo. Bázov se agachó, la miró a los ojos y prendió el extremo. La mecha empezó a chisporrotear. «Tienes tres minutos exactos para confesarlo todo».

      —¡No! —gritaron aterradas las chicas.

      —¡Sí! ¡Le habían metido un palo de dinamita, aquellos monstruos! «Hasta aquí hemos llegado —pensó ella—, se acabaron mis penas. He sido leal hasta el final». Quería gritar, cantar algo revolucionario, pero la pobre no tenía fuerzas. No tenía fuerzas para recordar nada de su vida pasada. Solo podía contar mientras la mecha se acortaba. «¡Vaya limpieza nos va a tocar hacer!», dijo Bázov y salió de la habitación con los demás. Se quedó completamente sola. La mecha seguía siseando, hasta que de pronto se calló. Pasaron un par de segundos: nada. Pasaron otros cinco: sin cambios. Resultó que no era dinamita, sino un cirio grueso… Pero ella no lo sabía. Pasó toda la noche tumbada, sin hacer otra cosa que no fuera respirar.

      El viento susurraba en lo alto de las copas de los árboles y llenaba el bosque de sonidos y gemidos. Los huecos que dejaban las hojas cambiaban continuamente de forma; de tanto en tanto asomaba a través de ellos alguna estrella que se reflejaba en los ojos vidriosos de Nina. Las chicas habían entretejido los dedos de las manos con los de ella y, emocionadas, contenían el aliento.

      —¿Y cómo lograste huir? —preguntó por fin Mónica.

      —Me escapé del tren cuando me trasladaban a Sofía. Me escoltaban dos policías. Pasada la estación de Lakátnik conseguí distraerlos y quitarles las armas. Tiré del freno de emergencia y salté a los arbustos que bordeaban la vía. Hubo pánico. En el tren viajaban militares también, pero no se atrevieron a perseguirme. Hasta salió en los periódicos —concluyó modestamente.

      —¡Entonces, siempre hay esperanza! —observó Gabriela con admiración.

      —Siempre y cuando aguantes… —respondió pensativa Mónica.

      Gabriela se apoyó en un codo y de pronto le plantó un beso a Nina en los labios.

      —¡¿Qué haces?! —La comisaria política la apartó discretamente.

      —¡Eres una auténtica revolucionaria!

      Nina no contestó. Las chicas también se sumieron en el silencio, asaltadas por repentinas dudas y temores. ¿Serían ellas capaces de superar semejante prueba? Las dos intentaban ponerse en el lugar de Nina y sentir al menos parte del dolor que había experimentado. Pero por mucho que apretaban los ojos intentando imaginarse suspendidas del techo, desnudas, con el látigo hiriente castigando sus talones, nunca podrían alcanzar la esencia de aquel dolor y así descubrir los límites de su heroicidad.

      Extra Nina apartó bruscamente la manta.

      —¿Qué pasa? —susurró Mónica.

      —¡Ssss!

      Agarró la carabina y se deslizó ágilmente como un gato. Se agachó entre los altos helechos que bordeaban la pradera y miró a su alrededor. La noche ya clareaba, sobre el suelo flotaba una fina neblina. No vio a nadie, pero juraría que había oído un crujido de ramas secas. Los animales no solían pisar de esa manera. Notó un nuevo movimiento y apuntó con su arma en dirección al sonido. Entre los árboles se perfiló una silueta humana. Avanzaba de forma insegura y a tientas. Parecía que no iba acompañada. Extra Nina tomó la carabina por el cañón, esperó a que el tipo se acercara y le atizó con la culata con todas sus fuerzas. El hombre se desplomó en la hojarasca sin hacer ruido. Extra Nina lo volteó con el pie y escudriñó su cara.

      Era el Tornillo.

      9. TÓRTOLA O AUTILLO

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