Novios por una semana. Lindsay Armstrong
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—¿De negocios o…? —preguntó Vivian, interrumpiéndose antes de terminar la frase. Sin embargo, estaba muy claro lo que estaba pensando.
—De negocios, naturalmente.
—Perdóneme —dijo ella—, pero una nunca está del todo segura con los hombres.
—Claro —respondió él, muy serio.
—¡Se está riendo de mí! —exclamó ella, tras un momento de silencio—. Se ha estado riendo de mí desde que puse el pie en este despacho… De acuerdo que, seguramente, tenía un aspecto de lo más divertido, pero… ¡ya está bien!
De nuevo, alguien volvió a llamar a la puerta, lo que evitó que Lleyton tuviera que responder. Era la señora Harper otra vez, no con una sino con tres cajas.
—Fui yo misma —explicó la mujer—. Hay una zapatería justo al otro lado del puente, en la isla Chevron. Me los prestaron para que usted pueda elegir, señorita Florey. Aquí tiene.
Vivian contuvo el odio que sentía por Lleyton Dexter y empezó a probarse los zapatos de color beige.
—Ande un poco antes de decidirse —le aconsejó la señora Harper—. Bueno, a mí me parece que ese par que se ha puesto ahora es el más adecuado, señorita Florey —añadió, tras unos minutos—. Sencillos y prácticos, pero elegantes. ¿Qué le parece a usted, señor Dexter?
—Personalmente, yo prefiero los que se probó en segundo lugar. Tal vez no sean tan prácticos al llevar el talón abierto, pero le hacían unos pies muy bonitos.
Vivian estaba de pie, en medio del despacho, con las manos en las caderas, preguntándose si se habría metido en un manicomio. De nuevo, aquel hombre se había reclinado sobre su sillón y estaba observándola, como si ella estuviera desfilando para pasar a formar parte de su harem. Y no solo era eso. Estaba consiguiendo que ella fuera muy consciente de su cuerpo, bajo aquel traje de seda. A pesar de la falda corta, no era nada sugerente sino sencillo y elegante y adecuado para trabajar. Entonces, ¿cómo podía haber conseguido que ella recordara la suave curva de sus pechos, de sus caderas y la esbeltez de la cintura solo con mirarla?
Para empeorar aún más las cosas, él la contemplaba con una actitud de experto en las mujeres. Parecía juzgarlas solo por dos características: la perfección física y el comportamiento en la cama. Horrorizada, Vivian pudo imaginarse cómo se la llevaban para bañarla, arreglarla y perfumarla para luego presentarla ante él, temblando de deseo… Aquel pensamiento la turbó tanto que se odió por ello.
—Me quedaré con estos, señora Harper —dijo ella, por fin, decidiéndose por el par que tenía puestos—. Son… son los más cómodos de los tres —añadió, mirando a Lleyton Dexter con un sentimiento de triunfo—. Y gracias por haberse tomado tantas molestias. Le estoy muy agradecida, pero insisto en pagarlos.
—Bueno, dejaré que eso lo decida con el señor Dexter —comentó la señora Harper mientras empezaba a recoger las otras cajas—. Aunque ya están pagados en la tienda. Todos eran del mismo precio. Ahora, haré que devuelvan estos enseguida.
Vivian se sentó y tomó una vez más el bolso, sacando el monedero.
—Vi cuánto cuestan en la caja así que… —insistió ella, contando sesenta y cinco dólares con noventa y cinco centavos y poniéndolos encima del escritorio.
Entonces, el teléfono empezó a sonar. Resultó ser una llamada de por lo menos cinco minutos, durante los cuales ella jugueteó con el dinero y reorganizó las fotos varias veces.
Después de que él hubiera colgado el teléfono, y antes de que tuviera oportunidad de decir nada, la señora Harper volvió a entrar, con un aspecto algo alicaído… y un par de zapatos de ante color turquesa en las manos.
—Alguien los recogió del ascensor, pero no tuvo tiempo de llevarlos al portero hasta hace unos pocos minutos —dijo la mujer, algo agitada—. Y ya he enviado los otros zapatos a la tienda.
—Creo que necesito una copa —musitó Vivian, cerrando los ojos.
—Entonces, vayámonos a comer —dijo Lleyton.
—No es eso lo que he dicho —replicó ella con cautela, abriendo los ojos.
—Todavía tenemos una proposición de negocios por comentar.
Vivian dudó. Luego, se encogió de hombros al recordar lo que le había llevado allí: conseguir el anuncio del champú Clover. También se le ocurrió que estaría más segura del magnetismo que Lleyton Dexter parecía ejercer en ella en un lugar público.
—De acuerdo.
La zona empresarial de Evandale, en la zona de Surfers Paradise, no era demasiado grande y tenía áreas ajardinadas y varios bonitos restaurantes. A Vivian le parecía un lugar agradable. El río Nerang fluía por el lado oeste y, al otro lado de la carretera, estaban los edificios de la Costa de Oro.
El restaurante que Lleyton Dexter había elegido tenía una terraza en la acera, rodeada por plantas y bullía de vida, color, además del delicioso aroma de la comida. Había una cola de personas esperando para sentarse, pero a Lleyton lo acompañaron inmediatamente a una mesa sin más dilación. Entonces, él pidió una botella de vino, de la que sirvió dos copas mientras esperaban que llegara el almuerzo.
—Salud —dijo él.
—Salud —respondió Vivian, tomando un sorbo de la copa—. Es un vino muy bueno. ¿Se hubiera podido creer antes que alguien tuviera el día que yo he tenido, señor Dexter? No es que quiera que vuelva a reírse otra vez de mí, pero tiene que admitir que perder los zapatos resulta, por lo menos, algo traumático.
—Efectivamente.
Vivian pensó que lo mejor que podía hacer era entablar una conversación informal, con un poco de sentido del humor y sin hacer referencia a la magnética atracción que, probablemente, era de todos modos producto de su imaginación.
—Entonces, ¿cuál es su proposición? ¿Me perdonará por esperar que me pueda mejorar el día?
—Me gustaría que se hiciera pasar por mi prometida durante una semana, señorita Florey.
Vivian, que estaba tomando otro sorbo de vino, se atragantó.
—Creía… creía… creía que había dicho que se trataba de una proposición de negocios.
—Así es. He dicho «hacerse pasar». Ah, gracias —añadió, refiriéndose al camarero mientras él les colocaba el almuerzo delante.
Vivian contempló fijamente la ternera que había pedido y luego levantó sus ojos castaños para mirar los de él.
—Evidentemente, la he sorprendido.
—Entre usted y su secretaria, por muy agradecida que le esté a esa mujer, se le podría perdonar a uno haber creído que se había caído por la madriguera del conejo, como Alicia. Por no mencionar sus extraños comentarios sobre las mujeres y los melocotones… Sí, efectivamente, así ha sido.
—Ah, tal vez un día se lo explicaré. En cuanto a la señora Harper, es una excelente