La hija oculta. Catherine Spencer

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La hija oculta - Catherine Spencer Bianca

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se preocupe, que no le haré responsable de mis actos –le respondió Imogen–, y para tranquilizarla le diré que no tengo intención alguna de fisgonear en los asuntos privados de mi madre.

      Aunque de hecho era lo que estaba haciendo. Al intentar sacar una hoja de papel, por accidente, se cayeron varios cheques pagados, algunos de los cuales fueron a parar a sus piernas y otros al pulido suelo de madera.

      La criada, después de una exclamación, se agachó y recogió los que había en el suelo, mientras Imogen recogía el resto.

      –No ha pasado nada –le dijo, colocando el taco de cheques otra vez en su sitio.

      –Pero es que estaban ordenados por número –la joven criada se quejó–. La señora es muy exigente en asuntos como éste.

      Poco había cambiado.

      –Siempre lo fue –le dijo Imogen–, pero si los dejamos como los encontramos, no se dará ni cuenta.

      Empezó a ordenar los cheques por número. El 489 estaba extendido a nombre del Ayuntamiento de Rosemont, para el pago de los impuestos municipales. El número 488 era para el pago de un recibo del teléfono. El 487 era por una suma bastante considerable a nombre del colegio St. Martha, el colegio donde su madre iba de pequeña, en Norbury, a cuarenta millas al oeste de las cataratas del Niágara.

      Aquello no le produjo a Imogen ni curiosidad, ni sorpresa. Suzanne siempre había contribuido generosamente a ese tipo de causas. Aunque no hacía lo mismo con su hija, ni con determinados grupos sociales de Rosemont.

      Una vez ordenados y metidos en su sitio, Imogen le escribió una nota.

      –Sólo me voy a quedar por aquí unos días –le dijo a la criada, mientras le daba la nota–. Le agradecería que le entregara esto a mi madre tan pronto vuelva a casa.

      Tan pronto puso el pie en la calle, la criada cerró la puerta. Como le quedaba mucho tiempo por delante, sin nada que hacer, Imogen condujo despacio hacia el centro del pueblo, buscando sitios que le resultaran familiares y comprobando que había demasiados.

      Las pancartas proclamando el centenario del pueblo adornaban las columnas de los juzgados. La calle Mayor estaba adornada con flores. La casa del juez Merriweather se había convertido en una gestoría y el centro médico de Rosemont, en un centro juvenil.

      Pasada la estación de ferrocarril, la calle Mayor se dividía en dos, la de la derecha iba al lago y la de la izquierda a Lister’s Meadows, donde vivían los Donnelly.

      –Es el sitio menos indicado para ir –le había dicho su madre, aquel verano, cuando tenía quince años, en el que Imogen había insistido en ir a la fiesta de cumpleaños que allí se celebraba. Pero a Imogen le encantaba aquella zona. Aunque las casas eran pequeñas y estaban muy juntas, con jardines también muy pequeños en la parte de atrás, no había vallas de separación, ni ninguna señal que prohibiese el paso a extraños.

      La casa de los Donnelly estaba al final de la última calle. No sabía si se habrían trasladado. Hacía años que no tenía noticias de Patsy Donnelly. La última vez que la vio fue antes de que ella se fuese a la casa de la prima de su madre. Y Joe…

      Joe Donnelly no se había preocupado demasiado en seguir la relación con ella y se había ido de Ontario a los pocos días de su aventura con la chica más rica del pueblo. No merecía la pena pensar en él.

      Por tanto, no había ninguna razón para tomar el camino del este, camino que llevaba hasta la gasolinera de los Donnelly, abierta quince horas al día, siete días a la semana. ¿De verdad pensaba que podría ver a Sean Donnelly manejando el surtidor de gasolina, o arreglando algún coche? ¿O a Joe Donnelly en su Harley Davidson, con una corte de chicas dispuestas a hacer cualquier cosa, para que les diera una vuelta?

      Más o menos fue lo que pensó. ¿De qué otra forma se podría explicar el sentimiento de decepción que la invadió, cuando vio que aquella gasolinera se había convertido en una estación de servicio moderna, propiedad de una empresa petrolera? Debería haberse alegrado de que no hubiera habido allí nada que la hubiera traído recuerdos.

      –Compórtate como una persona adulta –se dijo a sí misma–. En vez de gastar el tiempo en un hombre que, a excepción de en una ocasión memorable, nunca se preocupó por ti, piensa en lo que le vas a decir a tu madre cuando la veas, porque haya pasado lo que haya pasado, nunca podrá negar que eres su hija.

      Giró el coche en sentido contrario y se fue al hotel. Eran casi las seis. Cuando acabara de ducharse y de cambiarse, sería la hora de la cena.

      La habitación de Imogen, en el segundo piso de Briarwood, estaba muy bien amueblada y tenía vistas al lago. Prefiriendo la brisa con olor a flores que el estéril aire acondicionado, abrió las ventanas y salió al balcón, que daba a los jardines. Justo debajo se estaba celebrando una boda, con las mesas en el césped y una novia con traje blanco bajo un arco de rosas.

      Imogen no estaba preparada para el sentimiento de envidia que le produjo ver a aquella mujer. No porque ella tuviera marido e Imogen no, ya que había elegido estar soltera, sino porque la novia tenía un aire de inocencia que Imogen había perdido cuando era una adolescente.

      Aunque sólo tenía veintisiete años, se sintió vieja. Amargada. Sin embargo, poseía todo lo que importaba tener en este mundo. Tenía éxito, dinero y los hombres la encontraban atractiva. Un par de ellos le habían propuesto matrimonio.

      Pero, por dentro, que era lo que contaba, estaba vacía. Había estado vacía desde hacía nueve años. Y tendrían que cambiar muchas cosas para que sintiese la alegría y optimismo que sentía la novia.

      Ojalá…

      ¡No! Podría haber nacido y crecido en Rosemont, pero su futuro estaba en Vancouver. Mejor sería que lo tuviera muy en cuenta.

      El reloj del juzgado dio las siete. Estaba demasiado nerviosa como para irse a cenar. Se cambió el vestido que se había puesto para ir a ver a su madre, por un vestido de algodón y unas sandalias. Un paseo la ayudaría a relajarse más que una opípara cena en el restaurante del hotel.

      Aunque no hacía frío, la brisa agitaba la superficie del agua del lago. Se puso unas gafas de sol. Giró a la derecha cuando salió del hotel y se fue hacia el embarcadero. Pasó al lado de la playa pública y se dirigió al parque, terminando, cuarenta minutos más tarde, en el Rosemont Tea Garden.

      Como muchos otros sitios, aquel también había cambiado. Un elegante toldo cubría el patio donde las sombrillas habían dado en otros tiempos sombra a los clientes. Muebles de mimbre habían sustituido a las antiguas mesas y sillas de plástico. Y en vez de tortitas con mermelada y té, servido en tazas de loza, una cartel colgado de la puerta ofrecía una selección de sopas frías, ensaladas y platos de pasta.

      Tentada por la ensalada de langostinos, Imogen atravesó la puerta y esperó a que la sentaran. Cuando se estaba dirigiendo a una mesa, oyó una voz que exclamaba:

      –¿Es Imogen Palmer la que se esconde tras esas gafas de sol?

      Se dio la vuelta y vio a Patsy Donnelly, levantándose de una mesa de al lado, sus ojos azul oscuro y pelo negro muy parecidos a su hermano. Todas sus resoluciones de no perder el control pasara lo que le pasara se desvanecieron en el aire.

      Confundiendo su silencio por un no reconocimiento, Patsy le dijo:

      –Imogen,

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