La hija oculta. Catherine Spencer

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La hija oculta - Catherine Spencer Bianca

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Rush y allí fue donde vi su informe.

      Los poros de su piel se empezaron a cubrir de sudor. Patsy nunca había contado cotilleos.

      Sin embargo, él lo siguió negando.

      –Yo creo que estás confundida –le dijo–. O eso, o es que viste el informe de otra persona.

      –No.

      –¿Por qué estás tan segura? Hay un montón de chicas que se quedan embarazadas. Mira Liz.

      –Pero no chicas como Imogen Palmer, Joe. Piénsalo en serio. Casi nunca quedaba con ningún chico y, cuando quedaba, el chófer la llevaba a ella y al chico con el quedaba a donde quisieran. Ian Lang se vanagloriaba de que él sólo había quedado con ella por montar en aquel Mercedes negro.

      –Ian Lang siempre fue un imbécil.

      –Sí –Patsy lo miraba de aquella forma que tan poco le gustaba a él–. Y sé que lo que te acabo de decir no se lo vas a decir a nadie, Joe.

      ¡Qué confundida estaba! Porque había una persona a la que sí se lo diría.

      –Es agua pasada y a nadie le va a importar.

      –Te lo he contado para que dejes de tener ese ridículo complejo de inferioridad con respecto a Imogen.

      –Seguro. ¿A quién le va a importar? –dijo mientras bostezaba–. Bueno, me voy a la cama.

      –Y yo. ¿Quieres algo antes de irte a la cama?

      Claro que quería, fundamentalmente respuestas, pero prefirió dejarlo pasar de largo.

      –No, gracias. Vete a la cama, yo sacaré a Taffy a dar un paseo.

      El porche de la parte trasera estaba muy oscuro. El brillo de la luna se reflejaba en la botella de Jack Daniel que había en el pasamanos. Apoyándose en uno de los pilares que soportaba el tejado, con Taffy, el perro que había encontrado abandonado hacía diez años, Joe se quedó mirando el jardín, preguntándose cómo podía permanecer todo tan tranquilo, considerando el torbellino de emociones que había dentro de él en conflicto.

      El sonido de las campanadas del reloj de la casa anunciando la medianoche atravesó el aire. Otras nueve horas a esperar respuestas. ¿Qué iba a hacer para pasar el tiempo?

      Taffy se estremeció, se quejó y movió sus artríticas extremidades, a la caza de los conejos que veía en sus sueños. Joe sabía todo sobre los sueños. Fueron los que lograron que no perdiera la esperanza cuando estuvo en Pavillion Amargo, la cárcel en la que le habían encerrado por la muerte de Coburn.

      Se conocieron cuando se había enrolado en un barco que iba a hacer la travesía desde Ecuador a San Diego. Como todo el mundo a bordo, Joe sabía que Coburn era muy violento, pero los problemas empezaron en Ojo del Diablo, una isla en el Caribe donde echaron anclas, para aprovisionarse.

      Coburn se enzarzó en una pelea y golpeó a uno de los del pueblo. Joe intervino para separarlos y Coburn se cayó y se partió el cráneo. A los pocos minutos, llegó la policía. Tenía las manos ensangrentadas, y había dos hombres en el suelo, uno de ellos muerto.

      La justicia, como pronto descubrió, tenía principios muy básicos en las repúblicas bananeras. Antes de que se diera cuenta, le habían metido en la cárcel y los demás habían continuado su travesía.

      Logró sobrevivir durante los meses siguientes recordando el lago de Rosemont, sus aguas impolutas, el olor a sábanas secadas al sol, el sabor del pastel de manzana recién sacado del horno… Tan sólo clichés, pero que le sirvieron para no volverse loco.

      Y algunas veces, cuando las quejas de otros prisioneros se oían por la noche, soñaba con Imogen, toda vestida de blanco, agarrándose a él y llorando en sus brazos y en cómo él había sido capaz de hacerla sonreír. Se había preguntado si se acordaría de él si lo volviera a ver otra vez. Pero nunca, en ninguno de sus sueños, se habría imaginado que la hubiera dejado embarazada.

      ¿Sería verdad? Y si lo era, ¿qué había ocurrido con el niño?

      Se bebió el vaso, agarró la botella y se marchó con lentitud al otro extremo del porche, donde estaba la vieja hamaca. Iba a ser una noche muy larga. Mejor sería ponerse cómodo.

      Imogen estaba lista a eso de las ocho. Con la mente más despejada después de haber dormido, los temores de la noche anterior se habían desvanecido. Todo había sido por ver otra vez a Joe Donnelly. Por estar tan cerca como para tocarlo. Claro que se había puesto nerviosa. ¿Quién no se habría puesto?

      Pero sin embargo, no quería encontrárselo de nuevo. Había visto en el periódico que había una subasta en un sitio cerca de Baysfield y aprovechó aquella oportunidad para escaparse.

      Llego a Rosemont a las cuatro, y se fue directamente a Deepdene. Su madre le abrió la puerta. Y después de haber pasado años sin verla, lo único que se le ocurrió fue:

      –Ah, eres tú, Imogen.

      Decidiendo que aquel recibimiento ni siquiera se merecía un beso, Imogen le respondió:

      –Sí, mamá. ¿Qué tal estás?

      –Bueno… sorprendida. Cuando Molly me dio tu nota, no supe qué pensar.

      Imogen reprimió un suspiro. ¿Qué había esperado, que la dama de la alta sociedad de Rosemont se hubiera transformado tanto como para que, por amor materno, la hubiera abrazado y llamado para que hicieran una opípara cena en su honor? ¡Ni hablar!

      –¿Es tan sorprendente que, ya que estoy en el pueblo, me pase a verte?

      –¿Pero por qué, después de tantos años?

      –Porque tenemos que aclarar cosas, mamá. Yo te… he echado de menos.

      –Bueno –le dijo Suzanne–. Será mejor que entres.

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