La hija oculta. Catherine Spencer

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La hija oculta - Catherine Spencer Bianca

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ella por dentro estaba consumiéndose, le dirigió una mirada implacable y una sonrisa impersonal mientras metía sus cosas en el bolso.

      –Imogen Palmer. Patsy y yo fuimos al colegio juntas y estábamos recordando viejos tiempos.

      –¿Pero qué estás diciendo?

      Sonó como si lo estuvieran estrangulando. Si no hubiera estado tan dolida, habría disfrutado con su desconcierto. Sin embargo, dado que no había otra forma de marcharse de allí, a no ser que fuera saltando por encima de la verja de hierro que separaba el patio del parque, se serenó y lo miró de frente.

      Era guapísimo. Era el hombre que cualquier mujer deseaba. A pesar de la poca claridad que había bajo el toldo, pudo ver que su rostro estaba más cincelado que cuando tenía veintitrés años, definiendo más el carácter del hombre en el que se había convertido. Era un hombre alto, mostrando su orgullo, el rebelde que llevaba dentro controlado, pero no domado.

      –Bueno –dijo ella, dándose la vuelta, antes de que él pudiera leer la desolación que ella estaba segura se reflejaba en su mirada–. Ha sido un placer verte de nuevo, Patsy. Siento no tener tiempo para quedarme a charlar.

      Patsy la miró a ella y después a Joe, su rostro en total estado de confusión.

      –Pero…

      Uno de los chicos extendió una mano un tanto sucia.

      –Aquí tiene su dinero, señorita.

      –Gracias –dijo Imogen, evitando la mirada del niño. No podía mirarlo ni a él ni a su hermano. Pasó al lado de los niños y de Joe–. Siento tener que marcharme tan deprisa, Patsy, pero seguro que nos veremos mañana o pasado. Adiós, Joe. Tienes unos hijos encantadores.

      Confió en hacer una salida digna. Con la espalda recta, trató de moverse con gracia, como una modelo en una pasarela repleta de mesas a las que había que sortear, hasta llegar a la puerta. Sólo después de haber recorrido unos cincuenta metros, a una distancia prudencial del restaurante, se apoyó en la pared que encontró más cerca y se cubrió el rostro con una mano temblorosa.

      De pronto, descubrió que estaba llorando. No de la forma que había llorado cuando Joe Donnelly la había dejado nueve veranos antes. No con la misma desesperación con la que había llorado cuando había salido de la clínica Colthorpe esa misma primavera, con los brazos tan vacíos como su corazón, sino de forma silenciosa.

      De pronto oyó pasos y un sentimiento de premonición se apoderó de ella, advirtiéndole que todavía no estaba a salvo. Un segundo más tarde, descubrió que no se había confundido.

      –No tan rápido, Imogen.

      Un poco confusa, sacó un pañuelo del bolso, se limpió las lágrimas y se sonó la nariz.

      –¿Qué quieres? –le preguntó, agradeciendo la poca luz que había–. ¿Me he olvidado de algo?

      La tocó, poniéndole una mano en el hombro, como si la estuviera arrestando por haber cometido algún delito.

      –Eso parece.

      –¿De verdad? –trató de quitarse su mano de encima, mirando en su bolso con mucha intensidad, como si esperara encontrar una serpiente escondida allí. Cualquier cosa, con tal de no mirarlo–. ¿Qué?

      –De nosotros –le dijo, obligándola a darse la vuelta–. ¿O creías que había olvidado que Patsy no era el único de los Donnelly con el que te relacionabas?

      –Es un hombre inmoral, insolente y socialmente inaceptable –le había dicho su madre a Imogen, cuando se había enterado de que Joe la había llevado a casa, después de una fiesta que celebró Imogen con sus amigos–. Si se le ocurre otra vez poner un pie en esta casa, haré que lo arresten por allanamiento de morada.

      Pero aunque Joe tenía bastantes defectos, la franqueza había sido una de sus virtudes y no se acobardó con aquella advertencia. Mientras que otros chicos habrían fingido no tener ninguna relación con ella, él retó a su madre.

      –Esperaba que te comportaras como un caballero y no me lo recordaras tú –le dijo Imogen.

      –Pero yo no soy un caballero, Imogen. Nunca lo fui. Seguro que no te has olvidado de eso.

      ¿Qué tenía que responderle? ¿Le tendría que confesar que estaba deseando que la besara? ¿Tendría que admitir, para ser tan franca como él, que era el hombre más excitante que había conocido en su vida?

      –¿Cómo podría haber olvidado? –le preguntó ella, abrumada por el recuerdo–. Un caballero habría…

      –¿Qué? –le preguntó él, mirándola a la cara–. ¿Qué habría hecho un caballero que yo no he hecho?

      Quiso responderle que un caballero se habría mantenido en contacto. Un caballero le habría escrito, habría ido a buscarla y se habría negado a apartarse de su lado. La habría apoyado cuando más lo hubiera necesitado, sin importar lo que pudiera pensar su madre. Habría compartido su desolación. Pero él no lo había hecho, porque al fin y al cabo ella le daba igual.

      –¿Qué es lo que pasó con exactitud, Imogen?

      Estaba retándola a que hablara con tanta franqueza como estaba hablando él. ¿Por qué no? ¿Por qué se tenía comportar de forma delicada, como si tuviera miedo de herir sus sentimientos mientras él estaba pisoteando los suyos?

      –Nos acostamos juntos, Joe. Una sola noche. La princesa de hielo tenía que aprender y qué mejor que un chico que se había acostado con casi todas las chicas del pueblo. ¿Es eso lo que quieres oír?

      –No –respondió él, quitándole la mano de encima–. Yo nunca me he engañado sobre por qué te acostaste conmigo aquella noche, Imogen. Pero te juro que yo pensaba que guardabas un mejor recuerdo de aquel encuentro.

      –¿Qué más da, Joe? A ti seguro que no se te quemó el cerebro pensando en ello.

      –¿Tú crees?

      A unos cincuenta metros, la cúpula iluminada del hotel brillaba en la noche, como un faro. ¿Por qué no salía corriendo al refugio que la llamaba? ¿Por qué se dejaba provocar para desvelar sus verdaderos sentimientos?

      –Estás casado, ¿no? –le dijo, mirándolo a la cara–. Tienes dos hijos, los dos van al colegio, lo cual quiere decir que has estado bastante atareado desde la última vez que te vi. Por lo que se ve, aquel encuentro no te ha impedido seguir con tu vida, sin ningún arrepentimiento.

      –¿Y eso te molesta, Imogen?

      –En absoluto –le respondió, sacando a relucir su orgullo–. ¿Por qué me iba a molestar?

      –No lo sé –le dijo con un cierto tono de humor en su voz–. Aunque he de decirte que ni estoy casado, ni soy el padre de esos dos niños.

      –Pero Patsy me dijo que era su tía, con lo cual tú eres… ¡Dios mío! La risa que trató por todos los medios reprimir sonó como un balido de una oveja–. Qué estúpida soy.

      –Yo soy su tío –le aclaró él.

      –Bueno, ha sido un error natural por mi parte –dijo ella, deseando

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