La hija oculta. Catherine Spencer

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La hija oculta - Catherine Spencer Bianca

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le dio una respuesta con poco entusiasmo, Patsy ni lo notó. Invitó a Imogen a que se sentara con ella, retirando un poco una de las sillas.

      –No sé por qué. Es el centenario de Rosemont. Casi todos los que íbamos al colegio han venido, incluso Joe. Yo soy una de las primeras caras conocidas que te vas a encontrar hoy. ¿Cuánto te vas a quedar?

      –No mucho –le dijo Imogen , reprimiendo su impulso de salir corriendo hasta el hotel, hacer sus maletas, correr al aeropuerto y tomar el primer avión a casa. ¿Por qué habría ido Joe Donnelly, cuando el único interés que había demostrado en su vida por el colegio era cuando se celebraban los partidos de baloncesto?

      Patsy llamó a un camarero y le pidió que llevara otro vaso. Después, se sentó y miró con expectación a Imogen.

      –Cuéntame cómo te va. ¿Te has casado? ¿Tienes niños?

      –No –le respondió de forma escueta, casi grosera, porque saber que Joe Donnelly estaba en el pueblo era demasiado para ella. No podía verlo. Tan simple como eso.

      Patsy se inclinó hacia delante, mirándola con cara de preocupación.

      –¿Te ha molestado mi pregunta?

      Dándose cuenta de que estaba teniendo una actitud que habría hecho a su madre morirse de vergüenza, Imogen trató de recomponerse.

      –No, no, es que… me sorprende que te acuerdes de mí.

      Fue una respuesta tan estúpida. Había estado con una profesora particular hasta que tuvo trece años, y la habrían enviado a un colegio interna, si Suzanne se hubiera salido con la suya. Pero Imogen, deseosa de tener una vida como los demás jóvenes, había convencido a su padre para que la dejara ir al colegio de Rosemont.

      Pero nunca se había integrado. Su círculo de amigos se había limitado a las pocas chicas que su madre había decidido eran buenas para una Palmer. De hecho, podía contar con los dedos de una mano a los que les habían permitido entrar en Deepdene, para jugar un partido de tenis o darse un baño en la piscina.

      Aunque Patsy había sido muy popular entre sus compañeros, no cumplía los rígidos estándares de Suzanne, y la única relación que había podido mantener Imogen con ella había sido una especie de asociación, que, aunque siempre amable, sólo había sido mantenida en el recinto escolar.

      –¿Cómo no me iba a acordar de ti? –exclamó Patsy, haciendo un gesto al camarero, para que llenara los vasos de vino–. Imogen, eres la única chica que estuvo en el colegio que no podría olvidar. Cuando no estábamos asustadas de ti, queríamos ser como tú. Eras –se detuvo y movió las manos, como invocando la intervención divina–… una princesa entre nosotros. Misteriosa. La Grace Kelly de Rosemont High. Por eso es por lo que…

      –¿Qué? –sorprendida por el silencio de Patsy, Imogen se inclinó hacia delante, intrigada–. ¿Qué ibas a decir?

      Patsy se encogió de hombros y colocó una servilleta alrededor de la base de la copa de vino.

      –Solo que, bueno, pensaba que podrías estar con alguien…

      –Pues no.

      –Ya –dando muestras de incomodidad, Patsy continuó jugueteando con la servilleta–. ¿Dónde vives y qué haces?

      Imogen la miró con gesto de curiosidad. La chica que ella había conocido en el colegio, nunca se había quedado sin palabras y, sin embargo, Patsy no sabía qué decir.

      –Trabajo en una empresa de diseño de interiores, en Vancouver.

      –¡Diseño de interiores! –su vivacidad resurgió y sonrió–. Eso es fascinante.

      –Lo único que hago es ayudar a las señoras con dinero a decidir el color de sus cuartos de baño.

      –No creo que hagas sólo eso. Siempre has tenido mucho gusto. Eres la única chica que conozco que puedes hacer que unos simples pantalones vaqueros y una camiseta parezcan lo último en moda.

      –Posiblemente porque la única forma que tenía de convencer a mi madre de que me dejara llevar esa ropa era si era de marca. ¿Y tú qué tal? ¿Te has casado y tienes hijos?

      –No tengo marido, pero sí sobrinos. Dennis tiene siete años y medio y Jack va a hacer seis en octubre. Son adorables, ya los verás –levantó la copa de vino–. ¡Salud! Me alegra verte. Joe se ha ido con los niños a pescar y yo he quedado con algunos compañeros del colegio. Como no tengo coche, va a venir aquí a recogerme.

      Imogen se quedó petrificada, incapaz de emitir una respuesta coherente, ante aquella información que le acababa de dar Patsy. Nunca se habría podido imaginar que Joe pudiera llevar algo parecido a una vida familiar. Si le hubiera caído un rayo, el dolor no habría sido tan agudo.

      –¿Estudiaste para enfermera, como querías? –logró preguntarle, intentando utilizar un tono normal.

      –Sí. Conseguí el título y he estado trabajando en la maternidad de Toronto General desde entonces, cuidando de los niños prematuros. Me encanta, aunque a veces es triste. Pero el milagro de la vida nunca deja de impresionarme, especialmente cuando un niño logra sobrevivir.

      El sol todavía se reflejaba en el lago, pero Imogen estaba perdida en la oscuridad. ¿Cómo era posible que pudiera sentir tanto dolor que le oscureciera la visión y sintiera como si una mano le estuviera estrujando el corazón?

      –Tengo que irme –le dijo, levantándose de la silla, casi de forma violenta.

      –¡Pero si acabas de llegar!

      –Ya lo sé. Pero es que me he acordado de que…

      En sus prisas, se tropezó con una mesa y tiró lo que había sobre ella. A ella se le cayó el bolso y se le abrió el monedero, desperdigándose las monedas por debajo de las mesas.

      Como si hubieran estado esperando que algo parecido pasara, dos niños pequeños salieron de las sombras y empezaron a recoger las monedas, emitiendo gritos de alegría.

      Imogen no tuvo que esperar mucho tiempo para darse cuenta de que había esperado demasiado tiempo para irse. Nadie más que los Donnelly tenían aquel cabello tan negro y los ojos tan azules. Los niños que estaban recogiendo las monedas eran una réplica de Joe. Si ellos estaban allí, Joe no podía estar muy lejos.

      Capítulo 2

      DADLE el dinero otra vez a la señorita, chicos –suave y seductora como el negro satén, la voz de Joe casi le acarició el cuello.

      Si por ella hubiera sido, los niños podrían haberle robado hasta el último céntimo. En ese momento, lo que más le preocupaba era no hacer el ridículo. La última vez que había visto a Joe Donnelly había estado destrozada. No estaba dispuesta mostrar la misma actitud. Si alguien tenía que estar en situación de desventaja, tendría que ser él.

      Ejerciendo una altanería que ni siquiera su madre hubiera podido igualar, Imogen giró su cabeza y le dirigió una mirada por encima del hombro.

      –Ah, hola. Tú eres Joe, ¿no?

      Aquel esfuerzo

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