Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín. Daniel Brailovsky
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Esta distinción abre dos discursos diferentes –muchas veces, enfrentados– que protagonizan un forcejeo por consolidar las bases del sentido común pedagógico. Jorge Larrosa señala cómo el “lenguaje de la técnica” y el “lenguaje de la crítica” ponen a tecnólogos y críticos en un lugar de soberanía para decirnos con qué palabras debemos hablar de la educación: de la educación que hay (la técnica) y de la que se supone que debe haber (la crítica) (Bárcena, Larrosa y Mèlich, 2006, p. 246). En el medio, dice, falta una lengua en la que podamos conversar honestamente, preguntarnos, interpelarnos.
Cuando se piensa desde las preocupaciones metodológicas, el lugar del docente se vive como un laboratorio donde se experimentan acciones y reacciones, estilos, formatos, tesituras posibles para el tiempo intenso y meditado que pasamos con los alumnos. El maestro es arquitecto de esa escena y la piensa al detalle: cómo ubicarse en el espacio, qué hacer al comienzo, cómo conmover, cómo hacer pensar, cómo invitar a leer y a estudiar, cómo notar si entendieron, si aprendieron. Para el enseñante, las palabras técnicas son herramientas que van cayendo en sus manos y pronto se hallará empleándolas, admitiéndolas en el discurso, eligiendo unas antes que otras, y dándoles el uso práctico y funcional que se supone deben tener.
Cuando se piensa desde las preocupaciones éticas y críticas, en cambio, el lugar del docente se convierte en un atelier filosófico, en un salón de espejos en el que volver a mirarse, una y otra vez, para atisbar el sentido profundo de la enseñanza, de la formación. El docente sabe que la enseñanza no puede reducirse a una técnica y que requiere de un buen anfitrión que la piense cada vez, como si fuera la primera.
Pronunciar los términos usuales, extrañarse de la comodidad con la que se instalan en nuestra voz, balbucear palabras nuevas, todo ello forma parte de aquello a lo que llamamos teoría.
La teoría como pensamiento: revisión constante del sentido
Y ya vamos llegando al final del recorrido. La teoría entendida desde las concepciones anteriores (como reglamento, como escritura sagrada, como herramienta, como fundamentación y como vocabulario) se abre en un abanico de sentidos diferentes, pero todas las imágenes tienen en común cierta concepción de “verdad” por detrás de la teoría. Ya sea que se piense a la teoría como reglas ciertas, textos sabios, instrumentos útiles, argumentos irrebatibles o palabras adecuadas, siempre se trata de algo que está fuera de nosotros y que hay que usar, recibir, leer. Ese elemento afirmativo que deriva en normas, cánones, recursos o jergas no deja de formularse en forma más o menos asertiva. A esta altura propongo pensar a la teoría como pensamiento; eso conlleva una invitación a abandonar el tono imperativo e incursionar en una teoría que pregunta, que duda, que sospecha. La teoría como pensamiento no es algo que recibimos, sino que hacemos. Y hacer teoría desde este lugar de puro pensamiento (o de mero pensamiento) no utilitario, ni moral, ni puesto al servicio de prácticas de ningún tipo, es un acto de soberanía del pensamiento y, si acaso sirve para algo, es para ayudarnos a desnaturalizar la realidad cotidiana, para mantenernos atentos.
En este punto, la teoría es una gimnasia o entrenamiento intelectual que, si debe parecerse a algo, se parece bastante al juego. Los chicos y chicas no juegan para resolver un problema ni para beneficiarse con adquisiciones. No “juegan para…”. Juegan, y punto. Y la teoría como pensamiento es teoría, y punto. Ganas de jugar con las ideas que nos definen y nos constituyen. El jardín, por ser un espacio escolar, “convierte algo en objeto de estudio (en conocimiento por amor al conocimiento) y en objeto de práctica (en habilidad por amor a la habilidad)” (Simons y Masschelein, 2014, p. 66). Estudiar y practicar –sostendremos aquí– se reúnen en la idea de jugar, porque el estudio es el gesto de desarrollar cierto afecto, cierta afinidad, cierta mirada atenta hacia las cosas, y el juego es movimiento, atracción hacia lo bello, lo divertido, lo desafiante. La teoría entendida como pensamiento es un modo lúdico de pensarnos, porque ese “pensar por pensar” (como ese “jugar por jugar”) enfatiza la idea de que pensar vale la pena; que es algo que forma parte de nuestro ser y que no debe pensarse solo a la hora de resolver problemas. Pensar nos eleva por sobre nosotros mismos y nos dice algo acerca de lo que somos y de lo que somos capaces.
Retomando brevemente la idea de estudio, nos recuerda Larrosa que tiene una etimología interesante. Proviene del vocablo latino studium, que significa empeño, aplicación, celo, ansia, cuidado, desvelo y también afecto. La expresión studia habere alicuius, por ejemplo, quería decir “gozar del afecto de alguien”, y studio legendi podría traducirse como “dedicación a la lectura”. Por eso, el estudio es “una actividad libre y no definida por su utilidad”; los que estudian, lo hacen “para que puedan aplicarse con atención, disciplina, perseverancia y celo a ejercitarse en cosas que no están en la casa, ni en la televisión, ni en la plaza ni en el shopping: a cosas que valen la pena por sí mismas” (Larrosa, 2019, p. 134). La teoría como pensamiento se parece al estudio en este sentido de pensamiento guiado por el amor al mundo, por el empeño en entenderlo, y nos remite a las figuras arquetípicas de amantes del pensamiento, a los filósofos clásicos, a los científicos, a los poetas.
La teoría como conversación que tiende a lo narrativo
La última de las hipótesis que quisiera proponer es la de la teoría como una conversación que tiende a lo narrativo, a lo metafórico, a la búsqueda de una representación común y colectiva del pensamiento. Esta forma de pensar la teoría merece un lugar destacado, pues se inspira precisamente en el tipo de conocimiento que se construye en las salas del jardín. En un libro reciente (Brailovsky, 2019) he definido al encuentro del aula en términos conversacionales. Lo que produce el aula, decía allí, es que un grupo de personas desconocidas entre sí se vuelven íntimas por un rato y entablan una conversación profunda, abierta, guiada por el deseo de conversar (y no, por ejemplo, de persuadir o de tener razón) sobre ciertos asuntos que se ponen allí, en el centro del aula, para ser objetos de esa conversación. El aula es uno de los poquísimos lugares (si no acaso el único) en el que sucede tal cosa. La conversación que tiene lugar en una clase se distingue porque es un encuentro entre desconocidos que no buscan conocerse, ni celebrar su amistad en la charla, ni meramente pasar un buen rato: los convoca el propio fin de conversar, a sabiendas de que esa conversación los modifica, los afecta. Lo dice bellamente Carlos Skliar (2010), dialogando con un texto de Nuria Pérez de Lara: se trata de seguir donando a desconocidos, entre desconocidos, dando la bienvenida al desconocido, celebrando el recibimiento dado de un desconocido a otro desconocido.
Por ser un encuentro íntimo y público a la vez, atravesado de ritualidades y modos de estar que potencian esa posibilidad de conversar y donde lo que se celebra es el conocimiento, el saber, el ancho mundo alrededor, es tal vez la forma máxima de esta concepción final de la teoría como conversación. Cuando la teoría es un acto de conocimiento, cuando es acción compartida, es conversación. Y, en ese punto, siempre está oscilando entre contrastes: se conversa narrando un mundo a la vez oculto y a la vista (porque hay que interrogarlo para que se muestre), que está a la vez en calma y en peligro (porque la conversación revela del mundo sus lógicas implacables, tanto como sus contradicciones, sus abismos insospechados). Y, desde el aula, el mundo se vuelve un lugar que podrá ser habitado desde distintas posiciones y sensibilidades, porque es precisamente la conversación la que nos