Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín. Daniel Brailovsky
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La escuela libera a los chicos y chicas de determinaciones, y les ofrece un tiempo y un lugar en el que nos preocupamos e interesamos especialmente en las cosas (…). La escuela focaliza y dirige nuestra atención hacia algo. La escuela (…) infunde en la nueva generación la atención hacia el mundo: las cosas empiezan a hablar(nos). La escuela nos hace atentos y permite que las cosas –desvinculadas de sus usos y posiciones privadas– se tornen “reales”. Provocan algo, son activas (Simons y Masschelein, 2014).
El acto de enseñar en el jardín apunta a la posibilidad de aprender, pero como (por suerte) no puede garantizar un efecto muy preciso (casi nadie regresa a casa muy seguro de haber aprendido en forma profunda o duradera algo en particular), su valor reside en algo que sí puede (por ahora) garantizar: el tiempo con las cosas, el tiempo del juego, del ejercicio, de la conversación, de la práctica. Tiempos para habitar.1
La cuestión del tiempo escolar, por otro lado, ha sido profusamente estudiada. Gimeno Sacristán, haciendo su propio abanico de tiempos escolares, afirma que en la escuela hay: un tiempo “físico-matemático” (el tiempo disponible, lo que dura, lo que se tiene cuando se “tiene tiempo”), un tiempo biológico (el del crecimiento y el desarrollo de la vida), un tiempo del discurrir (ligado a los procesos subjetivos, a la experiencia del tiempo) y hay, finalmente, una dimensión social del tiempo, que se ve, por ejemplo, en los rituales, la vida religiosa, en fin, los ritmos que la vida en común nos impone (Sacristán, 2008, p. 30). Dediquemos apenas unos párrafos a sintetizar algunas ideas de este tratado sobre el asunto.
En relación al tiempo físico, Gimeno observa que en la escuela (y en la vida) “el ciclo del tiempo que llamamos día, seguramente, constituye la unidad o forma organizativa natural y social más decisiva en la estructuración de nuestras vidas” (Sacristán, 2008, p. 32), y algo similar podría decirse de los ciclos mensuales, anuales, que tanto peso tienen en el llamado “calendario escolar”.
Sobre el tiempo biológico, Gimeno menciona el famoso reloj de flores de Carl von Linné (1707-1778, conocido como Linneo)2, un jardín diseñado para dar la hora, dado que sus especies se caracterizaban por abrirse en horarios consecutivos del día, y menciona también la obra pictórica de Hans Baldung Grien, en la que se muestran las distintas edades del ser humano. Es decir, representaciones científicas y artísticas que procuraron dar cuenta de la relación entre tiempo y naturaleza. Se refiere allí a la fatiga escolar, al cuerpo sometido a las tareas y al modo en que el rendimiento de los estudiantes en la escuela puede ser visto, también, en función de los ritmos a los que los cuerpos se someten. Cuenta entonces cómo realizó algunos ejercicios de investigación, preguntando a los alumnos qué días de la semana preferían, trazando una “curva de evolución de las ganas de trabajar durante el día”, y cosas por el estilo. En relación con el tiempo social, se detiene en el análisis de los mandatos que la vida pública impone a las distintas generaciones y a los modos en que las instituciones sociales (¡y vaya si la escuela lo hace!) marcan los ritmos de la vida. Finalmente, despliega una reflexión sobre el tiempo subjetivo en base a la idea de que lo que importa, en la escuela, no es tanto la duración o la estructuración del tiempo, sino lo que en él se hace y lo que ese quehacer significa para las personas, es decir, la “calidad” del tiempo.
Esta especie de tipología de tiempos aplicada a la escuela es un ejercicio interesante, pues a la vez que abre la complejidad de lo temporal, busca aplicar categorías genéricas al espacio de la escolaridad. Sin embargo, hay que notar que ni el tiempo físico, ni el biológico, ni el social, ni el subjetivo son tiempos propiamente escolares, aunque lógicamente se toquen con la escuela (y con todo lo demás). Y desde ya, el análisis de Gimeno se centra en la escuela primaria y secundaria y no se menciona siquiera el nivel inicial.
Las temporalidades del jardín
¿Cómo pensar entonces el tiempo del jardín? ¿De qué manera explorar los distintos tiempos que se viven las salas del nivel inicial? Muchas veces se traza una analogía entre el tiempo del jardín y el tiempo de la infancia. Y hay, claro, esa especie de evocación nostálgica de los primeros años de la vida que se recuerdan dorados, cristalinos, etéreos. Esta imagen se parece, además, al estereotipo del jardín de infantes como espacio ameno, feliz, aislado del mundo, aunque no se corresponde demasiado, en cambio, con la vivencia que suelen tener los niños de su propio tiempo: se trata más bien de una idealización adulta. Al referirse al tiempo de la infancia de esa manera amplia y evocativa, además, se borran de un plumazo las enormes diferencias que existen dentro del tiempo escolar del jardín.
Estos tiempos múltiples que atraviesan la experiencia infantil (en general) y la experiencia de los chicos en el jardín (en particular) ameritan pensarse más detenidamente. Para eso, para pensar algunas de las muchas cosas que pueden pensarse a través del cristal del tiempo, quisiera recorrer en las siguientes páginas una distinción entre (otras) cuatro formas de pensar el tiempo del jardín: el tiempo formal del cronograma, el tiempo habitado de la vivencia (con sus “momentos”), el tiempo vital de la infancia y el tiempo impuesto por la época.
El tiempo formal del cronograma: la grilla semanal
La referencia más típica al tiempo de un cronograma es, claro, la de la grilla semanal. Esa estructura que sostiene el tiempo y nos brinda la imagen tranquilizadora de una sucesión prevista de acontecimientos. La visión habitual del cronograma es la de una herramienta que nos ordena las tareas. En este punto, el tiempo del cronograma es también el tiempo de los objetivos formulados en la planificación: uno pensado hacia adelante, en términos más bien productivos. Un tiempo en el que esperamos (como se suele decir en los objetivos) “que los alumnos” aprendan, hagan, transiten, vivencien. Un tiempo dedicado a otros (los alumnos, los destinatarios del objetivo), es decir, un tiempo dispuesto para ser recorrido. Un tiempo embaldosado, marcado, señalizado. Si se debiera hacer un paralelo entre tiempo y espacio, el equivalente espacial del cronograma sería el mapa: estructurado, dividido por líneas, políticamente definido, categorizado, rotulado y etiquetado. El tiempo del cronograma se configura consecutivo, como una secuencia, y nos brinda una ruta a seguir, sobre una idea más o menos naturalizada del tiempo que traza, y que se va desplegando como una alfombra sobre la que podremos caminar tranquilos.
También es cierto que el tiempo encerrado en las grillas es tiempo contable, medible, tiempo analizable, tiempo visible. Y ante el halo de misterio que rodea la idea de tiempo, el cronograma es la luz más potente: lo vuelve (aparentemente) nítido, y por lo tanto exigible y evaluable. Los cronogramas, digamos, son el instrumento mediante el cual los tiempos se vuelven mercancía negociable y se contabilizan para ponerles precio y valor. Cuando la directora del jardín mira el cronograma de la maestra de sala, está mirando un proyecto abierto de ocupación del tiempo, y también algún tipo de contrato acerca del modo de realizar las tareas. En general, lo apreciará desde la perspectiva del diseño. Probablemente señalará cosas como: “cuidado, que no aparecen actividades de ciencias” o “sería mejor anticipar esta propuesta el día anterior” o “quizás esto no sea oportuno hacerlo justo después de la clase de Educación Física”. Pero desde la mirada más amplia de la gestión estatal, los cronogramas son una ventana a la vida en las aulas. Una ventana cuadriculada y bidimensional, como una pantalla, que recuerda ese tiempo burocrático de las jerarquías institucionales. Y desde los intereses del mercado, el cronograma lleva al mundo de las aulas la lógica productiva de las empresas, donde el tiempo es un insumo que se invierte, del que se esperan retornos en términos de ganancia. No solo porque es el tiempo que cuentan los que nos pagan el sueldo, sino porque nunca faltará quien crea que la medida de la calidad (palabra pringosa, si las hay) es el tiempo medible.