Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín. Daniel Brailovsky

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Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín - Daniel Brailovsky

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frases enunciadas desde los márgenes que nos pueden provocar sorpresa, complicidad o dolor, y que enseguida se olvidan? ¿O son el centro mismo de una conversación que insta a reinventar la educación? ¿Su punto de partida?

      Escuchar a niñas y niños nada tiene que ver con descubrir o describir un pensamiento ingenuo o una lengua precaria; muy por el contrario, y sin idealizar ni romantizar sus voces, se vuelve aquello que debería rehacer el lenguaje y el hacer educativo. Porque esa voz expresa no solo la infancia de la niñez sino de la humanidad, o de una cierta humanidad: la humanidad que deseamos, aquel lugar en que el lenguaje todavía no está acabado –en el sentido normalizador del término– y la duración de su acabamiento supone la invención, la creación, la metáfora, la corporalidad, el juego, el arte; en fin, la filosofía del instante.

      Aún hoy es posible recordar, como si se tratara de un vasto presente, la conmoción que produjo leer Qué porquería es el glóbulo, del maestro Luis Firpo, editado en Argentina en 1976 pero ya recolectado varios años antes bajo el título El humor en la escuela en Montevideo, Uruguay. Quizá a partir de entonces se inauguraba, de un modo caprichoso y no del todo voluntario, ese largo registro del lenguaje de los niños de acuerdo a una impronta filosófica o de filosofía con la infancia. Bajo la apariencia de una gracia inocua y divertida, enseguida la lectura mostraría toda la seriedad, la concentración y la veracidad de las intervenciones que abrían paso a un modo de escuchar distinto del habitual: entre la severa explicación de los adultos y la libre narración de los niños se abría un abismo insondable, dos lenguas distintas, que mostraban entonces la inoportuna sequedad del discurso escolar frente a la metafórica voluptuosidad de la creación infantil.

      A ese libro le siguieron otros y la memoria alcanza a recordar, por mencionar difusamente un ejemplo, aquel libro de un maestro napolitano, un tanto grotesco, luego denunciado por los padres de los niños y quitado de circulación, que mostraba de forma despiadada y burlona las formas de la supuesta ignorancia infantil, ese equívoco permanente de aquellos que ven en el origen de la palabra un rudimento sin sentido, vacío y disparatado, soso y apenas divertido, que se corregirá con el paso del tiempo.

      Pues bien, las prácticas poéticas y filosóficas con niños abren la puerta para pensar de qué se trata eso que llamamos la forma infancia del lenguaje, del pensamiento, de la percepción, de la atención y de la invención.

      Y aquí habría que separar cuidadosamente a la niñez de la infancia: por una parte, la duración de un tiempo cronológico, de un ciclo, un pasaje que transcurre en los primeros años de vida y culmina, de acuerdo a variaciones culturales y sociales, en el tránsito a la adolescencia. Por otra parte, una particular experiencia del tiempo, en el tiempo, con el tiempo, cuya duración no es medible salvo en términos de intensidad e instante, que algunos viven durante la niñez –pero no todos–, que algunos no viven nunca, que otros vivirán más tarde y que otros, en fin, vivirán toda la vida.

      Infancia, así, no denota una edad sino una relación especial en la que el tiempo parece liberarse de su carácter únicamente cronológico y tirano, cuando predomina el deseo de ficción por sobre la obstinada necesidad de realidad, el desprendimiento del utilitarismo y el provecho de los objetos, y la equivocación poética de la lengua donde predominaría lo perceptivo por sobre lo conceptual.

      Sobre esa experiencia temporal singular habría algo más para decir: las culturas occidentales actuales tienden a pensar la infancia como sinónimo de niñez, y a la niñez como un objeto de atención cada vez más temprano para futuras inclusiones en la lógica del derecho y en el mercado de trabajo. Así, la vida adulta se ha encontrado frente a un doble problema: no solo su vida se ha estrechado al convertirse en un “tener que ganarse la vida”, sino que además se le vuelve imposible aquel gesto melancólico y de salvaguarda que consiste en regresar hacia la infancia para encontrar algo de aire en un mundo cada vez más tumultuoso y barullento.

      Se sabe que todo lenguaje comienza materno, ventral, fecundo, lúdico, narrativo y metafórico. Aquello que los niños en atmósfera de infancia viven es una experiencia poética de la lengua. Y se sabe también que, con el paso del tiempo, el lenguaje deviene paterno –de padrón, de patrón–, estructura, Ley. Si la experiencia de la infancia se continúa en otras edades, ese devenir mantiene ambas formas de la lengua en un frágil pero existente equilibrio; si tal experiencia es coartada, reducida o masacrada, solo se dispone de un lenguaje para la información y para la opinión.

      Hace tiempo que se advierte que una buena parte de los niños ya no pregunta “por qué” y sí “para qué”, como si se hubiese adelantado el tiempo adulto en sus vidas. El “por qué” abre el mundo, el “para qué” lo angosta; el “por qué” abre el relato, el “para qué” lo confronta con la finalidad y la clausura; el “por qué” sugiere la narrativa, el “para qué” supone estructuras detenidas, conclusivas.

      Los niños en estado de infancia pueden perder el tiempo en asuntos inútiles y en divagaciones sin provecho. Eso es lo que se espera de ellos y eso mismo es lo que deberíamos ofrecer o posibilitar o, al menos, no impedir.

      Notas

      Capítulo 3

      La experiencia escolar del jardín

      Experiencia: Sabiduría que nos permite reconocer como una vieja e indeseable amistad a la locura que ya cometimos.

      Ambrose Bierce

      Figuras del transitar

      ¿Qué significa que la escuela ofrece experiencia? Ya sabemos que la experiencia no es “lo que pasa”, sino “lo que nos pasa” (Larrosa, 2003) y que entonces ir a la escuela no tiene tanto que ver con llenar el tiempo de cosas, apretadísimas en una jornada sin pausas, sino con prestar atención a la conversación alrededor de las cosas. Los chicos van al jardín a experimentar, a sentirse atravesados de ciertas experiencias, a vivir momentos. La vivencia tiene sentido en tanto pueda experimentarse, y no se requieren parámetros de eficiencia para esto, sino sensibilidades abiertas. A esa diferencia entre “lo que pasa” y “lo que nos pasa”, además, puede añadirse otra: la distancia entre lo que nos pasa y las palabras que lo nombran, lo relatan, lo vuelven a pensar desde otro lugar. ¿Qué significa entonces que en el jardín se ofrece experiencia? Ensayemos una respuesta, para repetirla al final del capítulo y escucharla de otro modo: significa que las cosas que acontecen en la jornada se inscriben auténticamente en la vivencia de las chicas y los chicos, y que se les da un lugar, abierto y enriquecido, en el cuerpo, en la palabra, en el relato, en la conversación.

      Para referirse a la

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