Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín. Daniel Brailovsky

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Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín - Daniel Brailovsky

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(las trayectorias escolares) para poner el acento en las continuidades y la mirada institucional sobre esos recorridos. Todos estos términos – carrera, trayectoria, recorrido– implican una idea de movimiento, de traslado, que tiende enseguida a sociologizarse: si bien son términos útiles para pensar las políticas públicas o la gestión escolar, no es fácil mirar a los chicos en el jardín a través de estas palabras. Eluden lo experiencial, que es situado, que es más pequeño, que está más cerca. Me gustaría proponer otros términos ligados al movimiento y a la vez más próximos a lo que nos pasa mientras nos movemos en la experiencia. Quisiera que mirásemos juntos las figuras del paseo, la travesía, la excursión y la contemplación.

      La experiencia como paseo

      A diferencia de la carrera (en la que prima la velocidad) o la trayectoria (en la que se mira la longitud recorrida en cierta dirección), el paseo es un modo pausado de transitar el lugar. Se pasea (y de ahí viene la palabra) paso a paso, pasando y pisando. Y no solo se pasea despacio, sino que se pasea con cierta pompa: el paseante, en general, se viste para la ocasión. Los paseos se sitúan en territorios caracterizados por la belleza natural: jardines, bulevares, costaneras, parques. El paseo, además, es la acción de pasearse y también el lugar por el que se pasea. En Buenos Aires, por ejemplo, hay una avenida llamada “Paseo Colón”, que a fines del siglo XIX era un recorrido costero por el que la gente podía pasear. Decimos que un lugar bello para ser recorrido es un paseo.

      Pensar la experiencia de los chicos en el jardín como paseo, entonces, es una invitación a detener el apuro, a prestar atención a lo que nos rodea desde la curiosidad relajada y el disfrute, y a la vez a tomarse con cierta ceremonia las actividades destinadas a ser “paseadas”. Un paseo no es casual, no es indefinido: es breve pero conciso. Se prepara previamente y se realiza con mucha conciencia de estar transitando un momento especial.

      Había una vez una niña muy pequeña que no quería entrar al jardín. Abrazada con fuerza a una de las piernas de su abuela –su madre había procurado hacerse a un lado en el rol de acompañante, para ver si la niña lograba despedirse más fácilmente de la abuela–, la pequeña miraba con desconfianza a su maestra, que la invitaba de mil maneras a quedarse. La escena se venía repitiendo desde hacía varios días y la abuela, ya algo cansada del asunto, le dijo a su nieta: “Yo ya te conozco las mañas, querida, en cuanto me vaya te vas a olvidar de llorar”. Y se fue. La maestra, a solas con el llanto desolado de la pequeña, la alzó en brazos y la llevó a ver los dibujos de la cartelera, donde los chicos de las salas mayores habían dejado sus versiones de un “autorretrato”. Juntas miraron un dibujo por vez, lentamente, deteniéndose en cada detalle: en las pestañas que Bruna le puso a su cara, en la remera roja que Joaquín se pintó con crayones. Y, a cada dibujo que miraban, el llanto iba quedando atrás, y la niña se sumergía más y más en su “estar en el jardín”, al que –paseo mediante– comenzaba a percibir como un lugar propio, arbolado de confianza, florecido de una compañía cómplice, señalizado para recorrerlo de la mano, sin apuro y con plácida curiosidad. Dice Walter Benjamin (en la lectura de Miguel Morey) que el paseo es una especie de ejercicio espiritual, y que “establece unos modos específicos de relación entre el recuerdo, la atención y la imaginación” (en Morey, 1990). Y afirma que el paseo es uno de los modelos fundamentales de relación de cada cual consigo mismo. Agrega Morey:

      Es posible que el paseo sea la forma más pobre de viaje, el más modesto de los viajes. Y, sin embargo, es uno de los que más decididamente implica las potencias de la atención y la memoria, así como las ensoñaciones de la imaginación y ello hasta el punto de que podríamos decir que no puede cumplirse auténticamente como tal sin que ellas acudan a la cita. Pasado, presente y futuro entremezclan siempre sus presencias en la experiencia del presente que acompaña al Paseante y le constituye en cuanto tal (Morey, 1990).

      Y Fernando Bárcena (2012), leyendo el mismo texto de Morey, subraya que “el paseo trasciende los modos de lo anecdótico para constituirse en metáfora de la forma misma de la experiencia”. Es decir: la misma plaza arbolada, el mismo mural con dibujos pueden ser un fondo gris y neutro, son pasibles de ser pasados de un pantallazo sin detenerse, o bien pueden ser el escenario de una conversación pausada, atenta al detalle, en movimiento, bajo la órbita del paseo.

      La experiencia como travesía

      La travesía implica, por supuesto, el acto de atravesar. Y se liga especialmente a la experiencia, porque experimentar es, también, según cierta etimología, “atravesar el peligro”, exponerse. Si el paseo requiere de transeúntes relajados y dispuestos al disfrute, la travesía en cambio demanda algo de valentía y espíritu de aventura.

      La travesía, nos dice Skliar, “pierde su destino porque no tiene meta. No es finalidad, es la duración del durante” (2015). Emprendemos travesías olvidándonos de dónde salimos y sin pensar en llegar; nos ocupan los desafíos que enfrentaremos en el medio. Si los paseos transcurren en lugares cuidados, decorados, parquizados por la mano humana, las travesías en cambio se internan en lo salvaje. Paseamos por la costanera, pero las travesías nos llevan por selvas, bosques y océanos. La audacia del que emprende la travesía se parece, en clave infantil, a su palabra hermana: la travesura.

      Los proyectos pedagógicos, esos que imaginó Kilpatrick hace cien años –esa forma de pensar la enseñanza que consiste en decirnos “hagamos esto juntos”– se parecen casi siempre a una travesía (Kilpatrick, 1918). El proyecto se funda en un deseo compartido, en un propósito común. Y, aunque en libros de didáctica y diseños curriculares las descripciones superficiales suelen definirlos como las estructuras didácticas que “tienen un producto”, todo el proyecto, su riqueza y su valor, se encuentran en el proceso, en el mientras, en las infinitas bifurcaciones del tránsito hacia ese producto, que solo funciona a modo de utopía. En el proyecto se enseña haciendo.

      Hay proyectos que están concentrados en la creación o en la fabricación de algo –una huerta, una exposición, una obra de teatro– o en la resolución de un problema –la falta de un espacio para jugar, la contaminación del agua–. En esos casos, efectivamente se arriba a cierto resultado, tangible y durable. Pero también hay proyectos cuyo propósito es la pura inmersión en un determinado mundo, desafiante y nuevo. Hay proyectos que se proponen acceder y degustar porciones insospechadas de la realidad. Y hay proyectos que apuntan al fortalecimiento, al crecimiento a través de involucrarse con una causa.

      Había una vez un pueblo muy pequeño en el que ya no había cine. La vieja sala de cinematógrafo que existía sobre la plaza principal se había convertido hacía mucho tiempo en un templo evangelista, luego en un supermercado, luego en una sucursal del Banco Provincia. Del cine habían quedado recuerdos en la memoria de los mayores y relatos en los oídos de los más jóvenes. Pero cine ya no había. En uno de los jardines de infantes de este pueblo, una maestra se dio cuenta de que sus niños jamás habían ido al cine a ver una película. Para ellos, el cine era algo que se miraba en las pantallas de las computadoras, los televisores o los celulares. El cine era una experiencia doméstica que no tenía nada que ver con la vida pública. Era mirar algo público desde la comodidad del sillón del living, y no lo contrario, es decir, concurrir a un lugar público para asomarse a las pequeñas escenas de la vida privada que muestran las películas.

      Entonces, la maestra decidió buscar la manera de que todos sus alumnos y alumnas fueran juntos al cine. La travesía hasta el cine los hizo pasar por rifas, colectas, cartas a concejales, reuniones con las familias, historias acerca del cine contadas por padres y abuelos, y una entrevista a un viejo que había trabajado como boletero en el cine del pueblo, ese que luego desapareció. Así descubrieron juntos que la del cine era una historia fantástica, llena de otras pequeñas historias, voces, huellas. Y que, del mismo modo que el cine se había perdido, su regreso era cuestión de tiempo, de deseos y de travesías.

      La

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