Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín. Daniel Brailovsky

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Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín - Daniel Brailovsky

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me imaginaba algunas posibilidades en las que los objetos son piezas de un escenario en el que maestros y alumnos comparten una conversación.

      Así, los objetos son, en primer lugar, testigos, porque vienen desde lejos en el espacio y el tiempo. Se trata de mirar al objeto como a un extranjero, algo que proviene de otras épocas, de otras geografías, de las que trae huellas, relatos, historias. Los objetos antiguos, claro, son los testigos ideales. Pero también puede tratarse de objetos exóticos traídos desde lejos o de objetos cuya rareza pasa por otro lado: tienen marcas en un idioma extraño, son poco vistos o de un tamaño o una forma inusual para su especie.

      Luego, los objetos son evidencias de los sistemas a los que pertenecen. Cuando una cosa es integrante de un sistema mayor, ya sea un sistema físico (un artefacto) o un sistema social, legal, lógico o lingüístico, puede decirnos algo del sistema todo. Así, un adorno habla de una casa, una herramienta habla de una tarea, una materia prima habla de un producto terminado. Casi todos los niños han visto alguna vez un piano o una guitarra, pero pocos habrán visto el mecanismo interno de la tecla accionando el martillo que golpea la cuerda. O habrán reconocido en la clavija el sistema de una rueda que enrosca y estira las cuerdas, para hacerlas sonar más agudo o más grave. Mirar la pieza para imaginar el rompecabezas todo. Leer una carta que nos invita a imaginar la historia de quien la escribió.

      En tercer lugar, los objetos son espejos en los que podemos mirarnos. Porque lo conocido, lo cotidiano, lo que estuvo y está allí todo el tiempo, puede interrogarse para volverlo extraño. ¿Por qué los cuentos de la biblioteca están protagonizados (casi todos) por animales? ¿Por qué este bebé de juguete no posee órganos genitales de ningún tipo? ¿Por qué en los dibujos que ellos mismos hacían el año pasado, o hace algunos meses, no emergen detalles o escrituras que ahora sí aparecen? ¿Por qué algunas cosas de la sala se nos rompieron y otras no son fáciles de romper, aunque se hayan golpeado? Si los objetos hablan de quiénes somos, de cómo somos, ponerlos al frente para hacerles algunas preguntas ¿incómodas? ¿infrecuentes? es un modo interesante de conocer y de conocernos.

      Pero me gustaría pensar aquí de un modo más amplio la idea de que la escuela brinda materialidades, no solo como la oportunidad didáctica que brindan los objetos (que es el espíritu de las figuras del objeto testigo, evidencia o espejo) sino como algo que está en el corazón de la vida escolar. Los chicos llegan a la sala del jardín y encuentran una fina y abundante selección de cosas. Más allá de la forma en la que cada una de ellas se asocia a ciertas actividades planificadas previamente, la sola materialidad de la sala en el jardín constituye un núcleo básico de su sentido escolar. Si el jardín es escuela, digamos, es porque otorga una forma material específica a la experiencia.

      Y también hay, por supuesto, objetos que no son físicos, pero que tienen forma y pueden percibirse, como las poesías, las canciones, las enumeraciones, el ritmo que se les da a las acciones en ciertos juegos. En fin: cosas que, sin ninguna duda, existen y tienen peso propio, y que también nos ayudan a enseñar. Y, en la base de todo lo material, está nuestro propio cuerpo, del que emanan los objetos etéreos que mayoritariamente están hechos de sonidos, de lenguajes y de ideas. De la mano de estos objetos (materiales y etéreos), los docentes de nivel inicial conformamos un gran equipo de trabajo pedagógico, que no siempre se reconoce como es debido. Reducir a los objetos al lugar de meros “recursos” es una manera de ignorarlos y desmerecerlos. Y juro que yo he visto (e, incluso, he escrito alguna vez) planificaciones en las que, enumerados junto a las cartulinas y las tijeras, aparecían listados como “recursos” el tiempo y la voz del docente. Ay.

      Hace luego el ejercicio de ver en ese gesto de la obra (poner juntas dos cosas que pertenecen a universos aparentemente disímiles, como los manifestantes y el basurero) una forma de collage, que es la técnica que precisamente reúne en un mismo lienzo fragmentos dispersos y posiblemente incongruentes o conflictivos. Es como en la serie de fotos Bringing the War Home, de Martha Rosler, donde la artista:

      Pegaba sobre imágenes de felices interiores norteamericanos imágenes de la guerra de Vietnam (…) sobre el fondo de una espaciosa residencia en la que aparecían, en un rincón, varios globos inflables, [colocaba] a un vietnamita llevando en sus brazos a un niño muerto, matado por las balas del ejército norteamericano (Rancière, 2010, p. 31).

      Con este procedimiento, buscaba desenmascarar la complicidad culpable del sistema sobre el que se apoya ese confort, superponiéndole brutalmente las barbaridades de la guerra. Acerca de esta obra, observa Rancière:

      La imagen decía: esta es la realidad oculta que ustedes no saben ver, deben tomar conocimiento de ella y actuar de acuerdo con ese conocimiento (…), esta es la realidad obvia que ustedes no quieren ver, porque ustedes saben que son responsables de ella (ob. cit., p. 33).

      La foto de los manifestantes y del basurero, señala Rancière, pone en juego los mismos elementos que aquellos fotomontajes: la guerra lejana y el consumo doméstico. Lo que ve este autor en las fotos de Josephine Meckseper y Martha Rosler tiene que ver con las guerras norteamericanas. Las imágenes datan de 2005 y 1967, respectivamente. A mediados de 2020, Myriam Southwell incluyó en un capítulo de la compilación de Dussel, Ferrante y Pulfer (2020) una foto que fue luego empleada para la cubierta de la obra. Muestra un cuadernillo colgado de un alambrado del camino, dejado por docentes para estudiantes de la zona. La imagen, conmovedora en medio del aislamiento por la pandemia de COVID-19, habla de la fuerza de la escuela como institución social para llegar a cada recóndito rincón del territorio. Ese cuaderno colgado de una cerca refleja el poder igualador de la escolaridad. Pero no son los objetos en sí (un basurero, un living intervenido, un cuaderno colgado) los que traen el mundo a escena de estas maneras tan intensas, sino la mirada sensible de las maestras y maestros que convierten a esos objetos en objetos que hablan.

      Los objetos nos anteceden, sí, pero se construyen culturalmente en la práctica, cuando son vividos, nombrados, apropiados, disputados, prohibidos, ritualizados, guardados o exhibidos. Tener y usar objetos implica no solo darles un uso práctico, sino también conectarse con los símbolos, las connotaciones y los valores que ellos portan (Brailovsky, 2012). Los objetos poseen una utilidad porque solucionan problemas y realizan tareas. Pero también funcionan como vehículo de mensajes que no caben tan cómodamente en las palabras: los objetos son metáforas. Tenerlos y usarlos sirve también a docentes y alumnos para expresar el modo en que se sitúan frente a los dilemas y los debates del día a día en el jardín.

      ¿Cuántos objetos a nuestro alrededor traen recordatorios, advertencias, invitaciones y guiños que podemos aceptar para revisar nuestros modos de pensar, mirar, estar en el jardín, y en el mundo? Los objetos tienen voz. Conservan la elocuencia de las palabras que no decimos, actúan como espejo de nuestros rostros últimos. No los elegimos: están allí antes que nosotros y nos poseen en un sentido casi literal. Son la prueba tangible de que nunca estamos solos, aunque cerremos la puerta del aula y creamos ser libres por completo. Por su intermedio asumimos las herencias de pedagogías arcaicas que nos preceden y nos dan movimiento. Los objetos están vivos y nos dan vida. Nos llamamos con sus

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