Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín. Daniel Brailovsky
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En el jardín, esta “puesta en objetos” del mundo se concreta de muchas maneras, pero, claramente, la más interesante es el juego. Porque jugar es –con toda exactitud– dar al mundo una materialidad diferente. Representativa, sí, como los mapas y los libros, pero sobre todo imaginativa, abierta, y muy pero muy tangible. El juego es, en su dimensión material, una forma de “tacto atencional” que los chicos ejercen respecto del mundo. Un tacto atencional en el sentido de que miran con las manos y, al tocar, manipular y nombrar jugando, prestan una forma de atención muy física, muy real, muy vívida, a la que podemos comparar con los ejercicios típicos de la escolaridad primaria. Esa atención fuerte de las tareas, ese “esfuerzo fecundo” (un bello término del escolanovista cubano Alfredo Aguayo)1 que demandan los ejercicios, esa experiencia física de contactarse con versiones palpables del saber a través de lápices y voces reunidas –todo eso que en edades posteriores se asocia al estudio– encuentra aquí cierto correlato en el juego. Esta relación es un punto en el que me gustaría detenerme, porque en realidad siempre se mira a las tareas escolares de la primaria como “lo contrario” del juego en el jardín. Y si ambas son formas de tacto atencional, modos de empujar hacia lo sensorial, lo corporal y lo material aquella experiencia de fijarse en las cosas, entonces quizás no estén tan lejos la una de la otra.
Había una vez un 25 de mayo que, recordando aquel de 1810, se había ido convirtiendo en efeméride obligada en escuelas y jardines. Ese 25 de mayo encontró a las maestras del jardín y la primaria reunidas, para armar un acto juntas. La reunión fue agitada y se pusieron sobre la mesa algunos contrastes entre ambos niveles de enseñanza. Una maestra del jardín propuso hacer un títere de Mariano Moreno y contar la historia de alguien que quería leer y no tenía libertad para hacerlo. Una de primaria dijo que Moreno no cabía en un títere, que convertirlo en un personaje que “perdió su librito” era banalizar la historia. Alguien más agregó algo (que no se entendió bien) sobre un nosequé de la transposición didáctica, y otra le respondió que transponer no es subestimar ni disminuir. Entonces la cosa se puso espesa. Una de las maestras de jardín (vehementemente apoyada por sus compañeras) dijo que el juego no banaliza las cosas ni supone que los chicos sean estúpidos, sino que las acerca a su nivel, a su mirada infantil, y que los hechos les resultan más atractivos si se los presenta en forma de juego. Y las de primaria, agregó, deberían hacer lo mismo de vez en cuando. Las de primaria (ya atrincheradas de un lado de la mesa) alegaron que ellas también jugaban con los chicos, solo que los chicos “saben que es un juego”. “¡Los de jardín también saben que juegan!”, defendieron las jardineras. Una de las maestras de primaria (más serena y aún con ganas de conversar amigablemente) intervino, diciendo: “Saben que juegan, pero el juego los atraviesa más… ellos están convencidos de que ustedes juegan con ellos para pasarla bien y porque los quieren mucho. Los nuestros saben que lo hacemos para enseñarles algo”. “Además –agregó otra– ustedes no tienen la obligación de trabajar todos los contenidos de sociales, a ustedes no las corren con el diseño como a nosotras. Por eso pueden usar títeres en lugar de libros”. Alguna de las jardineras atinó a responder a eso de “correr” con el diseño argumentando que las cosas pueden no estar en los libros de lectura sino en los objetos, por ejemplo, en un títere de Moreno, pero ya nadie la estaba escuchando.
Ya las profes han dicho casi todo, pero digamos una cosita más acerca de este gesto comparativo entre jardín y primaria: creo que ambos niveles tienen más en común de lo que creemos. O, dicho de otro modo: que ambos son escuela por razones parecidas. Pero para explorar estas semejanzas hace falta descorrer dos cortinas bastante pesadas: la primera es la de esa mirada punzante sobre cualquier cosa “típicamente escolar” como venenosa, como tradición autoritaria que debe ser desarmada, es decir, la escuela como aquello a lo que se critica y que debe ser transformado, incluso antes de entenderlo o describirlo. Y la segunda cortina (que es un poco el reverso de la primera) es la de esas ganas locas del jardín de diferenciarse de la primaria (especialmente de todo lo acartonado, lo criticable, lo vetusto, lo solemne). Es posible que, aflojando esas dos tensiones, se pueda pensar mejor al jardín como escuela. El huequito por el que puede mirarse esa posibilidad, en este caso, es el de los objetos como destinatarios lúdicos de la tarea y la atención escolar, esa que no vive solo en cuadernos renglonados.
Los objetos son relatos y manuales de instrucciones
Pero ¿qué es un objeto? ¿Qué es una cosa? Permítanme traer una idea de Santiago Alba Rico, que se ha convertido, ya puedo decirlo, en mi filósofo español de izquierdas (toda una categoría) favorito, y a cuya lectura arribé –como a tantos libros– siguiendo los pasos lectores de Jorge Larrosa. Desde su óptica, cada cosa encierra, a la vez, un relato y un manual de instrucciones. El relato es el relativo a cómo fue concebido, fabricado, y es también, de alguna manera, la historia de sus propietarios. Pero, a la vez, una silla nos cuenta cómo se hace una silla. Las cosas son, en efecto, “tiempo detenido, memoria materializada ante nuestros ojos, el pasaje grumoso entre el pasado y el futuro que reúne en un coágulo engaño placentero y conocimiento” (Alba Rico, 2013). Y rescatar esas historias y esas instrucciones que los objetos contienen es una hermosa manera de pensar estos ejercicios de tacto atencional en el jardín.
En su bella canción Con dos X y un tango, Alejandro del Prado enumera los objetos que lo atan al siglo veinte (el de las dos X, claro). Y enumera boletos capicúa, ceniceros, discos de vinilo, olor a kerosén, cosas así, de las que adornaban aquellos años.2 La canción muestra a alguien que lleva una época a cuestas, llenándose de objetos que la reflejan. Los objetos son parte del mundo, con todo lo que el mundo tiene de lugares, tiempos y objetos. Para Del Prado, esos objetos cuentan su historia y explican cómo se vive en el siglo XX. Hagan el ejercicio, mientras leen este libro, de pensar cuáles son los objetos que constituyen su propio kit de vida cotidiana. Yo escribí esta página en la cocina, a mi lado estaba el mate que me regaló un amigo artesano, con la yerba un poco lavada de las nueve y media (pero no tanto, porque es de molienda uruguaya, que dura más) y el termo, cuyo interior de vidrio ya me he cansado de reponer cada vez que se rompe. Tiene pegadas tres fotitos adhesivas del rostro de Gardel que me regalaron en el museo gardeliano la última vez que lo visité. Y solo en ese objeto, en ese mate que va y viene entre mi compañera y yo, ya hay historias e instrucciones: la historia de mi amistad, de mis viajes, de mi gusto por el tango, de mi pareja, de mi país y sus tradiciones, de mi época y sus fragilidades. Las instrucciones sobre la hechura del mate, su alternancia en la ronda, la reposición del termo roto y el uso de las calcomanías (otro cliché del siglo XX).
¿Será que enseñar en el jardín es –puede ser, sería bueno que fuera– contar las historias de los objetos y seguir sus instrucciones? ¿Podemos imaginarnos nuestra tarea como la de quienes, ante los chicos, leen y traducen lo que dicen los objetos?
Hacerlo es, además, ir en contra de cierta tendencia de esta época que nos toca vivir, que induce a mirar a las cosas no ya como tales, sino como mercancías. No como cosas que cuentan historias y dan instrucciones, digamos, sino como cosas que cumplen funciones, cosas intercambiables: no valen por su alma de cosa, sino por su precio y su brillo en las góndolas. Y los chicos son excelentes guerreros en esa batalla, porque papá puede comprarse un auto nuevo de millones de pesos, pero su hijo verá solo un auto rojo y en los faroles del frente notará ojitos que lo saludan. Y en la calle pueden aturdirnos las propagandas gigantes y agresivas que nos gritan “¡Comprá!”, pero los chicos solo percibirán un dinosaurio, un sándwich gigante o una montaña. Porque el tiempo de la infancia, ya lo decíamos, es el del presente, es no utilitario, es soberano de su propia mirada, y eso hace de los chicos excelentes lectores de las historias y las instrucciones que habitan en las cosas.
Objetos que enseñan
Alguna vez me imaginé tres