Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín. Daniel Brailovsky

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Pedagogía del nivel inicial: mirar el mundo desde el jardín - Daniel Brailovsky

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tiempo de la infancia es el presente (ibíd., p. 180).

      El tiempo infantil es –siguiendo a Skliar– un tiempo no lineal, no evolutivo, no unidimensional; un tiempo que trae de suyo cierta animalidad de afección perceptiva, esto es:

      (…) cuando los oídos están abiertos, cuando la mirada está abierta, cuando la piel está abierta, cuando el mundo llega incontinente a un cuerpo que lo recibe sin escrúpulos, sin trampas, sin jurisprudencia. El tiempo de los niños nos debería hacer notar esa animalidad que desperdiciamos, perdemos, subestimamos siempre y a la que debemos, por lo menos, infinito respeto (Skliar, 2012, p. 72).

      Había una vez un maestro –confieso que era yo– que usaba títeres en su sala. Eran personajes que acompañaban la vida cotidiana y que a veces llegaban para introducir un asunto, para animar una conversación o simplemente para saludar. El maestro, algunas veces, recurría a los títeres para aleccionar a los chicos. Si no querían lavarse las manos, por ejemplo, el maestro le decía al títere: “Teté, querido, ¿no es cierto que todos los niños deben lavarse las manos?”. Pero el títere respondía, invariablemente: “¡No! ¡Las manos son más lindas sucias!”. O si el maestro, buscando complicidad en el títere, le pedía: “Teté, ¿podrías por favor decirle a Matías que se baje de la silla?”, el muñeco respondía: “¡Cómo me gustaría también a mí subirme a la silla!”. Y es que, sumergidos en el tiempo infantil (y esa es una aspiración noble, si las hay, para un educador), permanecer en ese tiempo, sintonizar con ese tiempo, está antes y es más importante que cualquier otra enseñanza.

      El tiempo impuesto por la época

      Había una vez un niño que volvía de la escuela con su abuela. En uno de esos trayectos, lo bastante extensos como para enfrentarlo al tiempo puro del aburrimiento, y por lo tanto al pensamiento, le preguntó: “Abuela, ¿cuándo se termina esta época?”. En el jardín habían estado hablando de “la época de los dinosaurios” y de “la época de las damas antiguas”, y le interesaba saber si, al igual que esas épocas míticas (temporalidades diferentes de la actual, percibidas como algo homogéneo que había comenzado y terminado), la nuestra era una época palpable, de comienzo y fin trazados y definidos. Se dio cuenta, digamos, de que esta también podría ser “una época”. Esa cuestión probablemente excedía su vocabulario y le resultaba difícil formularla. Pero en el germen de su pregunta residía el supuesto de que esta época también debería llegar a su fin en algún momento. Lo que su mirada infantil no podía percibir todavía es que las épocas nos encierran y nos envuelven como mantas invisibles. Las damas antiguas no se llamaban a sí mismas damas antiguas, porque todavía no lo eran. Una época, habrá tratado de explicarle su abuela, solo se vuelve “época con nombre” cuando ha terminado. Las denominaciones que pretendamos darle hoy a nuestro tiempo, nombrándolo como época, serán siempre pretenciosas, ciegas, mesiánicas o ridículas.

      El término “época”, señala Carlos Skliar:

      (…) no proviene de una percepción natural del tiempo sino de una habitual naturalización y responde, nada más ni nada menos, que a una convención pronta a acatarse o desobedecerse (…) hablamos sobre una época que nos habla, leemos acerca de una época que nos lee, pensamos mientras se establece qué es o qué no es el pensamiento (…) y pasamos a través del tiempo mientras el tiempo pasa a través nuestro (Skliar, 2019, p. 18).

      Esta sombra que la época cierne sobre nosotros nos obliga, entonces, a mirar sin entregarnos de lleno, con cierta desconfianza, a todo aquello que se dice sobre este tiempo, sus mandatos, sus supuestas reglas. Si nos aseguran que esta es la era de las nuevas tecnologías; si se afirma que el presente es un momento de cambios vertiginosos; si se nos reitera que hoy en día los chicos vienen más inteligentes, que son “nativos digitales”; en fin, si se pretende embaucarnos con versiones grandilocuentes de la época, deberíamos tener un poco de cuidado. Carlos Skliar también lee a Agamben (2007); él asevera que quien realmente pertenece a su tiempo, a su época, aquel que es realmente “contemporáneo”, no coincide perfectamente con ese tiempo ni se adapta a sus pretensiones.

      La época, en todo caso, es un andén al que algunos están llegando con el tren de las cinco y del que otros están partiendo con el de las seis. No es la misma estación para todos, durante el rato en que la comparten. Y si algo podemos asegurar es que nuestros alumnos del jardín y nosotros definitivamente no viajamos en el mismo tren. Fernando Bárcena lo dice bellamente:

      En todo presente conviven tres modalidades de tiempo diferentes, algo así como tres “presencias del presente”: el hoy de los jóvenes, el hoy de los hombres y mujeres maduros y el hoy de los viejos. Tres dimensiones vitales conviven, en conflicto, diferencia y hostilidad inevitable, en cada presente, de modo que todo presente es siempre discontinuo, y significa cosas distintas para el joven de veinte años, para el hombre de cuarenta y para el viejo de ochenta (Bárcena, 2012, p. 6).

      Esta relación entre generaciones, apunta Bárcena, es escenario de todo tipo de transmisiones, pero también de desencuentros, asimetrías, discontinuidades, alteridades. Y el tiempo de la infancia se vive “sin saber cómo se llama; sin poder nombrarla” (Bárcena, 2012, p. 7). La época les impone nombres y rasgos: los niños exploradores, los niños con derechos, los niños obedientes, los niños genios, los niños con problemas, los niños liberados, los niños diversos (o les niñes diverses). Pero ellos, irreverentes, cada vez que los dejan, solo habitan su tiempo de infancia, solo son niños.

      Lo que nos toca a quienes vivimos –con más o menos infancia en la mirada– el lugar de la adultez –y especialmente si nos pensamos maestros y maestras– es escuchar esas infancias en la niñez y también, como dice Carlos Skliar, en la humanidad. Y le he pedido, en este punto, al propio Carlos que nos regalara algunas líneas para pensar estas cuestiones en el final del capítulo. Nos dejo con su escritura por un momento.

      Escuchar la niñez (en la escritura de Carlos Skliar)

      Claro está que hay que escuchar mucho más a la niñez, por supuesto, y hacerlo en un lenguaje que no sea solo jurídico o técnico o textual. Hacerlo en un plano igualitario o libertario y no bajo la lógica de la exigencia de rendimiento: la cuestión no está tanto en la acumulación de testimonios sueltos, sino en el gesto de la conversación, olvidado o perimido o puesto bajo las condiciones experimentales del diálogo. Es decir: qué se hace con lo escuchado para darle sostén, continuidad, duración, espesura; cuáles preguntas vale la pena que sigan siendo preguntas, y qué se transforma en la actividad común a partir de escuchar a niñas y niños.

      Por ejemplo: cuando un niño pequeño escribe en su cuaderno que durante los meses del confinamiento aprendió letras y números, pero sobre todo aprendió a extrañar; cuando una niña apostada en una ventana siente y piensa –y escribe–

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