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encubrir este problema en la cabeza. Cuando ya está completamente decidido procedo a explicársela—: Compremos flores y las ponemos encima del nombre, muchas para que los visitantes y lo cuidadores piensen a simple vista que acaba de llevarse a cabo un funeral. Para cuando se marchiten no habrá cuerpo que buscar, esperemos que Chuck ya estará de vuelta a la vida y escondido en mi casa.

      —¿Lo vas a esconder en tu casa? —pregunta, abriendo sus ojos con sorpresa—. ¿No crees que existe una gran posibilidad de que tus padres lo descubran?

      —No lo creo, lo sé, y tú le vas a prestar ropa hasta que compremos. Lo que no puede hacer es volver con sus padres, les daría un ataque al saber que su hijo está vivo.

      —No quiero hacer eso… Está bien lo haré, pero borra ese puchero feo. Qué bueno que usaremos guantes. Si dejamos pistas, tendremos muchos problemas —comenta, mirando ahora el techo blanco—. Y bolsas, también necesitamos de esas.

      —¿Por qué bolsas? —pregunto, sin comprender de qué está hablando.

      —Para que no nos rastreen por las huellas de los zapatos o algo así.

      —Ah…, bien pensado.

      Me sorprende que, por primera vez, el que se anticipa a los hechos es mi amigo y no yo. El mundo está cambiando severamente.

      — Felicidades, Floyd, eres útil después de todo.

      —Oye, cállate que sin mi estarías sola y complicada —dice, amurrado, retirando la mano que le había puesto sobre el hombro.

      —Está bien gran y poderoso hombre rebelde.

      El moreno me da una mirada severa, por lo que comienzo a temer su venganza. Mejor no me río más de él.

      —Vas a pagar por deshonrarme.

      A duras penas contengo las ganas de reír, pero se hace cada vez más difícil cuando mi amigo se lanza hacia mí, haciéndome cosquillas por todas partes, mientras yo trato de detenerlo.

      El resto de la tarde, por lo que Floyd me cuenta, se dedica a intentar descifrar lo que dice el texto. Yo, en cambio, he tenido un día de lo más movido, de tienda en tienda en busca de palas, guantes, flores e, incluso, una camilla para transportar el cuerpo. Es obvio que ni Floyd ni yo lo vamos a cargar.

      A las once de la noche de este domingo 5 de mayo me encuentro recargada en el auto de mi mejor amigo, esperando que se digne a salir de casa con el hechizo en la mano. Cuando se abre la puerta principal, y Floyd sale, le hago entrega de sus llaves.

      —No puedo creer que estemos por hacer esto —comenta, ya manejando.

      —Claro, porque desde chica he deseado cavar una tumba para quedarme con el cuerpo —justifico con sarcasmo. Estiro mi palma y al ver que no me pasa nada muevo los dedos y vuelvo a hablar—: ¿Qué esperas? Dame el ritual.

      —No, yo lo llevaré a cabo, así que te mantendré en la incertidumbre.

      —Pensé que no querías ser tú el que lo recitara.

      —Cambié de opinión.

      Toma una curva a la derecha y prosigue:

      —Verás, cuando Chuck nos acompañe, me niego a llamar lo que va a pasar de otra manera, técnicamente, le deberá la vida a quien diga las palabras, por lo tanto, planeo hacerlo mi esclavo personal. Tengo que sacar algo de todo esto. Aunque sea, me deberá un favor.

      Niego conteniendo una sonrisa. En unas horas, Chuck nos acompañará en carne y hueso. Podré verlo, tocarlo. No solamente escucharlo.

      Pensaba que el giro inesperado lo había tenido a los once, resulta ahora que este debe de ser el verdadero.

      Al llegar al cementerio, estaciona en una calle alejada, por las dudas, y me ayuda a sacar todo del maletero. Nos colocamos los guantes, la capucha y, por último, las famosas bolsas en los pies. Repartimos los implementos en dos mochilas y cada uno lleva una al hombro. Al final llevamos la camilla entre los dos. No pregunten cómo me la conseguí.

      —¿Por dónde planeas pasar? —pregunta, cuando llegamos a un extremo del patio de tumbas. Creo que, para nuestra suerte, nadie nos vio cruzar la calle, ¿quién estaría cerca de un cementerio, casi a medianoche?

      —Hace unos meses, vine para un funeral de un familiar. Si tenemos suerte, aún no han reparado la separación entre los barrotes que noté esa vez.

      Lo guío por el costado del cementerio hasta llegar a la parte que recuerdo.

      Algunos le llaman suerte, yo le llamo flojera. Gracias a Dios, alguien no quiso hacer bien su trabajo y el espacio sigue igual, lo suficientemente grande para que quepamos Floyd, yo y una camilla de esas que usan en los partidos de fútbol cuando un jugador se lastima.

      Al estar dentro corremos un tanto agazapados, más por reflejo que por precaución, es probable que no haya nadie a esa hora. Mientras paso la linterna de lápida en lápida, mi mente se permite viajar hasta ese pensamiento que tenía oculto.

      Una cosa es hablar con un fantasma durante cinco años, pero otra muy distinta es tener que traerlo de vuelta a la vida. Un montón de cosas pueden salir mal, desde que no digamos bien el ritual hasta que nos pillen nuestros padres, o, peor, la policía; desde que alguien se fije en que no hay cuerpo hasta que haya efectos colaterales en nuestro amigo.

      Sin duda, todas esas cosas hay que tenerlas en cuenta, pero lo que más me tiene preocupada es algo que el mismísimo Chuck dijo. Había tanta desesperación en sus ojos por querer evitar un castigo. Él mismo imploró que lo trajeran de vuelta a la vida para evitar la penitencia, aun cuando dejó claro que, si se encarnaba, los guardianes se encargarían de matarlo para reestablecer el equilibrio de la vida y la muerte. ¿Qué diablos hago yo si él muere de nuevo? Y, lo peor de todo, ¿qué más le pasará a él, aparte de perder la vida?

      Cada célula de mi cuerpo vibra cuando mis ojos se detienen en una lápida de mármol, con flores marchitas a un costado del nombre, probablemente de una visita de hace ya mucho tiempo.

      Charles Theodore Fanning Lee 1996-2013. Amigo, hijo y hermano.

      Nos detenemos frente al trozo de piedra rectangular, los segundos se hacen minutos mirando fijamente las letras doradas. No hay vuelta atrás, es ahora o nunca.

      —¿Tiene hermanos? —pregunta el moreno a mi lado.

      Niego con la cabeza y me bajo la mochila del hombro, deposito la camilla en el suelo, Floyd la suelta cuando se da cuenta que tiene todo el peso.

      —Supongo que alguien lo consideraba como un hermano. Manos a la obra, rebelde.

      La siguiente media hora se reduce a tierra y sudor. Ninguno de los dos emite palabra alguna, solo nos dedicamos a cavar y cavar. Hasta que la pala de mi amigo choca con un objeto y produce un golpe sordo. El ataúd.

      Ambos nos miramos alarmados y comenzamos a remover la tierra más de prisa. La madera se hace visible y ambos nos erguimos, contemplando la alargada caja. Lentamente, vuelvo a agacharme y coloco mi mano derecha en lo que creo que es un cerrojo. Tal vez no se lo crean, pero de verdad que nunca he abierto una de estas cosas.

      —¿Listo? —Floyd asiente tragando saliva, mira en mi dirección expectante.

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