Chicos de la noche. Bárbara Cifuentes Chotzen

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Chicos de la noche - Bárbara Cifuentes Chotzen

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un escalofrío me recorre todo el cuerpo.

      —Parece que estuviera dormido, ¿no? —pregunta Floyd. Por el rabillo del ojo noto que tiene los suyos abiertos al máximo—. ¿Me puedes decir de nuevo por qué el cuerpo no está desintegrado?

      —Si es que se puede dormir sin respirar, entonces sí parece dormido —apunto, inclinando la cabeza—. Y es porque el cadáver se preserva hasta que el buscador lo encuentre, se supone.

      No pasa mucho tiempo hasta que salimos de nuestro estado de shock. Comenzamos a movernos lo más rápido que nuestros movimientos torpes lo permiten, y en un plazo de otra media hora ya hemos tapado el hoyo, envuelto el cuerpo en una manta vieja y lo hemos puesto en la camilla. Luego saco las flores frescas de la mochila. Estas las coloco frente a la lápida de modo que tapen el nombre y la fecha; por suerte son varios ramos que simulan un reciente funeral. Siento la obligación de llevarme el ramo marchito, por lo que lo echo en la mochila, junto al resto de las cosas. Por último, sacudimos las palas y las colocamos de tal modo que solo sobresale un extremo de la bolsa.

      Tomamos la camilla con el cuerpo y trotamos agachados hacia la salida, evitando mirar el bulto. Floyd tiene razón cuando dice que Chuck no ha entrado en estado de descomposición, por ello solo parece un chico tomando una siesta. Una siesta bajo tierra.

      Nos las arreglamos para pasar a Chuck por el orificio en la reja y nos preparamos para lo más difícil de la primera fase, es decir, cruzar la calle sin ser vistos, con la camilla ahora ocupada.

      La suerte está de nuestro lado esta noche, pues logramos entrar al auto sin percance alguno y ahora nos encontramos alejándonos de ese lugar.

      —¿Puedes dejar de mirarlo de una puta vez? —le pregunto bruscamente. Floyd no ha parado de mirar por el espejo retrovisor hacia los asientos de atrás.

      —Discúlpame por no preocuparme del cuerpo que va en el asiento trasero de mi coche —contesta con ironía—. Además, esa piernita tuya que mueves de arriba a abajo no me calma mucho.

      —Es por los nervios, no puedo evitarlo. Tú mismo dijiste que parecía dormido, agradece eso por lo menos —puntualizo en voz alta, para él y no para mí. Echo una mirada fugaz hacia atrás y luego le hago compañía a mi amigo con la vista al frente.

      —¿No lo pudiste tapar con más mantas? —pregunta, quejándose por el único cobertor que pude encontrar, no me quedaba dinero para comprar todo lo necesario.

      —No tenía otras mantas —respondo, hojeando el texto en busca de algo que se nos haya escapado—. Concéntrate en manejar mejor, no necesitamos un accidente y mucho menos que nos descubran.

      —Sigo pensando que hacer esto en el bosque es una pésima idea, las variables de que salgan las cosas mal son aún más altas al estar… haciendo lo que estamos haciendo —reclama, sin decir la palabra “revivir”. Apenas deja de hablar, capto algo en la hoja.

      —Era la mejor idea de un lugar oculto que tenía. Detén el auto —ordeno, irguiéndome en el asiento. Él está tan confundido que no puede reaccionar—. ¡Floyd, para el auto!

      Esta vez me hace caso y con una frenada brusca el vehículo se detiene a un costado de la calle. No hay autos así que si hubiera sido en el medio o en la vereda tampoco habría ocurrido un accidente.

      —Diablos, Verónica, ¿qué sucede?

      —Hay un apartado que no leímos. Dice que el ritual debe llevarse a cabo en el lugar donde falleció la persona —explico, buscando comprensión en sus ojos.

      —¿Ahora lees latín?

      —Está en castellano, pero eso no es lo relevante. No lo podemos hacer en el bosque, Chuck no murió ahí. ¿Entiendes?

      —¿Me estás diciendo que lo tenemos que hacer donde perdió la vida?

      Asiento un tanto aliviada de que comprenda eso, pero no lo que significa.

      —¿Eso quiere decir que…?

      —Sí, Floyd, tenemos que hacer esto en su casa —lo interrumpo, con un dejo de temor—. Y sus padres aún viven ahí.

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